Vamos a expurgar
el texto biográfico de un inglés a su paso por Las Merindades. Como los hijos
de la Gran Bretaña imperial son previsibles me malicio antes de empezar la
entrada que su punto de vista será, cuanto menos, altivo. O, quizá, me
equivoque. Lean ustedes y decidan.
Debemos marchar
a abril de 1834, durante la guerra Carlista de 1833-1840, cuando la armada
británica, como parte de la Cuádruple Alianza, controlaba la costa cantábrica
para impedir el desembarco de armas carlistas. Esta alianza era un tratado
firmado por el gobierno liberal español y las potencias liberales Gran Bretaña,
Francia y Portugal. La difícil evolución de la guerra en el frente vasco para
los liberales fruto de la versatilidad de Zumalacárregui, la poca fiabilidad de
las tropas cristinas y la estructura del frente entre otros problemas llevó a
que se solicitasen tropas extranjeras.
En Inglaterra
actuó Miguel Ricardo de Álava, nombrado embajador de España en Londres el 16 de
enero de 1835. Amigo de Wellington, entonces primer ministro inglés. El
embajador ya había conseguido el envío a España de un mediador, Edward
Granville Elliot acompañado del coronel Gurwood, que consiguió el convenio
Elliot para respetar las vidas de prisioneros de guerra e intercambiarlos.
Frente al gobierno francés estuvo Bernardino Fernández de Velasco, duque de
Frías, del que ya se ha hablado en esta bitácora. No consiguieron que les
enviasen soldados y Martínez de la Rosa, presidente del Consejo de ministros,
dimitió –por dignidad, supongo- ante las negativas.
Pero Inglaterra
permitió, en junio de 1835, alistar voluntarios en una legión similar a la que
los franceses mantenían desde 1831 en Argelia. Su jefe fue George de Lacy
Evans, un teniente coronel del ejército británico que veintidós años antes
había tomado parte en la batalla de Vitoria. Luego Francia y Portugal anunciaron
el envío de contingentes de soldados.
Rápidamente
comenzaron en Gran Bretaña a formarse las listas de varios destacamentos de
voluntarios. Se les prometió paga, comida y uniformes ingleses, además de una
gratificación correspondiente a tres años de servicio cuando fueran
licenciados. Teniendo en cuanta que la contrata era por un bienio… El resultado
fue que se admitió a muchos de los pobres, vagos y maleantes de Londres, que
veían la posibilidad de solucionar, al menos temporalmente, sus problemas de
dinero y comida. No había importado su experiencia militar.
Muy pronto
estuvieron completos los cuerpos que se había acordado enviar a la Península:
tres regimientos de lanceros, tres mil soldados de artillería y doce
regimientos de infantería. A su frente, además de Evans, se puso a los
brigadieres Chichester, Barnard y Shaw. Herbert Byng Hall –cuyo texto
seguiremos- formaba parte de esta expedición. No era un novato militar sino que
Herbert fue alférez del trigésimo noveno Regimiento de Infantería británica en
1824; en 1825 ascendió a teniente; en 1826 pasó al séptimo Regimiento de
Infantería (Fusileros Reales) en el cual ascendió a Capitán en 1832; en 1833 se
unió al sexagésimo segundo Regimiento de Infantería; y seis meses después
vendió su licencia de oficial dejando el servicio militar regular. Atentos:
¡Vendió! En 1835 respondió a la llamada española y se unió a los auxiliares
británicos. Consta alistado el 18 de julio de 1835 como capitán en el noveno
regimiento irlandés. Será retirado del mismo para promocionarlo como Mayor y
agregado al estado Mayor del Capitán General, Luis Fernández de Córdoba.
