domingo, 18 de mayo de 2025

Cadena perpetua, bien aprovechada, para Micaela y María por la muerte de su madre.

 
 
Antes de llegar al punto importante empezaremos hablando del matrimonio formado por Jerónimo y Josefa casados el siete de octubre de 1674. Jerónimo era hijo de Gabriel Varona Ortés y de María Zorrilla Marañón y Céspedes. Josefa lo era de Alonso Iñiguez Cobillas y Guzmán y Angela Martínez de la Riva Santa Cruz. Todos vecinos de Villarcayo. Gabriel Varona, abogado de la Audiencia de Villarcayo (muerto en 1663), usó el apellido Murueta entre el Varona y el Ortés (u Hortés), una variante de Ortiz. Este abogado estuvo casado dos veces:
 
  • Con Isabel de Luyando. Fueron padres de Manuel Varona Murueta Ortés, heredero del mayorazgo. Hijos de Manuel fueron Juan Baltasar y Josefa (Varona) Murueta.
  • Del segundo matrimonio con María Zorrilla tuvo a nuestro Jerónimo Varona (nacido en 1650) y a Urbana Varona, casada también dos veces: la primera con un tal Diego de Velasco Ortiz (Ubilla de Mena) y la segunda con Francisco de Valdivielso Morquechu (Medina de Pomar). María Zorrilla tuvo, al menos, dos hermanos. Uno fue el licenciado Francisco Zorrilla Marañón, arcipreste de Montija y cura beneficiado de las iglesias unidas de Medina de Pomar y cura también de la parroquial de Villarcayo por razón de beneficio patrimonial. Del otro hermano hubo una sobrina homónima, María Zorrilla Marañón, prima de Jerónimo Varona y que será -perdonen que nos adelantemos- madrina de su hija menor Jacinta.
 
 
El cuadro adjunto presenta las relaciones familiares de Jerónimo y su esposa. Vemos que Josefa Varona Murueta, hija del hermanastro de Jerónimo, pagó por profesar en Santa Clara, en 1675, 2.000 ducados siendo abadesa Urbana Varona Sarabia. Esta era una pariente lejana.
 
Josefa Íñiguez procedía de una familia de escribanos… y monjas. Esto último era bastante normal en ciertos círculos económicos. Su padre, Alonso Íñiguez Cobillas y Guzmán, poseía la Escribanía Mayor de la Audiencia Real de Las Merindades, con rango de secretario. Junto a su esposa, Angela Martínez de la Riba, fueron padres de Josefa, Francisca Antonia y Ángela Alfonsa. Cuando fallecieron sus padres, y al estar ya casada Josefa con Jerónimo Varona, quedaron las otras dos bajo tutela de los casados. ¿Qué significaba esto? ¡Que iban directas al convento! Las dos hermanas solteras terminarán de monjas en las agustinas de San Pedro de Medina de Pomar. En 1675 ya eran novicias, mientras su tutor Jerónimo agenciaba la dote arañando en el patrimonio de las Iñiguez. Finalmente se reúnen los 1.000 ducados para cada una, renunciando, para ello, Josefa a las legítimas paterna y materna, y a sus tercias en una renta de alcabalas. Con esto, las novicias pasaron la probación ante su tío el vicario arzobispal de Villarcayo -licenciado Ortés Salinas-, por delegación del anciano arzobispo de Burgos, Enrique Peralta Cárdenas, y en 1676 mudaron el velo blanco por el de profesas. El acto fue una fiesta con invitados y pitanza.
 
Por su parte, la dote de Josefa Varona Murueta, la monja clarisa, se había pagado con un juro sobre unas salinas en Granada que heredó Jerónimo de su abuelo y que tuvo que vender a su hermanastro Manuel. Un cálculo rápido: dotes de monjas más juro más venta de salinas granadinas igual a casi ruina.

