Que no te asusten ni la letra ni el sendero de palabras pues, amigo, para la sed de saber, largo trago.
Retorna tanto como quieras que aquí me tendrás manando recuerdos.


domingo, 24 de junio de 2018

El carbón del pobre de Herbosa



¿A qué nos estamos refiriendo con lo de carbón del pobre? Pues a la turba que se encuentra en… las turberas. Con esto, evidentemente, no aclaro nada por lo cual empezaremos por explicar conceptos. Identificaremos una turbera se caracteriza por asentarse sobre una zona poco permeable; está encharcada de forma permanente; tiene una elevada acidez; y, finalmente, escasez de nutrientes. Todo esto provoca una lenta descomposición de la materia orgánica por lo que esta materia, la turba, se acumula de forma continua a lo largo del tiempo. El agua desaparece de la vista y abunda el musgo del género Sphagnum que no necesitan muchos nutrientes para su desarrollo.


La mayor Parte de las turberas tienen menos de 12.000 años. Tenemos “Turberas altas” con agua de lluvia y “turberas bajas” cuyo agua está en el terreno por cercanía a una fuente, manantial o aguas subterráneas. Pero bueno, la clasificación es abierta. Las turberas presentan un perfil abombado. Además, la superficie nunca es homogénea lo que ayuda a las especies animales y vegetales que allí habitan: plantas carnívoras, musgos especiales o lagartijas únicas.

Hemos dicho que las capas inferiores se van convirtiendo en carbón de mala calidad, pero combustible, a un ritmo de crecimiento que se calcula de entre medio y diez centímetros cada cien años. Según climatologías. En España poquito. Y, esto, es lo que ocurrió en la Turbera Margarita de Herbosa y Arnedo y en otras próximas de San Vicente de Villamezán (Valle de Valdebezana).

Marcelino López con su carro de turba (Cortesía de Arija)

Un lugareño contaba a Elías Rubio Marcos que la usábamos para quemar también, y esto es muy bueno para prender a lo primero, porque como es así como blanda (hueco) pues penetra mejor el aire y el fuego. Para encender hay que poner unos palucos, como estos que tengo yo aquí. Sí, sí, claro que da humo, más que la leña. La chapa de la cocina se ponía roja, ¡hervía la paila...!, el depósito que tenía para el agua caliente, hervía”.

Pero la cosa no es tan sencilla como llegar, sacar unas paladas para la cena y volver a casita. Es un proceso lento y difícil. Entre Julio y septiembre se extraían los trozos empapados del suelo de la turbera. Se preparaban del tamaño de un ladrillo –o en forma de barras, al gusto- y se apilaban en la turbera para que el aire y el calor los secase. Lo solían hacer por la mañana antes de las tareas del campo. De hecho, los días de mal tiempo los dedicaban a la extracción de turba. Como en los bosques comunales, aquí también había repartos y cada vecino disponía de su zona. En unos treinta días estaba listo el producto final: casi sin agua, había perdido peso y era más consistente. Cuanto más seco estaba más calor producía. Era el momento de trasladarlo a casa, a un lugar poco húmedo. Una casa normal gastaba hasta un carro entero de turba al mes durante unos diez meses al año.

Turbera "Margarita" hacia 1970

Pero no solo de turba vivía el hombre. Se necesitaban los “tarrones” (son la corteza exterior que se quitaba para acceder a la turba) que se usaban para encender. Prendían mejor que la turba ya que tenían mucho musgo seco y raíces de brezo.

En esta zona existió una hermandad de pueblos para la gestión y reparto de la turba. Era la “Hermandad de la Ribera” que debió nacer en tiempos de la reina Isabel I de Castilla y que aparece en el Catastro del Marqués de la Ensenada. Abarcaba más tierra de la que ahora vemos porque bajo el pantano, en la llanura de la Vilga, había turberas. Eran diez pueblos. De la provincia de Burgos estaban Arija, San Vicente, Herbosa (donde estaba la sede) Arnedo, Villamediana, San Román, Quintanilla San Román, Bezana, Montoto, Virtus y Cilleruelo de Bezana. Se juntaban el vocal de cada pueblo, presidente y secretario.

Desapercibido cartel de acceso a la turbera.

Al igual que el resto de zonas húmedas, las turberas han sido consideradas como áreas insanas, foco de mosquitos y enfermedades, lugares inhóspitos e improductivos que era necesario sanear mediante drenajes y posteriores roturaciones en bien de la sociedad. Se la aguantaba por su finalidad económica pero, irónicamente, la sobreexplotación de las turberas como fuente de combustible económico o como producto de mejora de sustratos para la horticultura y viveros han contribuido a su desaparición. También la extracción de aguas subterráneas para el riego en la agricultura provoca la desecación de estos humedales y, otrosí, la turba se prende con frecuencia. El inicio del interés por las turberas puede datarse en 1844 a partir del biólogo Léo Lesquereux.

Turbera Margarita (03/06/2018)

Las turberas poseen múltiples valores. Entre ellos destacamos los biológicos, los científicos, los educativos, los arqueológicos y los productivos. Pero una vez degradada una turbera, por desecación y eliminación de sus porciones más superficiales, el medio se ve rápidamente cubierto de brezo. Para volver a un sistema acumulador de turba es necesaria ante todo la intervención humana para restablecer el balance hídrico inicial.