Este Herbert,
¿era un militar de carrera o un “niño pera” que había comprado cargos gracias a
papá? No lo sé, pero piensen que la compra de honores militares –e incluso la
formación de unidades de forma privada- era algo habitual hasta finales del
siglo XIX entre los británicos. Y piensen que este muchacho fue el octavo de
diez hijos del clérigo anglicano Charles Henry Hall (1763-1827) y su esposa
Anna Maria Bridget née Byng (1771-1852), hija del quinto vizconde Torrington.
Los británicos desembarcarán
tanto en Santander –Herbert en el barco “Isabella” el 13 de agosto de 1835-
como en San Sebastián a lo largo de ese verano de 1835. A finales de octubre,
el alto mando cristino decidió concentrar todos los efectivos británicos en
Vitoria por estar en el centro de la línea de operaciones, debido en parte a la
amplia llanura que domina y a encontrarse equidistante de Pamplona, Bilbao y
las tierras de cereales de Burgos, muy importantes para asegurar el suministro
de pan a las fuerzas. Pero para ese movimiento no se pudo atravesar la zona
sublevada a través del duranguesado. Las tropas de Evans dejaron San Sebastián
y Santander y fueron a concentrarse en Bilbao para girar por Portugalete,
Castro Urdiales, Ampuero, Medina de Pomar, Oña, Briviesca, y Miranda de Ebro. En
sus textos saldrá nombrados el Valle de Mena (La Mina lo llama Herbert), Modina
de Poma (sic) y Villacajo (otro “sic”).
Cuando llegaron
a Vitoria los ingleses se centraron en su instrucción, en alterar la vida de
los lugareños, en obtener resultados mediocres cuando combatían y en sobrevivir
a un invierno muy frio animado por un panadero carlista que envenenó el pan de
los ingleses. Y se centraron en moverse a lo largo de la línea del frente. Como
hacía Herbert Byng Hall que nos cuenta un desplazamiento desde Briviesca a Oña
el cinco de noviembre de 1835.
Oña
“Al no encontrar al general en Briviesca,
donde permanecimos sólo doce horas, y al separarse de la compañía a la mañana
siguiente con el coronel Bareido, obtuvimos una pequeña escolta de cuatro
húsares, y cabalgamos a través del país hasta Oña, donde nos detuvimos de nuevo
con la esperanza de encontrarnos pronto con nuestros compatriotas casacas rojas.
En este lugar hay un magnífico convento cuyas propiedades son inmensas tanto en
tierras como en dinero. Fuimos escoltados por frailes del lugar a través de sus
vastos y escalofriantes pasillos, sus numerosas habitaciones o celdas, y
también a la “catedral” y el refectorio. No descubrí, sin embargo, ninguna de
las bellas pinturas o los ricos ornamentos litúrgicos que me habían hecho creer
que existían en los conventos españoles. Probablemente, estos tesoros estaban
ocultos de las manos de la soldadesca, y ahora se encuentran dentro de sus
paredes. La antigua hospitalidad tan señalada en los conventos también había volado,
ya que no fuimos recibidos con refrescos, aunque se supone que los conventos
están bien abastecidos, en especial la bodega, una de cuyas botellas compramos,
pagándola.
Este convento, como la mayoría de los
demás, ha sido suprimido y la hermandad ociosa, inmoral e intolerante a la que
dio perezoso refugio, está dispersa con la amplia suma de seis reales, o
alrededor de dos chelines, cada uno para su apoyo diario. Muchos, indudablemente,
se han unido al ejército de Don Carlos, que está bien surtido con miembros de
esta sagrada profesión, que de ninguna manera son malos soldados, como puedo
decir. El resto ha tenido que irse a sus casas o continuar con su “llamada
piadosa”.
Sin el mínimo deseo de defender la
actitud de los frailes afirmó que dos tercios de las miserias y desastres de
esta infeliz España proceden del se remonta a la obra secreta y el fanatismo
flagrante de su Iglesia. Y nadie puede viajar por la Península sin observar no
solo los efectos de tal superstición y doctrina poco escrupulosa, sino que, al
mismo tiempo, estar tristemente confirmado en la total ausencia de principios,
que surge de la pura y sincera devoción.