 
Pero, ¿por qué terminaban tantas mujeres en el convento? Esta salida servía para apartar al excedente femenino; para mantener la fortuna familiar, base de la posición social, unida frente a herencias y dotes matrimoniales; o para evitar matrimonios inconvenientes. Las niñas solían entrar con pocos años siendo el claustro del convento una casa familiar, sobre todo en los casos en que compartían el espacio hermanas, tías y sobrinas. Otra función de los monasterios -que hoy no nos incumbe- era como casa de acogida, asilo y orfanato. Allí fácilmente terminaban como lugar ideal para internar a las huérfanas, expósitas, ilegítimas e hijas de padres desconocidos. ¿Entendemos por qué colocó Jerónimo a esas niñas en el convento?
 
Gabriel Varona falleció en septiembre de 1663, quedando su viuda María Zorrilla como tutora de su hijo Jerónimo, de edad de 13 años. Por ser niño no terminó en un monasterio. Ella y el hijastro del mayorazgo, Manuel, llegan en octubre a un acuerdo:
 
  • María se queda con un juro de 35.000 maravedíes sobre salinas de Granada, más el usufructo vitalicio de la casa familiar en Villarcayo, reservándose Manuel un cuarto bajo y un troje, que su hijo Juan Baltasar podrá ocupar un día si toma estado. En principio era un buen juro sobre unas salinas en Granada compradas por Gabriel Varona y María Zorrilla con 35.236 maravedíes de renta anual. Jerónimo lo hereda y vende a su hermanastro Manuel, que lo cede como dote de su hija en manos de la abadesa Francisca de Velasco y de la Cueva (mayo 1674-agosto 1675).
  • Respecto a sus hermanastros, Manuel se hará cargo de la dote prometida para la boda de Urbana (1.000 ducados), y para Jerónimo hasta cumplir los 25 años pagará como alimentos 100 ducados anuales (mitad en efectivo, mitad como renta) sobre los bienes de Rioparaíso. Si llega a empezar estudios superiores, le dará la librería entera inventariada que fue del difunto abogado. Jerónimo los hizo y recibió esa biblioteca.
  • Con eso, la viuda María renuncia por sí y sus hijos a todo derecho hereditario por la parte de Gabriel.
 
En 4 de agosto de 1673 María Zorrilla hace testamento, donde mejora a Jerónimo (todavía soltero), mientras Urbana, la hermana de Jerónimo, renuncia su legítima a favor de este dándose por satisfecha con la dote matrimonial (Y contenta por no acabar en un convento). Jerónimo ya en posesión del título de abogado, se dispone a casarse con Josefa Iñiguez, cuya madre ya ha fallecido dejando a la novia como su heredera única, cargando con la tutela de sus dos hermanas y la obligación de dotarlas… para el convento.

 
La boda, el 7 de octubre de 1674, significó el inicio de dificultades económicas para la pareja. Al joven letrado se le acaba la pensión alimentaria que le pasaba su hermanastro Manuel. Jerónimo dispone en principio de dos herencias, la suya materna, aunque mejorada, roída por los gastos de su carrera, boda y compromisos; y la de su mujer, tampoco libre de cargas.
 
Jerónimo tiene que materializar tres dotes monjiles que montan 4.000 ducados. Su sobrina Josefa se lleva 2.000 a Santa Clara. San Pedro pide otros 2.000 por las dos cuñadas Francisca Antonia y Ángela Alfonsa. Al efecto, en julio de 1675 el tutor reclama, sobre la herencia de su mujer, las rentas impagadas de los bienes dejados por el padre de su suegra, Pedro Martínez de la Riva Santa Cruz, más otras deudas, por valor de más de 1.000 ducados. Una operación nada sencilla, con los tres noviciados en marcha, una hija en camino, más un mal pleito movido por un vecino de San Llorente, contra el regidor de Perex y el propio Jerónimo, por un depósito de 350 ducados que este concejo le debía al litigante. No entramos en ello, pero tampoco callaremos que Jerónimo añadió errores propios al negocio.
 