Si nos remontamos al diccionario de Madoz nos sorprende que en Herbosa no se diga nada sobre la turba. O, al menos, no se especifica. Lo cual es curioso dada la utilidad del producto que va desde la agricultura a la industria. La producción de turbas nacionales se duplicó en ocho años, pasando de unas 26 Tm en 1975, a 51 Tm en 1982. En el mismo período se cuadruplicaron las importaciones, desde 4.732 hasta 20.843 Tm. Quizá una causa fuese el aumento del consumo de whisky nacional dado que esta turba se llevaba a las destilerías DYC de Segovia.

Cortesía de Memorias de Burgos

Nuestra turbera “Margarita” no tenía ni nombre. Antes de su recuperación como humedal sólo era conocida con el genérico nombre de la turbera. Dada su cercanía a Herbosa y Arnedo sirvió como carbonera y fuente de abono hasta casi 1970. Ocupa una extensión de unas 60 Ha, al Suroeste de Herbosa, en el camino de Santa Gadea. Su espesor varía entre 0,20 y 2 metros, que supone unas 50.000 Tm de turba. Existen más turberas en la zona: en la Estación de Soncillo, al Noroeste, y las del Camino de Celada y Rojas, al Suroeste de Herbosa.

Zona de actividad

La turbera de Herbosa se encuentra en el fondo de la vaguada que ha sido colmatada y allanada por los vertidos procedentes de las colinas cercanas, a base de arenas silíceas y por aluviones más arcillosos del arroyo Nava. Teniendo en cuenta los ritmos de frecuencia y los espesores de la turba, las más profundas se pueden datar en 4.500 años. Y sería una turbera de transición. Se destaca la presencia de la especie de brezo típica de la turbera, Erica tetralix, que es el mejor brezo adaptado a los suelos ácidos y húmedos en exceso. También se encuentra otro brezo, Erica cinerea, instalado en los lugares más altos.

En los años recientes se ha puesto el objetivo en la recuperación de zonas degradadas con la idea de que los ecosistemas vuelvan a su estado natural. Por ejemplo, la Junta de castilla y León y la Fundación Caja de Burgos iniciaron en 2002 trabajos encaminados a devolver a su estado inicial la explotada turbera Margarita. Se destinaron a ello 120.000 euros. Taponaron los drenajes con barreras prefabricadas de hormigón ocultas bajo el sustrato para conseguir el encharcamiento generador de turba; desescombrar los restos de la explotación minera; Se favoreció la reentrada de organismos y se acotó la entrada de ganado. Se buscaba, también, el desarrollo de actividades de educación ambiental destinadas a colegios.


La laguna principal, ocupa 15.000 metros cuadrados y su profundidad máxima es de 2 metros. Además, se ha conseguido que se formen dos lagunas de carácter temporal, que ocupan entre los 1.500 y 2.200 metros cuadrados, y cuya capacidad dependerá de la pluviometría, lo que habíamos ya definido como turberas altas.

La Turbera Margarita fue una experiencia piloto de recuperación de estas zonas degradadas en Europa y en donde su riqueza se encuentra en la presencia de musgos y plantas carnívoras que sólo se dan en estos entornos. La actuación en la Margarita sirvió al Aula de Medio Ambiente de Caja Burgos para desarrollar un plan experimental de Educación Ambiental específico de turberas y que ejecutó durante 9 años.


Y, a todo esto, ¿Por qué se llama Margarita? Lo descubrió Elías Rubio Marcos al preguntar a un lugareño, José Díaz, sobre el tema:

“G. del V., ése es el que denunció la turbera a su nombre, porque el pueblo no hacía caso. Y ése es el que bautizó a las turberas, Margarita y Elena, porque anduvo con una chica de San Vicente que se llamaba Margarita. Eso lo he sabido de hace poco. Y ayer lo hemos comentado, cuando ha venido por ahí un biólogo, [que] ha estado ahí por el asunto de la alambrada, buscando bichos y haciendo fotos”.



Bibliografía:

“Las turberas en Castilla y León, unos ecosistemas singulares a conservar”. Por Carmen Allué y José María García-López.
“Condiciones de formación y características del histosol de Herbosa (Burgos)” E. Guerrero, M. A. Manso y A. Polo
“La ecología de la reconciliación como marco conceptual para la educación y otras herramientas de sensibilización ambiental”. Miguel A. Pinto Cebrián.
Periódico “El Correo de Burgos”.
Europa Press
Página Web “Castilla Vetula”.
Página Web “Arija”.
“Memorias de Burgos. Entre la tierra y la voz” Elías Rubio Marcos.
Periódico “Diario de Burgos”.
“Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España” por Pascual Madoz.
Fototeca digital de España.

Para saber más:



domingo, 17 de junio de 2018

Otro olvidado: Dionisio Fernández Palma Hidalgo, el biblio…¿qué?



Nuestro protagonista del día nació en Medina de Pomar (Las Merindades, Burgos) el día 8 de octubre de 1809. Era hijo de Valentín Fernández Hidalgo y de Zoa de Palma. Eran tiempos de la guerra de independencia contra Napoleón, José I y los afrancesados. Por ello, su padre se trasladó de Las Merindades a Burgos al ser partidario del rey José I. Trabajó para ese gobierno en las administraciones de rentas de Lerma y Sasamón.

