Esta
es la primera jornada en la que disfrutaremos de la prosa y los Recuerdos
de Villarcayo de Ricardo San Martín
Vadillo sobre el Villarcayo de su infancia y juventud. Recuerdos que todos
atesoramos y que se difuminan, junto a cada uno, en la bruma del tiempo pasado.
Desde esta bitácora aprovechamos la cordial relación que tenemos con Ricardo
para que nos pinte su acuarela de sentimientos más privados que le han
acompañado en su recorrido vital y que, afortunadamente, ha decidido
compartirlos fuera del círculo familiar más íntimo.
"El
tiempo no es, sino el espacio entre nuestros recuerdos".
Henry F. Amiel
Siempre es un placer hablar con el mantenedor de
esta página. Cuando hace unos días tomábamos un café en el bar “Miguillas” de
Villarcayo charlamos de una variedad de temas y a mí se me ocurrió ofrecerle la
publicación de este artículo (o artículos por lo extenso que puede resultar el
tema) sobre el poso y el peso de lo vivido. Todo lo no olvidado. Lo que dejó
una huella profunda en mi vida, lo esencial y lo banal, todo lo que quedó en
los pliegues de la memoria como el polvo se almacena en los bajos de los
pantalones...
Estamos hechos de vivencias, de momentos, de
etapas. Somos un discontinuo de horas, de granitos de arena en el reloj del
tiempo. Y van cayendo esos granos de arena, haciendo un montoncito que es
nuestra vida. Dentro de esa acumulación, escondidos, imperceptibles, hay granos
ínfimos que han colaborado para dar la altura actual al montoncito. Y sigue
cayendo la arena, grano a grano, casi sin darnos cuenta, atraídos por la
gravedad de la tierra. La vida, es la vida. Más arena abajo que arriba,
corpúsculo a corpúsculo... hasta que se agote la existencia del receptáculo
superior; porque, indefectiblemente, todo llega.
Villarcayo durante mi infancia, años 1949 a 1959.
Nací en Villarcayo el año 1949. Mis recuerdos de
Villarcayo de aquellos años entre 1949 y 1959 son muy vagos. Recuerdo con
cariño la casa, el huerto, el taller de mi tío Pedro y el almacén de materiales
de construcción de mi tío Félix; todo ello situado en la Plaza de Santa Marina,
número 5, frente a esa fuente que aún se conserva. Aquella casa (originalmente
con su planta baja y un piso se transformó en una casa de dos plantas). Allí
vivían mis abuelos maternos: Silvestre y Anselma, mi tía Margarita, mi tío Félix,
mi tío Pedro (luego casado con Paquita) y mis primos que fueron naciendo allí:
Elvira, Pedro, Begoña y Francisco Javier. Mi familia paterna: mi padre Gumer,
practicante, mis abuelos Víctor y Carmen, labradores, y mi tío Antonio vivían
en la calle Doctor Albiñana, también conocida como Carrigüela o Carreruela (aún
se conserva la casa, aunque bastante deteriorada). Aquella casa de la Plaza
Santa Marina, su huerta, el taller y el almacén fueron mi microcosmos: allí
crecí, jugué y aprendí. Mi infancia fue plena de felicidad gracias a mi padre,
tíos y abuelos: me sentí querido y protegido.