La descendencia del matrimonio Varona Ortés-Íñiguez Cubillas llegó: “En 3 días del mes de octubre de este año de 1675, yo el Bachiller Galaz arriba dicho, cura capellán en esta villa, por ausencia de los dichos licenciados Visjueçes y Zorrilla, baptizé según el ritual romano a Michaela Geronima, hija de don Geronimo Varona Ortés, y de doña Josepha Yñiguez y Cobillas, su legitima muger; vecinos de dicha villa. Fueron sus padrinos, don Juan Baltasar Varona Ortés, y doña María de Pereda Saladar y Moxica su mujer, vecinos de la villa de Vocos, a quienes advertí las obligaciones de su oficio, y cognación espiritual. En cuya fee lo firmé; siendo testigos, el Licenciado don Jacintho de Sedano, el Doctor don Juan de la Peña Velasco y Saladar, abogado de los Reales Consejos, don Juan de Arroyo, y Marcos Ruiz, vecinos de dicha villa. Licenciado Bachiller Jacintho de Sedano. Bachiller Martín Galaz Saravia”. Al margen: “Michaela Geronima. Nació en veinte. Y seis de Sept.. deste año”. Otra mano: “Murió Monja en Santa Clara de Medina de Pomar”.
 
El padrino Juan Baltasar Murueta era el hijo de Manuel Varona y sobrino de Jerónimo.
 
La partida de la segunda hija, Jacinta, dice: “En 22 de Agosto deste año de 1678, Bapticé según el ritual romano a María Jeçintha, hija de don Geronimo Varona Ortés y doña Josepha Yñiguez y Cobillas, su legítima muger, vecinos desta villa. Fueron sus padrinos, Juan Gutiérrez de la Hacera, y María Zorrilla Marañón su mujer, vecinos de dicha villa, a quienes advertí, las obligaciones de su offiçio, y parentesco espiritual. En cuya fee lo firmé; siendo testigos, Marcos Ruiz de la Ponteja, Joseph, su hijo, y Françisco Fernández de Vrizuela, vecinos y residentes en esta dicha villa. Licenciado Francisco Zorrilla Marañón y Juan Guthiérrez de la Hazera”. Al margen: “María Jaçinta”. Naçió el día trece de este mes y año”. El padrino era hermano de un capellán de Santa Marina, Juan Gutiérrez de la Hazera.
 
En sus investigaciones Jesús Moya deja la sensación de que Jerónimo no parecía ser un abogado brillante. ¿Pudo ser un torpe picapleitos que liquidaba la biblioteca heredada para obtener efectivo y cubrir gastos?

 
Y, entonces, llegamos al viernes 11 de abril de 1681, cuando Josefa muere. Mientras, su marido no aparecía por parte alguna (ni apareció jamás). Diríamos que ambas situaciones generan una relación sospechosa. Pudo ser el miedo o la incapacidad, o cualquier otra cosa, lo que forzó a Jerónimo a “olvidar” a sus dos hijas: Micaela Jerónima, de cinco años y medio, y María Jacinta, de dos años para tres. A Jerónimo se le dio por muerto en 1691.Aunque pudo ser que lo estuviese desde 1681 porque su suegro había sido abogado de los Reales Consejos, y el abuelo de su difunta esposa fue escribano mayor y secretario de la Audiencia Real de Las Merindades y Juzgado de Villarcayo, receptor de los Supremos Consejos. Traducido: familia con poder y contactos a ambos lados de la justicia.
 
Los parientes que acogieron a las niñas las dejaron con un secretario en Medina de Pomar mientras pensaban que hacer con ellas. Y eso sería, cómo ya lo podemos suponer, meterlas en un convento. O en varios. En la población de los Velasco había dos: las agustinas de San Pedro y las clarisas de Santa Clara. ¿Cuál elegir? Dependía de dos factores: dineros y apellidos. Por de pronto, las abandonadas Micaela y Jacinta quedaron bajo tutela de dos curadores, F. Quintano y S. Andino. Esta situación duró poco, desde junio de 1681 hasta Navidad de 1682, sin aclararse por qué se les cesa.
 