Con el fin de la guerra retornó la familia a Medina. Dionisio empezó su formación: estudió gramática latina en Barruelo; luego en Espinosa de los Monteros; y, por último, en Medina de Pomar. Aquí tuvo pagado por el ayuntamiento, un profesor de latinidad. Desde niño fue un lector compulsivo devorando la biblioteca paterna e, incluso, los protocolos de la escribanía que desempeñaba.

Medina de Pomar (1994)

En octubre de 1825 se matricula para estudiar filosofía en el seminario conciliar de Burgos. Sacó buenas notas los dos primeros años pero notó la hostilidad de aquellos que seguirían la carrera eclesiástica, y la de los catedráticos, para los que no vivían de acuerdo a esos objetivos. Fastidiaba la afición del señor Hidalgo de tocar la guitarra, asistir alguna vez al teatro y frecuentar tertulias y cafés. Chocó con el posteriormente carlista y obispo de Mondoñedo Sr. Borricón que era el rector del seminario. Usemos las propias palabras de Dionisio:

“Avisado por sus espías de que una media docena de estudiantes, yo uno de ellos, nos reuníamos a bailar y divertirnos con juegos propios de la edad juvenil, se presentó una noche en nuestra casa, rodeado de todo el imponente aparato de bedeles y criados, y después de habernos increpado de la manera más dura y despiadada y tomar nota de nuestros nombres, nos citó a la rectoral para el día siguiente a fin de llenarnos de improperios. Yo no sé lo que sucedería en el ánimo de mis compañeros, de mí sé decir que me causó una dolorosa impresión, que me duró mucho tiempo, porque examinando mí conciencia no veía que aquella falla, sí tal puede llamarse, mereciera tan severo castigo”.

En 1827 marcha a Valladolid a estudiar derecho. Dejó constancia de la razón de su estudio: (que)…siendo abogado, decía mi padre, supiera defender por mí mismo los bienes que como hijo único debía heredar a su fallecimiento”. Tuvo como catedráticos a Lorenzo Arrazola, Gobantes, Hervas y Cabeza de Vaca. En 1832 recibió el grado de bachiller en leyes.


Pero ya en esos tiempos era un bibliófilo impenitente e invertía en libros y suscriciones cuánto dinero reunía. Lugar de destino de este era la vallisoletana librería de Clemente Rodríguez y Julián Pastor. Seguía, a su vez, cursando los últimos años de derecho obteniendo el título en la audiencia de Madrid donde tenía ya su residencia y donde vivía con su madre viuda. Era 1836, tiempos de guerra carlista.

Dada la situación y su ideología llevaba tiempo inscrito como voluntario urbano en una de las dos compañías, que armadas y uniformadas, habían sido creadas en Valladolid el 27 de abril de 1834. Cuando se mudó a Madrid se incorporó voluntariamente en la compañía de granaderos del cuarto batallón de nacionales, y en ella continuó hasta la desmovilización de la unidad.

Este joven abogado de la hornada de 1836 descubrió que el derecho no era lo suyo. Arregló siete pleitos heredados de su padre y pasó de las Leyes. Lo suyo eran los libros. Pero no había una carrera de bibliografía, ni maestros que la enseñaran, ni apenas libros sobre el tema. Además, no era librero ni de familia de libreros, ni estaba en situación de empezar como dependiente de una librería o como bibliotecario.


Se unió a un amigo, que estudiaba ingeniería, para comprar las bibliotecas particulares que se pusieran a la venta y se anunciaron en el “Diario de Avisos”. Al poco compraron por ocho mil reales la biblioteca del conde de Salazar que habían heredado unos sobrinos suyos poco aficionados al tema. Dionisio se inició así en los rudimentos de la bibliografía y llegó a aprenderse de memoria todos los títulos de la biblioteca.

El final de su relación con Medina de Pomar se retrotrae a mayo de 1839 cuando vende todos los bienes que poseía en Las Merindades. Le recordaban las persecuciones que su padre había sufrido allí tanto por liberal como por deseos de robarle su hacienda. Él no quiso ser víctima de aquellos caciquillos rurales, buitres carnívoros, cuya sed de riquezas no tenía límites, y vendió todo.

A finales del verano de 1839 se traslada a Santander para partir a París y Bruselas madurando la idea de abrir una librería extranjera y española en Madrid. Se relacionó con los principales editores de aquellas capitales, hizo algunas compras y fue informado de una oportunidad: la antigua librería extranjera de Denné, que estaba situada en la calle de Jardines, en Madrid, estaba en venta. A su regreso a principios de 1840 la compró.

Medina de Pomar (2012)

E, inmediatamente la trasladó a Montera, 12 principal, y anunciarla como “Denné, Hidalgo y compañía” para indicar la procedencia y darle aires de grandeza. El fondo bibliográfico del negocio fue aumentado con las posesiones de Dionisio y con las compras realizadas en su viaje al extranjero.