Indudablemente la iglesia de Santa Marina era un
lugar esencial: por su proximidad a mi casa materna, también las escuelas (hoy
convertidas en Biblioteca municipal), la Plaza Mayor con su Ayuntamiento, la
fuente de la Plaza Mayor, el templete de la música, el Soto y las Acacias, el
río Nela, el matadero, el frontón y los diferentes comercios en el pueblo: las
pastelerías de “las Remigias”, el estanco de Caya, la cafetería pastelería de Engracia,
el bar y pastelería del Toledo, el bar Arizona y su dueño Manolo, donde mi
padre solía ir; el bar Nela, el bar Miguillas, la fontanería de Valentín y
Laura junto a mi casa, el bar del Francés, la peluquería donde iba a cortarme
el pelo, los ultramarinos de Elifio, la Vajilla, la tienda de Abundio donde vi
una televisión -en blanco y negro- por primera vez (¡la serie “Rin Tin Tin”, de
1954 a 1959!), la frutería de Otero Merino, correos y telégrafos en lo alto del
Ayuntamiento, el cuartel de la Guardia Civil en la calle San Roque, las dos
gasolineras (la de Rivera, en la calle San Roque y la del “Gaso” en la curva de
la Plaza Mayor); y las casas de mis amigos donde iba a jugar: el piso de
Dieguito, con su alta galería (su padre Diego Manrique, era maestro y abogado, y
su madre Carmen), la casa de Adolfito -"Fito"-, hijo de Villalta; la casa de José
Luis Aguirre (hijo de María y Porfirio), la casa de Miguel Ángel (“Fonta”), la
imprenta de García, de mi amigo Carlos... ¡Ah!, y muy cerca de mi casa, la
taberna del Francés, donde se vendía vino a granel, la central telefónica con
las telefonistas (solteras y cotillas, hermanas de don José, el cura), la
tienda de Bautista, que firmaba sus escritos con el pseudonimo “Juan Bravo de
Castilla”, en la Hoja Dominical; el bar de Pita, la casa del cura a donde mi
abuela me mandaba a comprar las Bulas; la frutería de Otero Merino, “Sotero”, y
su mujer, la casa del ajero, la panadería de Pajaritos y el Callejón donde
resonaban nuestras voces infantiles en los juegos: “¡Tres navíos en el mar…
Otros tres en busca van!”.
Bar Arizona
Los amigos eran también parte importante de mi
microcosmos: José Miguel, “Miguillas”, Carlos (el de la imprenta García); su
hermano Miguel Ángel; Diego –“Fito” o Adolfito- que hacía de amigo protector
frente a otros niños más fuertes; José Luis Aguirre, al que admiraba por su
inteligencia; Benito o “Benitín” Iturriaga; “Colás” o Nicolás; Miguel Ángel,
“Fonta”; José Ignacio, hijo de Sotero; César Gutiérrez; Manuel Uriarte; Eduardo,
el del obrador de Íñigo; José Martín Uriarte; “Nisio”, etc. Aunque amigos de
juego, de ir a su casa, tan sólo Diego, José Miguel, José Luis, Adolfito o
Carlos. Nos unía la escuela a diario y los juegos tras las clases… Y, también,
el cambio de cromos, el intercambio de TBOs, la bici, el fútbol... De aquel
Villarcayo casi todas las personas de mi infancia han muerto, sobre todo de mis
dos familias, así como desapareció la casa donde nací, crecí y jugué, y donde
fui feliz. También la casa de Jarabo (Guinea), la de Isla, el frontón, el cine
Capitol, el matadero...
Este verano de 2023, durante mi estancia en
Villarcayo, que es como mi Ítaca a la cual regreso todos los veranos desde
1969, he hecho un ejercicio de recuperar recuerdos, nombres, lugares y
vivencias. Los he plasmado aquí pensando que les gustará conocerlos a aquellos
amigos de mi infancia y juventud (los que quedan) y tal vez también a otros
villarcayeses que no conocieron ese pasado y sus gentes.