Según el hagiógrafo de esta futura monja, la “vocación” de Micaela empezó en abril de 1681 con la muerte de su madre, Josefa Iñiguez de Cobillas, tal vez a manos de su marido. Un crimen de género “Avant la letre”. Eso sí, el licenciado Visjueces, cura de Santa Marina de Villarcayo, apuntó en el libro de difuntos: “En 11 días del mes de abril, deste año de 1681 falleció Doña Josefa Yñiguez y Cobillas mujer de Don Jerónimo Varona Ortés, veçinos desta villa. No se le administraron los sacramentos. Ni hizo testamento por aver pareçido muerta ínpensadamente en su casa. Enterróse en el primer orden de la capilla mayor; en sepultura propia çerca del medio de la Yglesia. Cúmplesele el funeral por su Alma; y en fee de ello lo firmé. Lic. Pedro Ruiz de Visjueces”. No afirma que el marido la asesinase. Pero las pruebas circunstanciales…
 
En 1688 Micaela era una señorita provinciana de 13 años, con conocimientos básicos, que, para ser monja de coro sin habilidades especiales como habría sido tañer órgano o lucir buena voz cantoral, sólo necesitaba unos 1.500 ducados entre dote y otros gastos. Por suerte, había alguien dispuesto a darlos si profesaba en el convento de San Pedro. Al arzobispo Enrique Peralta, fallecido en noviembre de 1679, le había sucedido en 1680 el obispo de Cádiz Juan de Isla, de apellido sonante en Burgos con ecos en Andalucía. Los arzobispos de Burgos tenían derecho de patronato sobre San Pedro de Medina, y Juan se dispuso a ejercerlo como auténtico protector, más generoso que sus predecesores. Micaela Jerónima podía contar con su ayuda para ser monja agustina. En cuanto a Jacinta, hablar de hábitos era algo temprano para una niña de diez años. Claro que, se moja Melchor, ser monja agustina “no era esta la vocación de doña Micaela, sino la de vestir el hábito de Santa Clara. Por lo cual vino a este convento, cuya puerta reglar estaba a la sazón abierta”. ¡Una clara muestra de santidad que una niña de trece años discerniese entre dos órdenes religiosas! O, más bien, una proyección al pasado de hechos futuros.

 
Como nota aclaratoria, eso de la puerta reglar se refiere a la puerta de los conventos de clausura que debía estar cerrada…. salvo para prelados, visitadores, rellanes, médico y cirujano, hortelano, menestrales, servidores del convento, patronos, altos personajes y para las mujeres aspirantes al velo para el acto de recibirlo. ¿Demasiadas veces se abría la puerta del convento? Dejémoslo así por ahora.
 
Volvamos a eso de la “vocación” de Micaela. Su desaparecido padre, en ciertas ocasiones, se hacía apellidar Velasco. De la rama segundona de los Ortés de Velasco, con apartado solar en la aldea de Ahedillo (Valle de Mena). Decir Velasco era decir Santa Clara. El patrono de este convento era el condestable Iñigo Melchor Fernández de Velasco (1629-1696). ¿Sería tan generoso como el arzobispo Isla? ¡Ni soñarlo! Eran tiempos duros para el clan Velasco y bastante tenía con ir pagando a Santa Clara dotes de monjas de la familia, algunas atrasadas, ¡como para financiar a extrañas!
 