Como complemento editó desde agosto de 1840, cubriendo una evidente necesidad, de enlazar al editor, al impresor, al distribuidor y al librero, el “Boletín Bibliográfico Español y Extranjero”. Un periódico de todo lo que se publicaba en España, quincenal, que registraba el movimiento de la industria editora y daba cuenta del repertorio de libros. Que, como el relata en sus memorias, tuvo mala acogida por el gremio de libreros que lo veían como enemigo pero que aguantó desde agosto de 1840 hasta 1851. Esta publicación ha permitido a cualquier estudiosos del Romanticismo y el siglo XIX obtener información de primera mano sobre las obras impresas en España (principalmente en Madrid) a lo largo de los años centrales del siglo (entre 1840 y 1868), además de otros textos impresos también recogidos en sus páginas; motivo suficiente para otorgar un puesto de honor a Dionisio Hidalgo entre los grandes conservadores y difusores de la cultura en España.

Fue, además, el introductor de este tipo de publicaciones bibliográficas corrientes en España, continuadas, tras la desaparición del Boletín, por otros libreros madrileños; como Manuel Murillo y su Boletín de la Librería, publicado mensualmente entre 1873 y 1909, o el Boletín de la librería de Bernardo Rico, que, iniciado en 1889, mantuvo su regularidad hasta la segunda década del siglo XX.

El 11 de diciembre de 1840 contrae Dionisio matrimonio con Manuela García, natural de Poza de la Sal. Era la hija del contador de las salinas de aquella villa, José García Fernández y de Faustina de Oca y Meló. Tuvieron cinco hijos.

Boletín de loterías y toros.

Su éxito como librero le llevó a ser editor. En enero de 1843, Hidalgo, Francisco de Paula Mellado y Flaviano Laverne fundan “La Unión Literaria” con la colaboración de reconocidos literatos como Ventura de la Vega, Bretón de los Herreros, Hartzenbusch o Gil de Zárate. Pretendían reeditar los clásicos españoles, estimular a los jóvenes autores a publicar, difundir la principal producción europea e introducir nuevos métodos para la edición, distribución y venta de libros. Por ello, Dionisio viajó a Paris en el verano de 1843. Compró una imprenta que instaló en la plazuela de San Martín y después, en 1844, en el 44 de la calle de la Flor Baja.

Fue un mal negocio, quizá por sus asociados. Dionisio optó en 1844 por vender. La imprenta a los señores González y Vicente, la librería a Bonat y Jaymebon que habían venido de Bayona para establecerse aquí y el Boletín al impresor Ignacio Boix en 1846. Aunque, en este último caso, continuó siendo responsable y redactor exclusivo de esta. La publicación, en 1850, en su tomo undécimo, inicia una nueva serie y cambia su nombre al de “Boletín bibliográfico español” por su decisión de no publicar a partir de ese momento “sino obras españolas, con el objeto de ir formando poco a poco una Bibliografía nacional antigua, media y moderna, que llene el gran vacío que se observa en esta parte de nuestra literatura”.

En 1845 abrió un gabinete de lectura -antecedentes privados de las actuales bibliotecas públicas-, al que denominó “Salón literario”, en el que llegó a ofrecer un total de 20.000 volúmenes que podían llevarse para su lectura en casa, bajo suscripción de 10 reales al mes, para lo cual imprimió un catálogo de Obras de recreo y otro de Obras científicas. Evidentemente, se fue al traste con los negocios arriba señalados.


Estos reveses le deprimieron pero para 1847, todavía al frente del boletín, estaba de nuevo en la brecha. Era la época de las sociedades anónimas, y un comercio tan importante como el de libros no podía menos de tener en ellas su representación. Se formaron dos: la Ilustración y la Publicidad (constituida a finales de 1846). En esta última había intelectuales y dinero como el del impresor Manuel Rivadeneyra quien viajó a diferentes ciudades europeas para establecer relaciones comerciales y comprar maquinaria adecuada. Con un capital social inicial de cuarenta millones de reales, entre los miembros de la primera Junta de Gobierno de esta empresa figuran nombres como los de Juan Donoso Cortés, Bravo Murillo, Hartzenbusch, Fermín Caballero, Aribau o el propio Rivadeneyra; y la dirección de la misma fue asumida por tres de sus fundadores: Joaquín Francisco Pacheco, Antonio Jordá y José Morales Santisteban. La imprenta estuvo en el número 6 de la calle Jesús del Valle. Dionisio estará al frente de la vertiente bibliográfica. Esta sociedad abrió también una librería en la calle de Correos, nº 2. Dionisio ya estaba barruntando escribir una obra sobre la bibliografía española. En 1851 cierra la Publicidad por diferencias en la gestión interna de la sociedad y con un mal recuerdo para nuestro personaje. Recuerdos algo turbios porque la disolución no fue tan rápida como lo cuenta Hidalgo, pues en octubre de 1853 aún se hallaba la sociedad en proceso de liquidación.

Su siguiente idea fue establecer una librería española en París que sirviese de centro al comercio entre España y América, y al mismo tiempo, como casa de comisión, para importar a la península material de imprenta y librería. En noviembre de 1852, después de convenirse con los principales editores españoles, se traslada con toda su familia a París. Antes de fin de año se abrió al público la Librería universal española, en la calle Paveé Saint-André, 3.

