Que no te asusten ni la letra ni el sendero de palabras pues, amigo, para la sed de saber, largo trago.
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domingo, 10 de febrero de 2019

El peso de la historia: Eugenia Martínez Vallejo.



Hablaremos de una muchachita que se caracterizó por su grandeza… física. Ha pasado a la historia gracias a que fue pintada por Juan Carreño de Miranda. Su nombre es Eugenia Martínez Vallejo, más conocida como la niña monstrua de Carlos II, último rey de la Casa de Austria en España.

Sabemos que era hija de José Martínez Vallejo y de Antonia de la Bodega Redonda y que nació en 1674 en la villa de Bárcena de Pienza (Las Merindades, provincia de Burgos) durante la celebración de la misa. Los lugareños, dados a los presagios y augurios y acostumbrados a interpretar cualquier signo como un vaticinio, consideraron aquella coincidencia una señal inequívoca de que la recién nacida iba a ser afortunada. Y lo sería. ¡Claro que lo sería!

Bárcena de Pienza (foto de Gerardo Uriarte Melo)

Aunque sus padres y hermanos eran de moderada estatura, y de facciones correctas, la gente decía que la niña parecía tener doce años cuando apenas había cumplido uno. Con esa edad pesaba más de dos arrobas, (unos 25 kilos) que se convertirían en cinco (unos 65 kilos) en 1680, cuando Eugenia contaba seis años. Sus dimensiones eran tan exageradas que un médico de los contornos recomendó ponerla a dieta. ¡Dieta en una época que se comía con justeza! La niña permanecía mucho tiempo encerrada en su casa ante las burlas y humillaciones de que era objeto por parte de los demás niños. Y los no tan niños.

Supongo que sería un día sorprendente aquel en el que un mensajero de la Casa Real llegó instando a llevar ante Carlos II a esa enorme niña. ¿Para qué marchaban a la capital? ¿Para que buscasen una cura a la niña? No. Eran tiempos en que los nobles resaltaban su perfección –belleza- presentándose junto a seres deformes que, por contraste, destacasen sus virtudes nobiliarias. Asumamos que no eran muchos los que tenían la suerte o la desgracia de convertirse en “gente de placer”. Por emplear los términos del historiador José Moreno Villa “cabe decir que los Austrias gastaron un loco o enano por año”. Y estos monstruos vivían bien: comían varias veces al día, no pasaban frío, eran cuidados e incluso disponían de un variado vestuario.

Al rey le debió causar tal impresión que ese mismo año hizo el encargo del retrato. José Moreno Villa, historiador y archivero del Palacio Real, fue el primero en publicar (allá por 1930) el resultado de sus investigaciones sobre los personajes “anormales”, en el sentido de privados de normalidad, que vivían en la Corte y no hace ninguna referencia a la “cuenta” de la retratada, es decir, no tenía asignación económica porque no vivía en el Alcázar.

Carlos II por Carreño de Miranda

La niña sólo sería llevada a las fiestas de palacio para exhibirla probablemente custodiada por los enanos Macarelli, Michol y Nicolasito y otros bufones que deambulaban por los pasillos del alcázar. Este mantenerla en la periferia encaja con una de las características de la patología Prader-Willi que es la irascibilidad. Por ello no es aconsejable que cultiven las relaciones sociales.

En 1680, el mismo año de la llegada de Eugenia a la capital del reino, Juan Cabezas, cronista de la época publicó en Madrid la “Relación verdadera en la que da noticia de los prodigios de la naturaleza que ha llegado a esta corte, en una niña gigante llamada Eugenia Martínez de la Villa de Bárcena, del arzobispado de Burgos; refiérese su nacimiento, padres y edad, la grandeza y robustez de su cuerpo y como la traxeron sus padres á la presencia de nuestros Católicos Reyes y está en su Real Palacio, con otras circunstancias que verá el curioso lector”. (Hoy por hoy no es accesible por la internet).

Carlos II la hizo “vestir decentemente al uso de palacio”. Por lo demás, la descripción que se hacía de ella era muy naturalista: “la niña Eugenia era blanca y no muy desapacible de rostro, aunque le tiene de mucha grandeza. La cabeza, rostro y cuello y demás facciones suyas son del tamaño de dos cabezas de hombre, su vientre es tan descomunal como el de la mayor mujer del mundo a punto de parir. Los muslos son en tan gran manera gruesos y poblados de carnes que se confunden y hacen imperceptible a la vista su naturaleza vergonzosa. Las piernas son poco menos que el muslo de un hombre, tan llenas de roscas ellas y los muslos que caen unos sobre otros, con pasmosa monstruosidad y aunque los pies son a proporción del edificio de carne que sustentan, pues son casi como los de un hombre, sin embargo se mueve y anda con trabajo, por lo desmesurado de la grandeza de su cuerpo”.

La descripción venía acompañada de grabados que la presentaban desnuda. En la estampa publicada en 1680 la niña es representada con un pajarito en la mano. La xilografía haría más imaginable y cercana la irreal descripción que la Relación contenía y a la que no tendría acceso la mayoría de la población analfabeta. Y dada la magnitud del fenómeno y la curiosidad de la época seguramente se harían hojas volanderas divulgando el grabado del deformado cuerpo de la niña.