Aproveché un brillante amanecer para ver la
abrupta y salvaje sierra cubierta de mirtos que domina el pueblo de Oña. Las elevadas
y voluminosas torres del convento se erguían en solemne grandeza en el centro
del rico valle; a lo largo y ancho veíamos montañas altas y cubiertas de
árboles; en sus bases, se puede rastrear claramente el camino románico y
admirablemente cortado que conduce a Villarcayo y Soncillo; Junto al que el estrecho
y espumoso Ebro se desliza tranquilo. ¡Qué triste! ¡Cuán amargos fueron los
pensamientos que desbordaron mi corazón en esa memorable mañana! Mi hogar –Mis amigos
en Inglaterra, de los que acababa de recibir cartas,- todo bajo la rápida
supervisión de mis pensamientos, mientras me sentaba solo mirando esta suave y
magnífica escena, tratando de rastrear las variadas ocurrencias de interés y
horror de hace unos pocos meses que se habían cerrado tan rápidamente, y
compadeciéndome del destino de los levantados con el sonido de las campanas de
la mañana llamados ante Dios, ¡como una semana después los vi deambular dispersos
y pálidos!
Volviendo, sin embargo, a mi tema, el
entusiasmo del corazón, que por un breve tiempo había permitido que deambulara
sin control, fue nuevamente llamado al latido frío y desalmado de los antojos
de la realidad y los antojos de mi apetito, urgido por el aire vigorizante de
las montañas, y el madrugar, me obligó a buscar a mis compañeros que ya había
comenzado con un copioso desayuno.
La inesperada delicadeza de una perdiz de
patas rojas de ninguna manera iba a ser rechazada por un soldado hambriento lo
fue al escuchar los cascos de caballos en la plaza donde daban las ventanas de
nuestras habitaciones en casa del alcalde. Resultaron ser un grupo de lanceros,
con un joven oficial, que habían sido enviados para obtener habitación para los
auxiliares cuya vanguardia estaban ya a dos leguas de nosotros. De ellos
supimos que el general no estaba muy lejos. Más aún, nuestra presencia junto a
un gran convento, cuyos habitantes podrían ser carlistas, no nos había permitido
pasar una buena noche con una escolta de solo cuatro húsares mal montados.
En aproximadamente una hora, fui saludado
con una amabilidad inolvidable por los miembros del estado mayor, de los que
había estado separado y que deseaban escuchar los datos sobre los movimientos
del enemigo, con relatos precisos de los asuntos del ejército en los que yo había
estado presente. Permanecimos junto a las tropas y pasamos una nueva noche en
Oña pero en circunstancias de protección y sentimientos de seguridad tan
diferentes al anterior, sumado al placer de encontrar a mis amigos, que, para
mí, fue uno de los momentos más agradable durante mi ausencia de mi patria.
Muchos de los soldados, en especial la caballería, fueron acuartelados en los
amplios corredores del convento, con abundante paja esparcida por el pavimento,
haciéndoles unas camas confortables.
Aquí hubo un cambio: lo que había sido
una solemne e inspiradora mañana ahora resonaba con la preparación de
movimientos bélicos. Los fuegos vivaqueros ardían en los patios de noble
estructura y los corpulentos frailes, más generosos ante la presencia de tantos
invitados insatisfechos, suministraron la mesa de nuestro galante jefe con una
abundante cena a la que hicimos justicia. Su presencia cortés y franca añadió buenos
sentimientos y alegría en la mesa”.
A la mañana
partieron para Briviesca. No volverá a Oña hasta el 25 de febrero de 1836. Sigamos
su relato vinculado a Las Merindades desde su salida de Vitoria hasta su
entrada en la provincia de Santander: “Ya
he mencionado a Oña en las primeras páginas de este diario, y su magnífico
convento, en una época en la que me había reunido con los Auxiliares. Ocurrió
hace siete meses y en esta ocasión nos hospedamos en una nueva posada que había
abierto después de nuestra última visita.