Añadió a todo esta inclusión en el mundo cultural francés la publicación de “EL Comercio. Periódico mensual de la Librería Universal Española”, que solo duró desde enero a setiembre de 1853. Hidalgo promueve la venta de los derechos de autores españoles como el célebre poeta Zorrilla, quien le nombra comisionado de sus obras para el mercado internacional. Por intermediación del poeta se asoció con dos exiliados carlistas que se negaron a cualquier documento mercantil con el medinés y que terminaron estafándole lo que derivó en la ruina de la inversión del librero y su retorno a Madrid. Va de suyo que la relación de Hidalgo con Zorrilla se deterioró bastante. O mucho. Y no solo por este incidente. El poeta se quejaba por la venta que hizo el librero a algunos editores de Sudamérica, contraviniendo sus órdenes expresas, de un indeterminado número de ejemplares de su recién publicado poema oriental “Granada”, de los que no se recogieron más beneficios que la prima inicial enviada por aquellos.

En el verano de 1854 traslada su residencia a Villafranca Montes de Oca, cerca de Burgos, y en cuyo pueblo poseía varias fincas de la herencia de su mujer. Allí permaneció cinco meses entregado al cuidado y educación de sus hijos. En noviembre retornará a cuidar a su madre en Madrid.

Cortesía de Editorial buen camino

De nuevo en la villa y corte sus contactos familiares le acercaron a que fue ministro de Fomento, Francisco Luxan, y pudo ocupar una plaza en la secretaría de ese ministerio. Esta calma y su vida retirada en una casita con jardín en el número 10 del paseo del Obelisco en Chamberí (hoy Paseo del General Martínez Campos), le permitieron recuperar el ánimo y, con la ayuda de Cárlos Bailly-Baillière reanudó su trabajo. Desde enero de 1857 se publicaba “El bibliógrafo”. Es entonces cuando publicará todo lo editado desde la suspensión del “Boletín” y las posteriores a enero de 1857. La relación entre ambos terminó al final de 1859. Desde 1860 Dionisio editará en solitario el “Boletín bibliográfico español” que llegará a 1868. Un tomo por año.

Francisco Luxan (www.Senado.es)

Sin dejar de trabajar en la pasión que siempre lo había acompañado, corrigió y aumentó la segunda edición de “Tipografía española o Historia de la introducción, propagación y progresos del arte de la imprenta en España”, publicada en 1861 y obra de referencia entre los estudiosos del tema, original de Francisco Méndez. Y, tras haber puesto en orden los inmensos materiales que había reunido durante más de veinte años viendo libros y tomando notas de ellos, dio inicio en 1862 a la publicación del segundo y último gran proyecto bibliográfico de su vida, complemento y apoyo del Boletín: el “Diccionario general de bibliografía española”. Obra de la que solo pudo ver publicado el primer tomo (1862) de los siete volúmenes que llegaría a tener hasta 1881, habiéndose hecho cargo del proyecto su hijo Manuel Fernández Hidalgo tras la muerte del progenitor en septiembre de 1866. Su primer volumen está encabezado por las páginas preliminares “Mi biografía”.

Poco antes había traducido del francés y ampliado la obra de Leopold Auguste Constantin, publicada en Madrid en 1865 con el título de “Biblioteconomía, o Nuevo manual completo para el arreglo, la conservación y la administración de las bibliotecas”. Esta obra era un verdadero manual para el uso de los profesionales de la biblioteconomía. Ya en 1866, el mismo año de su fallecimiento, figuraba entre los colaboradores de la revista mensual madrileña “La Tipografía”, dedicada al mundo de la imprenta y todo lo relacionado con el proceso de fabricación de textos impresos.

La muerte lo alcanzó en plena actividad, mientras trabajaba en una segunda edición, corregida y aumentada, del “Ensayo de una biblioteca española de los mejores escritores del reinado de Carlos III de Sempere y Guarinos” que no llegó nunca a ver la luz.


Dionisio Hidalgo sin más ayuda que su pasión y su esfuerzo personal, llevó a cabo una tarea en la que se aunaban tanto el interés erudito como el comercial. Invirtió su vida en la inabarcable tarea de divulgar las novedades impresas aparecidas en España y, cuando le fue posible, en el extranjero. Siempre se sintió y se supo bibliógrafo; y llevó a gala este papel, convencido de haber prestado, como hizo, a sus conciudadanos y a su país, un inestimable servicio.

Hidalgo fue el más importante bibliógrafo del Romanticismo español y de todo el siglo XIX, referencia ineludible hoy para cualquier estudioso del período. Él optó por la vía de la divulgación de textos, aportando únicamente en sus obras bibliográficas los datos formales que los identificaban: “El bibliógrafo da a conocer los escritos que han visto la luz pública, buenos o malos; el crítico los analiza y juzga”. Esta nueva mentalidad, que despojaba a la bibliografía del aparato erudito que la había acompañado durante siglos y desechaba de las obras información ahora asumida por otras disciplinas, como la historiografía literaria, tardó en ser aceptada por el mundo más académico y culturalista, que entendía tal sobriedad informativa como una merma desde el punto de vista intelectual. Esto explicaría la falta de reconocimiento a Dionisio Hidalgo.