Estos son los nombres de mis vecinos, los he
recuperado de los rincones de mi memoria y, en aquellos otros casos he
recurrido al Padrón Municipal que he consultado en el Archivo Municipal,
referido al 31 de diciembre de 1949. Era alcalde en aquel entonces don
Sigifredo Albajara y secretario del Ayuntamiento don Felipe de la Peña (enero
de 1950). Tenía entonces Villarcayo una población total de 1.714 habitantes
(785 hombres y 925 mujeres). Estos son los nombres de aquellos vecinos que
conocí y aún recuerdo con cariño. Y sirva como pequeño homenaje a todos ellos. Los
acompañaré con sus profesiones, pues daré así una visión de cómo era Villarcayo
en aquellos años cincuenta:
Trinidad Martínez; José Peña Monterrubio; Joaquín Gil
(farmacéuticos); Antonio Serna Cuvillas (cantero); Paulino Angulo;
Lucio Crespo; Dionisio, “Nisio”, S. Peña; Rafael Peña (chóferes y/o taxistas);
Ubaldo Arribas; Victoriano Gálvez (sastres); Segundo Presa; Agustín
López; Juan Baranda Bustamante; Julio Andino Pérez; Manuel Villanueva;
Silvestre Vadillo; Íñigo Ruiz Cuesta; Antoliano Sainz García; Felipe Peña Báscones; Abundio Ruiz; Jesús
Uriarte Rubio; Avelino A. de Porres; Víctor Peña Báscones (industriales);
Eliseo Sainz Martínez; Caya Martínez Ruiz; Elifio Martínez; Benito Iturriaga (comercio);
Moisés, “Ches”, García Ruiz (impresor); Marcos Sainz; Severiano
Villanueva; Emilio Villanueva; (veterinarios); Victoriano Ruiz Pascual;
Isidoro Ortiz Fernández; José Luis Martínez Rivera; José Pastor Bragado (médicos);
Evangelina Pastor; Gumersindo San Martín (practicantes); Hilaria Pereda;
José García Hermosilla; Serafín Sáinz; Isaac Santamaría; Alfonso López (peluqueros/as);
Remedios Sainz; Mari Carmen González; Felisa Miguel Villa; Hilario Araguzo;
Manuela Cuesta; Juan Villodas Alonso; Consuelo Uriarte (maestros/as); Pedro
Silleras; Felisa Alberdi (profesor/a); Fernando Rojo (torero);
Teodoro Pereda; Agustín Olaortúa; (odontólogos); Facundo Ruiz; Epifanio
Sobrado (cartero); Antonio Cuevas (procurador); Félix Ruiz Cámara
(notario); Marcos González (herrero); Eugenio Galaz; Florencio
Rojo; Basilio Rojo; Pedro Rubio Serna (panaderos); Jesús Peña Lázaro;
Manuel Martínez Vaquero; Evaristo Pérez Marcos; Eugenio Tobar; Celedonio
Brizuela; Timoteo Alonso (guardias civiles); Valentín Fernández;
Santiago Pereda; Luis Pérez Fernández; Braulio Rodiño (zapateros);
Jacinto Calvo Casado (párroco); Pedro Vadillo; Porfirio Aguirre; Manuel
Uriarte Rubio (mecánicos); José Araujo (director de música);
Liborio González (carpintero); Mario Dean Guelbenzu (juez de primera
instancia); y Bautista López de Castro (matarife).
He de señalar que, aunque no he recogido nombres de
labradores, como lo eran mis abuelos paternos, el número de personas
dedicados a esta actividad era muy alto; también lo era el número de ferroviarios
empleados en la estación y talleres de Horna. Los presentes están siendo una mínima
muestra de algunos de los nombres de vecinos que recuerdo, y que conocí en mi
infancia, que vivieron en Villarcayo en aquellos años cincuenta y sesenta.