Decíamos que por la puerta reglar también pasaban muchachas para visitar a las monjas y expresarles su ilusión de ser clarisas. Este era el caso de Micaela. La noticia no pudo caerles mal, cuando una dote contante -los prelados pagaban en dinero- era una inyección de liquidez para su economía tan esclerosada. Pero, si Micaela se pasaba a las Clarisas el arzobispo retiraba la dote. ¿Cómo solventar esto? Buscando un nuevo “sugar-daddy”. Las monjas clarisas, que querían nuevas adeptas, hicieron que Francisca María de Velasco, sobrina del Condestable de Castilla Iñigo Melchor, y hermana de su sucesor José Fernández de Velasco, y recién profesa, acogiese a Micaela. Tras este paso, en 1690, la abadesa Angela de Navamuel acepta como novicia a Micaela junto con su hermana. Si se fijan, ni la anterior abadesa Urbana, ni la prima monja Josefa, dieron facilidades a las huérfanas. No fueron las Varona, sino una Velasco. ¿Esto resolvía el tema económico? ¡No! ¡Con la iglesia hemos topado! Los documentos del archivo de Santa Clara comentan que “tenía la señorita buena herencia, con que se pudo componer con facilidad para el tiempo de su profesión”. Aunque la documentación que consta sobre aquella “buena herencia” no apuntaba hacia el optimismo. Se compuso y el 24 de noviembre de 1691, ante el notario medinés Gabriel López de Para, la novicia Micaela, mayor de 16 años -Nada de menor de edad y esas zarandajas- y heredera de su difunta madre en los mayorazgos fundados por Francisco de Cobillas y Alonso Íñiguez, los cedía a su hermana María Jacinta, también novicia y mayor de 13, para su disfrute de por vida, junto con otros bienes: parte de un solar, un horno, y un censo sobre 800 reales contra los herederos de Juan de Vivanco. Ambas hermanas reconocen deber al monasterio más de 300 ducados en alimentos durante el noviciado, para cuyo pago y el de la dote ceden a Santa Clara todos sus bienes y deudas. Los bienes fueron varias fincas en Villarcayo. De las deudas nada sabemos, porque las cuentas parece que no llegaron a cuadrarse.
 
La ceremonia del velo debió ser el 7 de diciembre, si asumimos que el nombre de Micaela en religión, San Ambrosio, lo fue por el santo del día. Eso sí, conservó su nombre propio completo: Micaela Jerónima Varona. Sor San Ambrosio no renegó del nombre y apellido de su padre, el presunto criminal dado por muerto, Jerónimo Varona. Lo cual se presta a especulación sobre las afinidades de la hija o la realidad del crimen.

 
Aparcar las huérfanas en un convento no significó, para Sor San Ambrosio, una vida oscura de rezos y dulces. Según fray Melchor Fernández aquella etapa marcó el comienzo de tentaciones e insultos del maligno. ¿Estigmas? ¿Bilocación? ¿Xenoglosia? Nos dice su biografía que “fue muy perseguida del demonio con diferentes monstruosas tentaciones y visiones; y algunas no sólo con ademanes de quererle quitar la vida, sino con ejecuciones de golpearla y arrojarla por escaleras, lo que ejecutó con esta venerable sierva de Dios en varias ocasiones en todos tiempos; efectos del maligno enemigo, porque le era insufrible la vida de una mujer que había de ser muy del agrado de Dios y provecho de sus prójimos con sus admirables y abundantes escritos”. ¿Era esto cierto? Lo digo porque el biógrafo fue un franciscano llamado Fray Melchor y lo escribe en 1740, dos semanas después de la muerte de Micaela, ocurrida el tres de febrero.
 
Fray Melchor Fernández fue durante años confidente de la monja y redactó su necrológica. Esta comenzó con la esquela de defunción, luego trazó un perfil biográfico, un elogio de virtudes y se cerraba con los últimos detalles de la muerte: “Murió la Venerable Doña María Michaela Gerónima de San Ambrosio y Barona de Edad de 66 años no cabales; y los cumplió el día de San Miguel inmediato; siendo actual Maestra de Novicias, y Discreta del Convento, sin haver sido Abadesa; empleo, que desde muy nueba en la Religión, siempre tubo Repugnancia, y pidió a Dios muy deveras, que no le diera esta carga. Murió a otro día de la Purificación de Nuestra Señora, con todos aquellos requisitos, que se esperaban de su religiossima vida. Fue natural de la Villa de Villarcayo, una legua distante de esta de Medina; hija legítima de padres muy nobles. Quedó huérfana de quatro a cinco años; porque [añadido sobre línea: aunque sobre vivió algún tiempo] “su padre fue como si no viviera para su hija; pues passó su vida prófugo en lejas tierras; por haver quitado la vida a su Muger, Señora de mucha Calidad...”
 