La Biblioteca Nacional no lo reconoció cuando optó al premio convocado por esta en 1859, al rechazar el jurado la obra presentada a concurso por Hidalgo: un Diccionario bibliográfico español del siglo XIX del que se da noticia en el periódico “La discusión” del 10 de enero de 1860, anunciando su probable publicación, y que parece ser el primer esbozo de lo que con el tiempo se convertirá en su póstumo y definitivo “Diccionario general de bibliografía española”. Pero esta parte de la biografía hay que ponerla en entredicho. Resulta confusa la información sobre este Diccionario bibliográfico que Fernández Sánchez afirma fue presentado al concurso de la Biblioteca Nacional en 1859 por Hidalgo. Si en la prensa parece confirmarse esta noticia, al publicarse a comienzos de 1860 la existencia de un Diccionario bibliográfico español del siglo XIX escrito por este, listo para ser publicado, en otro momento afirma Fernández Sánchez la existencia de un Diccionario bibliográfico del siglo XIX que fue presentado por el bibliotecario y estudioso Manuel Ovilo y Otero al premio correspondiente al año 1860; obra que le fue devuelta al escritor y se conserva hoy inédita en la Biblioteca Nacional, de la que el autor hizo un extracto que publicó en París con el título de Manual de biografía y de bibliografía de los escritores españoles del siglo XIX. ¿Es posible que Hidalgo y Ovilo y Otero hubieran escrito y presentado, casi al mismo tiempo, dos obras con títulos tan semejantes? ¿O acaso el periódico La Discusión atribuyó erróneamente la obra a Hidalgo? Dionisio no lo comenta en su llamada biografía.

Biblioteca nacional (Cortesía de Nuevo Madrid 2011)

En 1856 se crea la Escuela Superior de Diplomática de Madrid, destinada a la formación de archiveros, anticuarios y bibliotecarios, y, ocho años después, una cátedra específica de Bibliografía. Ello significaba la aceptación oficial y académica de una materia que incluía, entre otros, conocimientos ligados a la historia de la imprenta y a la bibliografía teórica y práctica. Aquellos que Dionisio Hidalgo llevaba cultivando desde hacía más de veinte.

La obra de Dionisio Hidalgo impresiona hoy por su volumen y amplitud. El Boletín bibliográfico y el Diccionario no tienen parangón en la historia de la bibliografía española. Solo el mucho más conocido y utilizado “Manual del librero hispano-americano” (1923-1927) de Antonio Palau y Dulcet (1867-1954), completado por su hijo Palau Claveras, puede equipararse a la magnitud de una obra de aquella envergadura.

Reseña en "el Papa-moscas".

Bibliografía:

“Dionisio Hidalgo (1809-1866) y los orígenes de la bibliografía española moderna” José Luis González Subías.
“Tipografía española o Historia de la introducción, propagación y progresos del arte de la imprenta en España”. Fray Francisco Méndez. Edición corregida por Dionisio Hidalgo.
Periódico “El papa-moscas”.
Periódico “Correo de la Mañana”.
“Semblanza de DIONISIO HIDALGO” por Pura Fernández.
“Autobiografía del librero-impresor don Dionisio Hidalgo”.
Revista “La Tipografía”.
Periódico “La época”.
Boletín de loterías y de toros.



domingo, 10 de junio de 2018

Estamos abatanados.



“Apartados en mitad de la noche y acuciados por la sed, caballero y escudero deciden buscar agua en los alrededores. Apenas se habían alejado un trecho y a tientas por entre el cerrado bosque, oyeron el estruendo de una corriente de agua despeñándose no lejos de allí. Se alegraron con la esperanza de, al fin, poder calmar la sed que los atormentaba, pero enseguida se detuvieron espantados por otro ruido aún mayor de un golpear rítmico de maderas y hierros.

Don Quijote decide subir sobre Rocinante y disponerse a hacer frente a aquella terrible aventura que se le ofrecía. Sancho, amedrentado, le ruega a su señor entre lágrimas que espere, a lo menos, la madrugada. Insiste don Quijote en que le apriete las cinchas a Rocinante y que se quede a esperar allí mismo, con la promesa del salario que a su favor había dejado en su testamento en el caso de que no volviera vivo, y pidiéndole, en tal caso, que fuera Sancho hasta el Toboso a dar cuenta de todo lo ocurrido a Dulcinea”.


Este es el inicio de la aventura de los batanes de “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha” de Miguel de Cervantes Saavedra. Un libro que les recomiendo encarecidamente. En estos párrafos encontramos las características principales de un batán: corriente de agua, maderos, hierros y ruido.

Lo que no nos dice, porque era conocido por todos sus contemporáneos, era la finalidad de ese ingenio: servía para golpear mecánicamente los paños de lana a fin de desengrasarlos y conseguir de ellos un tejido más compacto. Antes eran trabajados manualmente: a pisotones. Ya lo hacían los romanos. El cambio al abatanado mecánico (siglos XII y XIII) fue progresivo pero es cierto que Alfonso X se ocupa en las Siete Partidas otorgando a los batanes el mismo tratamiento que a los ingenios molineros.

Entre los siglos XIV y XVI la extensa profusión de batanes y "molinos traperos" contribuirá al desarrollo de la importante, aunque dispersa, industria pañera castellana cuyo foco principal fue Segovia. Complementariamente, se instalaron en talleres y casas particulares telares para tejer los paños que luego se abatanaban aprovechando la energía de los ríos y arroyos.