Debo hacer mención a otros que formaron parte de mi
infancia por vivir cerca de la plaza Santa Marina o en la calle Carrigüela. En la
plaza de Santa Marina recuerdo a la familia del bar el Francés, a Fico Varona y
su mujer Sina; Sotero Merino (frutero); Valentín (fontanero), a su mujer Laura
y a Miguel Ángel, de mi edad; a la laboriosa María, costurera, madre de mi
amigo José Luis Aguirre; al cura don José y sus hermanas las telefonistas; a mi
amigo Adolfo, “Fito”, Villalta y sus hermanas que “cogían los puntos de las
medias”; a Bautista, con su tienda de telas e hilos, que firmaba sus artículos
con el seudónimo de “Juan Bravo de Castilla” y colaboraba en el coro
parroquial, en Cáritas y en la Hoja Dominical y que durante muchos años fue
fuente de información local (matrimonios, nacimientos y defunciones en
Villarcayo); don Jacinto (cura), los vecinos el ajero y Nisio, así como al
guarnicionero (cuyo nombre he olvidado, pero recuerdo su habilidad trabajando
el cuero); a Braulio, el zapatero, a Pita y su bar, a la cafetería de la señora
Engracia y sus ricos pasteles; a Caya y su tienda, a las Remigias, con su
confitería (allí compraba yo las chocolatinas de Nestlé, con sus cromos para el
álbum “Las Maravillas del Universo”, que aún conservo, y el regaliz, que era
casi una droga para mí; la panadería de Pajaritos con unas roscas que eran
deliciosas; la casa de mi vecino José Andino, que envasaba gaseosas, algunas de
las cuales explotaban y ya estaba acostumbrado a esa pequeña explosión… ¡a sus
hijos Margarita, Remi y Felisín!..
En la calle doctor Albiñana, Carreruela o
Carrigüela, las familias de Ches y Merche; Luis María García, seis años mayor
que yo, y su hermana Mari Paz, de mi edad; Marcos, el herrero; Íñigo Cuesta, su
esposa Paulina, y sus hijas Olga y Camila, atendiendo el bar Toledo -los
mejores pasteles que jamás he probado-; las familias Santamaría, Castell,
Baranda, Ureta, Gutiérrez Fernández, López Galán y López Sainz.
Anacleto Varona (El francés)
y su esposa.
Recuerdo personas, para mí, míticas: Aurelio
(guarda municipal) llamado “Cachabillas”; Santos, pregonero, y antes su padre Eloy,
también enterrador (recuerdo el sonido de la trompeta y aquel soniquete del
pregón: “De orden del señor alcalde se hace saber que...”); Macario, que
con un caballo y un carro traía y llevaba bultos de la estación de Horna a los
comercios; recuerdo aquel enigmático personaje del que los niños habíamos oído
todo tipo de historias: la Petrona (le decíamos); Íñigo Cuesta, al que alguna
vez vi bañarse en el Nela en pleno invierno; la Chatilla, excelente cocinera en
el hotel la Rubia; Peche, que ganó un concurso de feos (así me lo contaron); el
Gaso, que tenía la gasolinera de la plaza y un carrito con chucherías; el
mítico matrimonio de Roque y Marina (los niños les llamábamos “Doque” y
“Madina” imitando su habla gangosa) que se ponían en una esquina de la plaza,
frente al Ayuntamiento, y recuerdo que Roque era muy hábil jugando a la tuta; y
ahora que nombro el juego de la tuta, debo mencionar al Tuto y su boina (su
mujer la Tuta, claro). Al Tuto le recuerdo las noches de verano, en una
esquina, cerca de la iglesia, con “el bote”. Decía: “¿Alguna puesta más?
Venga, que levanto”. Movía el dado dentro de un bote de hojalata y le daba
la vuelta. La gente apostaba a cualquiera de los seis números sobre un tablero
rudimentario. Cuando descubría el número del dado, si le tocaba pagar, a veces
exclamaba: “¿Me cago en la leche, me habéis metido una cagarruta!”. Esto
es, que dentro de un billete de cien pesetas podía ir otro de mil y tenía que
quintuplicar el pago. A veces llegaba la Guardia Civil y detenían al Tuto, porque
aquel juego era ilegal, y se llevaban al Tuto y “el templete”, pero en la
próxima fiesta volvíamos a ver al Tuto y su inseparable boina negra. El bote
era toda una sana emoción. Pasados los años llevó el bote mi amigo Javi, hijo
de Serafín, junto con otro socio. Mientras la gente hacía sus apuestas y esperaba
a que Javi levantara el bote, repartían almendras garrapiñadas entre los
espectadores. ¡Cómo me gustaría volver a revivir aquella emoción de jugar al
bote en una noche de verano!
Si se me olvidan nombres pido disculpas a sus
familiares y a los amables lectores.