Es un texto que se escribía en muchos conventos para mantener a la comunidad unida y tener datos para un posible proceso de canonización. Jesús Moya encontraba en esta semblanza de la religiosa un alegato justificativo de los escritos que ella dejó sobre asuntos místicos y cartas espirituales. También hasta cierto punto en defensa del propio Melchor, pues fue él quien la animó a seguir escribiendo, frente a censores que pusieron en duda las luces de una mujer sin preparación alguna. Mucho de lo que Melchor atribuye a Micaela son cosas imposibles de esconder en una comunidad cerrada. Aquí entran aquellos fenómenos extraños que el fraile (y no él solo) atribuye al demonio. ¿De veras empezaron a manifestarse durante el noviciado? Él no fue testigo y en esa fase de la vida religiosa seguramente la muchacha ocultaría estos fenómenos.
 
Pronunciados sus votos, vinculada de forma irreversible al monasterio, Micaela Jerónima le da por escribir piezas del género ascético-místico. Era la primera monja literata de Santa Clara en sus siete siglos. La muchacha poseía oído métrico y componía con facilidad letrillas: a santa Clara, a santa Teresa, al Nombre de María etc. Hacia 1700 diseñó una obra mística que iba librando en una serie de cuadernos como “Camino del Cielo para subir al Monte de la Perfección”. Algunos de sus versos tenían por objeto adornar capítulos de la obra en prosa. Así lo dice una nota a una letrilla “A la Presentación de la Virgen”. Escribía compulsivamente, “cuatro crecidos tomos... con otros cuadernos de varias espirituales materias”.

 
Pero en 1706 fue denunciada por “dos proposiciones pertenecientes a la Teología” al suponerlas heréticas. Se le prohibió escribir. No sirvió de nada que “estimulada de su confesor y lo que es más, de superior luz, escribió una difusa apología defendiendo sus proposiciones, las que después aprobaron con elogios (vista su defensa) cinco teólogos de la Provincia de la Concepción”. Por su parte, el provincial de Cantabria prohibió aquella carrera literaria. Así pues, desde 1706 “se mantuvo la sierva de Dios por espacio de veintisiete años obedientísima al precepto, sin escribir una letra de lo concerniente a dichos escritos, si bien certificada de que antes de partir de esta vida vendría otro superior que le ordenase proseguirlos, como la misma dijo a diversos sujetos; lo que vimos verificado por raros milagrosos caminos con el Muy Reverendo Padre provincial Elorriaga, quien la consoló y dio facultad para que volviese a escribir. Desde aquel tiempo hasta pocos días antes que falleciese ha escrito veinticuatro cuadernos que tratan de diferentes misterios de Jesucristo y su Madre Santísima, con muchos otros consejos y ponderosas reprensiones contra los corazones tibios en su veneración, respeto y culto; de lo que están absortas y admiradas las religiosas con esta inopinada novedad pues nunca llegaron a saber que estuviese escribiendo la sierva de Dios, cautelándola de todas su caritativa prudencia. Porque como a la condenación del referido teólogo en las dos proposiciones, se siguieron diversos rumores entre sus hermanas, amenazadas de la parte de fuera con el borrón denigrativo de la Inquisición, infería prudentemente que, como no les constaba con expresión de la aprobación que se ha dicho de los cinco teólogos, se apesadumbraran con notable turbación, si llegaran a saber de la reiteración en sus escritos”.
 