Las Merindades formaron parte de este desarrollo industrial. Piensen que estaban entre los puertos del Cantábrico y el foco productivo que era Burgos durante los siglos XIV, XV y XVI. Encontramos batanes en lugares como la ciudad de Frías o la Jurisdicción de San Zadornil. En la segunda mitad del siglo XV consta un conflicto por la construcción de molinos y batanes privados en el lugar de Cueva, en Sotoscueva.

En algunos casos vemos que los batanes aprovechan las sinergias de trabajar con un molino harinero. Lo tenemos en San Millán con el molino y el batán "sitos do llaman la Pezurra" y los que "están sittos do dicen el ttérmino del Madero"; o los que están "do llaman Solahoz" en San Zadornil; y, por supuesto, los que forman el conglomerado existente sobre el río Molinar.

De hecho, Frías fue un importante núcleo productor y suministrador de sayales y derivados (bayetas, blanquetas, alforjas, estameñas, etc.) no sólo en los valles de Tobalina, La Bureba y Losa, sino también en partes de La Rioja y Vizcaya, principalmente Bilbao.

Tendremos ingenios hidráulicos pero no sobre el salvaje Ebro sino sobre el río Molinar que baja de los Montes Obarenes por Ranera y Tobera con un caudal regular e impetuoso. Por desgracia, la actividad textil decayó en el siglo XVII por la crisis económica interna y la competencia de los paños de Flandes favorecidos, no solo, por la plata americana. Los terratenientes exportaban los excelentes vellones de lana merina y demandaban paños de importación.

Batán de Aniezo

A mediados del siglo XVIII, según el Catastro de Ensenada, había hasta ocho batanes o pisones "en los términos de esta ciudad y río que viene y se llama de Ranera". Combinaba actividades artesanales y manufactureras sujetas aún a vínculos gremiales de carácter medieval, y que, técnicamente respondería al modelo económico conocido como “domestic system protoindustrial”.

Démonos cuenta que con tantos tejidos producidos en Frías allí existía una decena de sastres dedicados en exclusiva a su oficio. Con todo, los pelaires y tejedores abundaban dando personalidad a la economía manufacturera de la ciudad. De un total de 273 vecinos que había en 1752, setenta y dos eran peraires que "trataban la lana" desde los primeros lavados hasta la rueca, para lo cual debían previamente baquetearla con varas para que esponjara, desmotarla para quitar los elementos extraños y aceitarla para facilitar la soltura de los hilos que se obtenían luego con el cardado. Junto a estos oficiales, ejercían su actividad treinta y tres tejedores que se dedicaban a la confección de lienzos y tejidos en sus telares manuales.

Dos tercios de los citados pelaires, cuarenta y cinco para ser exactos, compartían "el trato de la lana" con otras actividades. Estos datos muestran la diversificación y la reducida dimensión de las explotaciones. Lo mismo sucedía con los tejedores que arrojaban, por su parte, proporciones y datos similares.

Batán de Mosquetín de Vimianzo

Así, de los 72 pelaires y 33 tejedores que se incluyen en el Catastro de Ensenada, se pasa a 84 hiladores de lana y 80 tejedores de sayales y lienzos a fines de siglo, aun cuando el número de batanes se redujera de ocho a seis, según el Interrogatorio del Censo de 1797.

Es más, a principios del siglo XIX se creó en Frías de la Fábrica Hospicio de Sayales financiada por la Casa del Ducado. La guerra de la independencia lo destruyó. A mediados del siglo XIX se apreciaron los primeros síntomas de decadencia definitiva del sector textil en Las Merindades, que culminará con la práctica desaparición de la industria batanera al contabilizarse en el Padrón Municipal de Frías de 1882 tan sólo seis pelaires y doce tejedores de lienzos.

¿Razones para esta desaparición? La incapacidad para acometer las transformaciones que imponía la revolución industrial –dejar la fuerza hidráulica y recurrir al vapor-; obstáculos jurídicos; las guerras carlistas…


Comentábamos más lugares: la Jurisdicción de San Zadornil. En esta zona, "sobre el arroio que vaja de Fuente Maior", era posible reconocer dos batanes en el lugar de San Millán y otro más en la villa de San Zadornil. Además consta la presencia de "un vatán para saial sobre el río Valmaestre" en Quisicedo en la Merindad de Sotoscueva, que en la fecha del Interrogatorio "estaba descompuesto". Pudo ser la causa una disputa entre herederos.

¿Herederos? Esto quiere decir propietarios, ¿no? Entonces, ¿Quiénes eran los poseedores de batanes? Solían ser particulares con condición de hidalguía o miembros del Estado llano. En Las Merindades no hay referencias de propiedad comunal y su explotación se llevara por riguroso turno entre los propietarios, y de acuerdo con la participación que tuvieran en el mismo, igual que en los molinos harineros. Hay pocas propiedades eclesiástica de batanes. Es el caso de uno de los ocho batanes de Frías, de uno de los dos radicados en San Millán de San Zadornil y el del batán de la villa de San Zadornil.

Los que estaban en manos de la Iglesia o la Aristocracia se cedían en arrendamiento a vecinos del pueblo que bien debían pagar anualmente la oportuna renta expresada, generalmente, en reales, o bien, entregar una cantidad del paño obtenido. En algún caso, si la explotación pertenecía a curas beneficiados, podían ejercerla ellos mismos siempre y cuando dispusieran de algún criado contratado al efecto.