La nieve había estado cayendo durante
todo nuestro viaje matutino y, al estar ambos inválidos, estábamos anticipando
los placeres de un cómodo descanso nocturno en esta nueva morada construida
para viajeros cansados cuya apariencia exterior nos dio motivos de esperanza
suponiendo la abundancia interior. No obstante, nuestros deseos se vieron
frustrados de la manera más desagradable al ser conducidos al establo (y debo
informar a mis lectores, que el piso inferior de casi todas las posadas
españolas se convierte en este alojamiento necesario para los viajeros, que, en
general, realizan sus viajes en silla), nos encontramos en una especie de
castillo fortificado. La casa no solo estaba cerrada por un muro en todo su
perímetro, sino que también tenía los lados preparados para el uso de
mosquetes. Una compañía de infantería y media tropa de caballería formaban la
guarnición de este hotel; no solo para escoltar a los numerosos convoyes que van
y vuelven de Santander, sino también para vigilar atentamente al Cura Merino,
que frecuentemente cruzaba el Ebro en esa dirección al frente de un cuerpo de
caballería carlista.
Aunque no se ofrecía ningún otro
consuelo, tuvimos, al menos, la satisfacción de alimentarnos seguros para pasar
la noche. Además de la fuerza antes mencionada, el octavo Regimiento de Lanceros
Auxiliares se detenía en Oña para pasar la noche, en su marcha hacia Vitoria
desde Santander. Aunque mi posición ha mejorado desde mi última visita no se
pudo obtener nada en lo que respecta a la comida durante un tiempo. Una pequeña
habitación, con vistas al campo; una ventana, protegida por contraventanas de
considerable espesor pero sin vidrio en el marco; una cama sucia, sin cortinas,
en el fondo de la habitación, en la que se suponía que teníamos que dormir; una
mesita y dos sillas, completaban el mobiliario que se puso a nuestra
disposición.
De esto no deberíamos habernos quejado,
las capas y la paja forman en todo momento una buena cama para un soldado, pero
la falta de comida a los viajeros hambrientos y cansados era otra dificultad.
Con generosas ofertas de pago y súplicas,
sumadas a las amenazas del sargento al mando del grupo de caballería, que
abrazó nuestra causa, se prometió por fin una cena, cuyos ingredientes nunca
olvidaré. Primero se colocó sobre la mesa un mantel, más allá de todo punto de
suciedad; a esto, sin embargo, nos opusimos enérgicamente, prefiriendo la suciedad
natural de la madera sin lavar. Dos tenedores de hojalata y una cuchara de
madera hicieron su aparición, con muchas disculpas de la “padrona” en cuanto al
suministro limitado de comodidades, habiendo comenzado hace poco tiempo como posaderos.
Por fin, llega un ave infeliz, que a nuestra llegada había estado cacareando y
cantando con toda la dignidad de la libertad no molestada alrededor del patio
del establo, ahumada sobre el tablero con numerosas adiciones odoríferas de ajo
y pimientos; a lo que se le añadió un plato de cerdo mutilado, en realidad
flotando en aceite (probablemente deducido de la parte de las lámparas). Ni
siquiera el ansia del hambre pudo inducirnos a comer tales manjares y, en
consecuencia, una barra de pan, siempre bueno en España, con algunos huevos
duros conseguidos al fin, logramos saciarnos para asombro de todos los
espectadores (a menudo numerosos en tales casas de entretenimiento), [dada]
nuestra fascinación por rechazar la carne de cerdo y el aceite. Terminada la
cena, dividimos en proporciones iguales el aparato para dormir, es decir, las
sábanas, el colchón y una almohada. Cayeron en mi suerte, amigo mío, que fue el
menos inválido, aguantando con buen humor, una manta y el resto de cobertores. Y
así nos esforzamos en cerrar nuestros ojos por la noche.