Fray Melchor nos dice con esta parrafada que nadie levantó la prohibición de escribir y publicar a Micaela. Además, se lo ocultaba al resto de monjas porque “para la práctica de esta prudente cautela, se dejaba ver de las religiosas sus hermanas [en] diversas ocasiones en el espacio del día, sobre las que le veían en actos de comunidad; y escribía la mayor parte de la noche. Finalizado un cuaderno, hacía llamar con discreción a mi compañero el predicador fray José Díaz para que lo trasladase y después me lo exhibiese, para que yo lo examinase. Del mismo modo se valió para responder a muchas cartas, en que personas religiosas y seculares le pedían consejo en sus tribulaciones. Hacíalo con repugnancia, porque quería huir del aire de la vanidad; pero diciéndose le que convenía, según Dios, al instante se humillaba y obedecía; y una vez que emprendía el escrito, se dilataba y remontaba tanto, que en ocasiones escribía un pliego entero, en cuyas líneas todo era una respiración de amor de Dios y del prójimo, a quien casi con seguridad daba el necesitado alivio. Como se sabe por las cartas, las cuales nunca permitió llegasen a sus manos sin que primero pasasen por ajenos ojos; y esto mismo hacía con las suyas, disponiendo para este efecto que las cartas ajenas viniesen con sobrescrito para este Hospicio, y las suyas se despidiesen de este Hospicio para el correo; de suerte que rara carta suya entró ni salió por el torno; todo para que sus hermanas viniesen a serenidad y sosiego, no sabiendo aun de estos escritos”.

 
Vamos que, con la complicidad de su biógrafo, se saltaron todas las admoniciones de sus superiores y esa cosa de la gente de religión de la obediencia. ¿Lo sabría, acaso, su hermana? La referencia al torno nos hace ver que desde su noviciado hasta sus últimos años la clausura se había endurecido en Santa Clara, volviendo el torno a controlar el paso de objetos entre el convento y el exterior. De ahí que Melchor diga que Micaela pasaba su correspondencia y demás productos de sus desvelos nocturnos a través del confesonario.
 
Nuestro fraile chivato destaca que el disimulo se extendía “a su porte de vida, no singularizándose de las demás en cosa alguna notable; y para corona de todo, condescendió Dios a sus imploraciones y ruegos, en que le suplicó con vehemencias de su corazón no permitiese en ella alguna exterioridad, como le había sucedido en algún tiempo, si bien lo redujeron a cosa natural. Dictamen errado con que entraron médicos a curarla le deterioraron la salud porque en la verdad eran efectos de causa superior”.

 
“De aquí ha nacido el vivir como desconocida entre sus hermanas y no hay que extrañarlo, porque al parecer obraba cosas encontradas con la maciza virtud: unas veces se mostraba afabilísima, otras regañona; algunas ridícula, muchas impertinente; y tal vez nimiamente festiva, poniéndose a danzar con las más niñas -disfraz de que se han valido muchos varones justos y mujeres de esclarecidas virtudes-”.
 
Es decir que Micaela desde que entró en Santa Clara con 16 años nunca dejó de llamar la atención sobre sí primero con agresiones del diablo, luego con su humor variable. Algo que no concuerda con lo de “vivir como desconocida” aunque esta recomendación la podían leer las monjas en el friso del artesonado de la Sala Capitular alta, en un texto afín a la Imitación de Cristo:
 
AMARAS NO SER CONOSCYDA Y EN POCO SER TENYDA.
 
Pero, aunque lo leído da un perfil de persona cuanto menos alterada esto choca con su ocupación de maestra de novicias, que Micaela desempeñó hasta su muerte, junto con el de “discreta” o consejera, dentro del órgano de gobierno monástico. Lo mismo hay que pensar de aquellos fenómenos ruidosos, aquellos sustos y golpes atribuidos a la envidia de Satanás. Ninguna monja que habitualmente se cae (o se tira) de la cama, y que cada dos por tres aparece despeñada por la escalera, tiene posibilidades de ser elegida abadesa, un cargo que la madre Micaela habría rechazado “desde muy nueva en la religión”. ¿estarían las uvas verdes?
 