Dibujos de máquina de abatanar de 1886

El resto de batanes identificados en el Catastro de Ensenada eran de particulares. Y solo uno de los de Frías era de un único propietario: el batán de Cristóbal de Manzano. En la Jurisdicción de San Zadornil, el segundo batán de San Millán era de Francisco Díaz Alonso.

Tras este inciso sobre los poseedores de batanes volvemos para una apostilla final sobre el tema del número de batanes existentes en Las Merindades. Recurriré a los topónimos que nos dejan sombras de otros posibles batanes. Tal es el caso del de Cigüenza donde uno de los dos molinos que están sobre el río Nela se encuentra "al sitio del batán", lo que induce a pensar en una reorientación de la actividad económica. Con todo, es llamativo que el Catastro de Ensenada no mencione la existencia de otras explotaciones dedicadas al bataneo de pieles, máxime cuando en lugares tan importantes como Medina de Pomar, con experiencia hidráulica solvente, se regentaban hasta trece tenerías.

Pero esta breve reseña tiene un aire triste y amargo y no todo fue así. Retornemos al siglo XVIII para ver los esfuerzos de ilustrados en nuestra tierra. La primera (1752) fue la fábrica de telas y cuerdas de cáñamo y lino para los bajeles reales en Berrueza. El promotor fue el armador cántabro Juan Fernández de Isla cuyo jefe de los empleados era Lope María de Porras, vecino de Espinosa de los Monteros. Se contrataron a cuarenta y un fabricantes de cordelajes, cuarenta y tres de telas y maestros de telares procedentes de Cataluña y Aragón. Pero –siempre hay un pero, bueno, dos- los costes salariales, que llegaban a triplicar los comúnmente pagados; y las Guerras napoleónicas la hundieron.


Hacia 1760 la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas establece en Valdenoceda su fábrica de bayetas, mantas, barraganes, franelas, estameñas, sargas, sayales y otros géneros. Estuvo dotada con catorce telares corrientes y 84 empleados. Buscaba competir los géneros extranjeros en Venezuela y fomentar la producción española. La pérdida de los virreinatos americanos la borró de la memoria.

A estas experiencias habría que añadir el recuerdo o la existencia, no contrastada de un molino de papel en el siglo XIII que para Quintana Iturbe en “Historia de la ciudad de Frías” (Vitoria, 1887) constituiría, por tanto, una de las primeras fábrica papeleras de la Península ibérica.

Como en el caso de los molinos de harina, los bataneros no vivían exclusivamente del batán. La actividad era estacional como consecuencia de la falta de agua en verano. El trabajo lo podía hacer un solo obrero, y los miembros de la familia. Este trabajo dentro del hogar garantizaba la transmisión del oficio de generación en generación. El batanero colocaba los paños en la pila del batán para conseguir un bataneo uniforme. Calculaba la cantidad de paños adecuada; la remojaba durante todo el proceso; y atendía el artilugio a fin de que no se produjeran averías. Esta operación podía durar para cada remesa unas veinticuatro horas continuadas en verano y algo más en invierno, por estar más fría el agua.


A su término, los paños eran golpeados con una pala de madera sobre una losa de piedra cercana al batán para eliminar las arrugas causadas por el bataneo. Tras todo esto, se secaban antes de devolvérselos a los tejedores que los habían traído para enfurtir. Las piezas bataneadas sufrían una merma que oscilaba entre un cuarto y un quinto del volumen inicial entregado, dependiendo del tejido y la lana.


Bibliografía:

“Ingenios hidráulicos en Las Merindades de Burgos” Roberto Alonso Tajadura.


Anexos:




FUNCIONAMIENTO Y ESTRUCTURA DE LOS BATANES

Sebastián de Covarrubias en su “Thesoro de la lengua castellana, o española”, de 1611, define batán como "cierta máquina ordinaria de unos maídos de madera mui gruesos que mueve una rueda con el agua, y éstos golpean a vezes un pilón donde batanan los paños para que se limpien de azeite y se incorporen y tupan". Clarísimo.

Primero, como en un molino, se canalizaba el agua para que golpease la rueda vertical con fuerza. El golpeo del agua contra sus paletas la hacía girar y transmitir la rotación a su eje. Este se apoyaba en su otro extremo en un soporte o banco que facilitaba su rotación. El eje disponía de unas levas conectadas a unos mazos de madera, normalmente de roble, que basculaban hacía delante y hacia atrás para golpear los paños de la lana.

Estos "mazos de péndulo", instalados por parejas, estaban sujetos verticalmente al potro, una estructura o armazón de madera apoyada en cuatro patas fuertemente ancladas al suelo y que soportaban un bastidor superior del que pendían para su balanceo los mazos para lograr el bataneo. De la solidez y estabilidad de esta estructura dependía, en gran medida, la precisión y efectividad de los mazos.

Los paños de lana se colocaban sobre una bancada, a la distancia conveniente, para que recibieran, alternativamente, los impactos de los mazos del batán. Esta pila debía contar con un desagüe que aliviara el agua con que se remojaba la lana durante el proceso.