Amaneció y con mucho gusto nos despedimos
de Oña y su detestable posada. Lectores, creo que la mayoría de ustedes nunca
han viajado a través de un país en el que cada hombre que conozca, y cada
labrador de la tierra, o podador de las vides, tal vez les envíe una bala en la
cabeza con un remordimiento tan pequeño como lo haría contra un perro rabioso o
un gato salvaje. De no ser así, difícilmente se puede juzgar el sentimiento con
el que transitamos por esa parte de las provincias que fue entonces, por
momentos y desde entonces por completo, sede de la guerra civil en España.
El placer de regresar a un hogar del que
ha estado ausente durante mucho tiempo, y los amigos a quienes conoce bien no
solo lo saludarán con afecto, sino que se esforzarán por aliviar los dolores de
la salud destrozada, difícilmente puede borrar de su mente la desconfianza con
el que te encuentras o te cruzas con cada ser humano en el camino. Tal fue nuestro
caso durante el viaje de este día a Soncillo, donde teníamos la intención de
detenernos nuevamente para pasar la noche, ya que en ese período se consideraba
fuera del escenario de la devastación, por estar en la provincia de Santander
(sic) aunque los acontecimientos recientes, ya sea por negligencia de los
cristianos o por la iniciativa más probable de los carlistas, habían dejado
(como en varios otros lugares entonces comparativamente en paz) las manchas de
la sangre de sus compatriotas en sus hogares.
La carretera principal de Miranda del
Ebro a Santander es extraordinariamente buena y, a pesar de los vientos
violentos y de las fuertes nevadas, pudimos conducir rápido y llegar a Soncillo
por un desfiladero escarpado y pintoresco, al final de la tarde del día de
nuestra salida de Oña. Aunque este pueblo pareciera pequeño y aislado, rodeado
de montañas desoladas y revestidas de aire, que abundan la provincia de
Santander, sin embargo, nos alegramos de llegar a él.
En la entrega de nuestros pasaportes al
comandante (una pequeña fuerza que estaba entonces también acuartelada en este
pueblo con el propósito de escoltar), el alcalde solicitó la casa rectoral para
nuestro alojamiento. Un fuego brillante en la cocina y mucha amabilidad y
cortesía, a las que se puede agregar, una cena tolerable y una excelente
botella de vino de su reverencia, pronto indujeron a olvidarnos el miserable
alojamiento y la peor comida de la noche anterior en Oña. Nuestro “padrone”, o
cura, que por su forma musculosa y su imponente figura, tenía más el aspecto de
un guerrero que de un cura de campo, parecía lejos de estar molesto por la
producción de un billete para nosotros y el sirviente; estaba sumamente ansioso
en sus preguntas por noticias del lugar más inmediato de la guerra, y se
declaró no poco complacido de que estuviera entonces a una distancia de algunas
leguas.
Mientras escuchaba atentamente nuestros
relatos de los recientes asuntos que habían tenido lugar, demostró gran habilidad
para sacar la caja de tabaco y el papel para luego formar y liar el cigarro con
mucha destreza. Práctica que en vano intentamos imitar, para acrecentar su
ocupación, mientras nos alejábamos algún tiempo por el resplandor del fuego de
leña de pino. Después de lo cual, nos llevaron a un apartamento limpio y
confortable, donde había dos camas con sábanas blancas y bien ventiladas.
No pasamos una noche desagradable después
de un largo día de viaje, ya que durante algún tiempo esos lujos nos resultaban
extraños. Después de dormir profundamente hasta el amanecer, nos dispusimos una
vez más a seguir camino, y después de tomar nuestro refrigerio matutino, como
lo llamaba mi amigo, de chocolate, nos despedimos de nuestro cordial anfitrión;
no sin antes haberle pagado el doble por los bienes disfrutados, un cargo que
rebajó considerablemente la opinión cristiana que me había formado al principio
de su carácter generoso, “incluso hacia sus enemigos, entre los que podríamos
dudar” menos.