Sobre las virtudes de la madre Micaela, fray Melchor se remite al que fue confesor del convento, fray Francisco Cleri: “En cuanto a las virtudes teologales, cardinales y morales, parece por sus escritos que las practicaba en grado heroico; y aunque no estudió, ni ha leído sino muy poco, no dudo que al mayor teólogo y místico daría satisfacción repentina en orden a cualquiera de ellas, o por palabra, o por escrito”. Parece un ejemplo de la falacia de autoridad. Pasa luego Melchor, a pormenorizar las virtudes de Micaela en grado heroico, como para canonizarla. Unas virtudes que “se deducen de sus admirables escritos”. Por lo demás, la monja, según el canon e imaginería del tiempo, “siempre estaba introducida en la llaga del costado de su amante Dueño, y en sus cartas convida a todos con incendiosas palabras a que, como palomas enamoradas, procuren refugiarse en aquel nido blando y gustoso”.
 
“En la pobreza era esmeradísima, como se ha experimentado al tiempo de su muerte; pues con ser así que le corría alguna rentilla, puédese decir que se ha encontrado en su celda casi nada, y de libros solos una Semana Santa con registro en unas de sus pasiones, y un librito de Doctrina cristiana del padre Gaspar Astete, los que regularmente traía consigo”.

 
Otra virtud humana, aunque no comprendida en los votos religiosos, es la compasión: “En la compasión, hija del amor al prójimo, fue una admiración, pues sobre otros muchos alivios que procuraba, asistía cuando pudo a los pobres y ancianos remendando sus vestidos”. Bueno, lo que nosotros tenemos como imagen de una monja es algo así como teresa de Calcuta, pero, en aquel tiempo, la monja clarisa de coro no tenía obligación de trabajar. Las tareas de la casa eran cosa del servicio. Una monja podía coser y bordar, como podía tocar el arpa o escribir versos a lo divino. Muchas tenían su muñeco de Niño Jesús de vestir, y hacían juegos de ropitas para él a capricho, o según los colores litúrgicos. Lo que aquí refiere Melchor es una aplicación útil, probablemente dedicada a los pobres del Hospital de la Vera Cruz. Verla remendar ropa de pobres era señal de admiración entre la gente de religión. También se ponderó el panegirista la paciencia y constancia, “que son la piedra de toque de las virtudes”, añadiendo con énfasis retórico: “¿Quién más eminente que nuestra Micaela? ¿quién más contradicha? ¿quién más baldonada? Díganlo sus escritos, o clamen en su lugar los baldones, las injurias, los improperios que recibió por ellos, especialmente en aquellos rudos tiempos en que la mandaron que cesase en proseguirlos, hasta quitarle su confesor; que era su mayor consuelo”.
 
Y concluye fray Melchor, dirigiéndose a la abadesa María Antonia de la Cruz Navamuel: “En fin, Señora, no sé qué me diga, cuando me hago cargo que sólo escribo una carta. Sólo diré que sus escritos son sus virtudes, y sus virtudes dicen sus escritos, infusos de lo alto, como dicen los teólogos aprobantes, y su confesor Clerí escribiendo al General de la Orden. Digo a Vuestra Reverendísima que la escritora, en mi corto juicio, tiene todas las calidades que piden los doctores y místicos para calificar semejantes escritos por infusos”.

 
Las últimas líneas serán para el cadáver pintándolo con los atributos sensibles más característicos de la santidad, premonición de un cuerpo glorioso: “No más, sino que después que expiró la sierva de Dios, quedó tan tratable y hermosa, que hicieron las religiosas llamar al médico para que las certificase de estar difunta, y la tuvieron insepulta desde el día en que murió bien de mañana hasta el siguiente día, habiendo muerto de enfermedad natural, que la tuvo en cama 18 días. Medina y febrero 16 de 1740. - De V. Merced Capellán fr. Melchor”.
 
De María Jacinta sólo sabemos que Micaela en sus últimas cartas (1739- 1740) la menciona como viva.
 
 
Bibliografía:
 
“El compás de Santa Clara. Viaje entretenido por un archivo de monjas castellanas”. Jesús Moya.
“Renunciar al siglo: del claustro familiar al monástico. La funcionalidad social de los conventos femeninos”. Jesús Pérez Morera
 
 

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