A la salida de Soncillo, el camino a
Santander comienza casi de inmediato por un ascenso muy pronunciado sobre la
Sierra de San Vicente, de al menos dos leguas lo que motivó que solicitáramos
al alcalde mulas o caballos adicionales para ayudar a la resistente pareja nos
ha atraído a una distancia tan larga. Sin embargo, por muy buenos que fueran,
ni uno ni otro aceptamos el ofrecimiento de un par de bueyes, que, enganchados
como jefes, nos hicieron un gran servicio y, al mismo tiempo, nos proporcionaron
una gran diversión”.
Las tropas
habían salido de Vitoria y transitaron por Miranda, Oña, Soncillo, Alceda y
Puente Viesgo, para llegar finalmente a Santander, desde donde serían
trasladados por mar a San Sebastián. Claro que Herbert marchará a Inglaterra
por motivos de salud con la condecoración de la Orden de Fernando. Sus
compañeros, llegados a la Bella Easo participaron en mantener franco el puerto
y la fortaleza del monte Urgull de San Sebastián ante los intentos carlistas de
sitiar la ciudad y en la conquista del puerto de Pasajes. En octubre de 1836 enviaron
a 2.000 miembros de la Legión a Portugalete, para apoyar la ruptura del sitio
de Bilbao, tomando parte en la batalla de Luchana. En marzo de 1837, en cambio,
sufrieron la mayor derrota de esta guerra en Oriamendi de manos del Infante Don
Sebastián.
Los miembros de
la Legión Británica habían firmado por cumplir dos años de servicio, tras los
cuales en su mayoría, hasta el propio Lacy Evans, decidieron abandonarlo en
julio de 1837, ya que siempre estuvieron mal aprovisionados y se les pagaba muy
tarde. No obstante 1700 de entre ellos decidieron quedarse bajo las órdenes del
coronel O´Connell, formando la llamada Nueva Legión. Á modo de balance podemos
afirmar que una cuarta parte de los 10.000 hombres de la Legión Británica
perdieron la vida en esta guerra. Pero la mitad de estas 2.500 víctimas no
murió en los enfrentamientos armados sino que perecieron a causa de las
enfermedades.
¿Sabemos algo
más de Herbert Byng Hall? Por supuesto porque fue todo un personaje. Después de
un breve trabajo al servicio de la Oficina General de Correos, Hall se retiró a
la vida privada a finales de la década de 1830 y se convirtió en escritor. En
1853 publicó ocho libros de no ficción (principalmente informes de viajes,
libros de deportes y caza) y una novela de tres volúmenes. En 1851 fue miembro
de la Comisión Real para la primera exposición mundial en Londres. De 1855 a
1858 Hall fue Mensajero del Servicio Exterior en Constantinopla, de 1859 a 1882
viajó por el mundo como correo diplomático. Publicó libros sobre ambos períodos
de su vida. Además, había otros libros de no ficción sobre temas de ocio y
pasatiempos.
El 14 de abril
de 1883, nueve meses después de su jubilación, Herbert Byng Hall se declaró insolvente.
Murió a los once días a la edad de 77 años en Weston, un suburbio de Bath.
Hall se casó
tres veces. Su primera esposa Margaret murió el 25 de abril de 1856, su segunda
esposa Elizabeth, de soltera Knox, el 7 de julio de 1862 con la que tuvo a su
hijo William Herbert Byng Hall (1859-1893); su tercera esposa Lydia nee
Braddock le sobrevivió.
Bibliografía:
“Ensayo sobre la
Legión Británica”. Roma Garrido (Museo Zumalakarregi).
“Spain, and the
seat of war in Spain”. Herbert Byng Hall.
“La Legión
Británica en Vitoria”. Julio Cesar Santoyo.
“Viajeros por
Las Merindades”. Ricardo San Martín Vadillo.