Sin embargo, en círculos más instruidos, como presumiblemente debía ser la Corte, la existencia de enanos, bufones y monstruos no era tan extraña, pues venía siendo costumbre entre los monarcas españoles desde principios del siglo XVI. Estos personajes desempeñaban un papel singular en palacio, que se ha venido denominando oficio de burlas; es decir, estaban encargados de divertir al rey y a los miembros de su séquito con acciones inusuales, conversaciones graciosas, o a través de su simple presencia.

Una persona de baja altura, excesivo volumen y torpeza al andar resaltaría la esbeltez de las grandes damas y su elegante paso. Enanos, bufones y hombres de placer, en general, tenían intimidad con la familia real y podían ser compañeros de juego de los príncipes o gozaban de ciertos privilegios como estar cubiertos ante el rey y dirigirse a él de manera informal e, incluso, sugerir al monarca lo que les apeteciera. Lo cual era una interesante fuente de ingresos irregulares gracias a esa capacidad de “influir”. Si el personajillo era listo, claro.

Juan Carreño de Miranda

Los dos retratos de Eugenia se sitúan en este contexto, en la galería de representaciones de estos seres distintos, junto a los conocidos de Velázquez, pintor de cámara de Felipe IV desde 1623, igual que Juan Carreño de Miranda lo será de Carlos II en el último tercio del siglo.

La versión de la niña vestida fue un encargo del propio Carlos, continuando así la tradición de los Austrias españoles de dejar constancia de los fenómenos de la época, en la línea de “La mujer barbuda” pintada por Ribera en 1630. El pintor, siguiendo el modelo de retrato de cuerpo entero introducido en España en la segunda mitad del siglo XVI por Antonio Moro (1520-1578) y Tiziano (1477-1576), la sitúa en una estancia pequeña en la que su voluminoso cuerpo ocupa todo el espacio. Está elegantemente ataviada con un vestido brocado en rojo y plata, pues sabemos por el autor de la citada Relación que Carlos II la hizo “vestir decentemente al uso de palacio”.  El cuadro tiene 1`75 metros de alto por 1`07 de ancho.

Contraria a la reflejada en la versión desnuda, la posición de los brazos, el izquierdo caído a lo largo del cuerpo y el derecho, flexionado, crea una diagonal, en cuyos extremos surgen unas manos regordetas con frutas, en vez de los complementos de este tipo de retratos: el frágil abanico o el delicado pañuelo. En la izquierda no se aprecia claramente pero en la derecha podemos identificar una manzana, símbolo por excelencia de la tentación, enfatizando, además, la redondez física de la protagonista. En la esférica cara, los hinchados mofletes achinan los ojos que miran al espectador de forma poco confiada. Los lazos rojos que adornan su tirante cabello negro, contribuyen a delimitar la cabeza sobre el fondo neutro. El predominio de la gama cálida es evidente en toda la composición, pero el foco de atención se dirige al rostro, al triángulo imaginario que surge del mohín de los labios y se extiende hasta los lazos a ambos lados de la sien. Con su rostro encarnado, ¿buscaba resaltar las carnes que se contenían bajo la piel?

"La Monstrua Vestida"

Quizá Carreño de Miranda al acometer este encargo se inspiró en el “Retrato de una niña” (1630, Museo de Prado) de Velázquez. “La monstrua desnuda”, sin embargo, es rompedora. Su temática es algo impensable en la España barroca de la Contrarreforma. Desconocemos, asimismo, como se realizó el encargo. Pero si se ha hablado de esta representación y de su pareja, como los antecedentes de las “majas” de Goya. El pintor de cámara salvó el difícil compromiso de abordar un desnudo recurriendo a un modelo mitológico y representando el cuerpo de Eugenia como el de un pequeño Baco, lo que era también un reto, puesto que entre los pintores españoles, exceptuando a Velázquez, la mitología, por razones religiosas, no tenía cabida en sus composiciones.

El cuerpo, aparentemente menos voluminoso que en la versión vestida, destaca sobre un fondo neutro, quedando iluminado por el foco de luz que entra por la izquierda. Reclina su lado derecho en una especie de pedestal, que hace las veces de mesa, sobre el que apoya, un tanto forzadamente el brazo derecho; en contraste con él, el izquierdo, estirado, se acopla al tronco, semejando formar una sola pieza, y contribuyendo a aumentar la sensación de volumen. La visión de las líneas rectas, angulosas y oscuras del pedestal junto con las formas curvas, redondeadas y nacaradas del cuerpo resaltan la gordura de la niña. El considerable racimo de uvas que sostiene en su mano ha conservado una desnuda rama en cuyo extremo hay unos pámpanos y hojas, cuya cuidada disposición le permiten al pintor ocultar el sexo de la persona retratada. El rostro de esta versión, en el que encontramos pocas semejanzas, nos resulta más agraciado que en la que aparece vestida, quizá porque la mirada recelosa y desconfiada, no es tan penetrante y no se dirige al espectador. Una corona de frutos de la vid adorna su cabeza como corresponde al personaje mitológico al que está dando vida. Completan la composición las frutas sobre el pedestal, a modo de naturaleza muerta, aludiendo a los placeres de la vida, pero también a lo que de pasajero tiene ésta.

Estas pinturas permanecieron en el Alcázar, quedando registradas en los inventarios de 1686 y 1694. Consta que decoraban el cuarto bajo del príncipe; pasaron, después a una galería de palacio, donde aparecen anotadas en el inventario correspondiente a 1701; siguieron juntas en las colecciones reales hasta 1827, incorporándose “la vestida” al Museo del Prado, prácticamente recién inaugurado en 1819, mientras que “la desnuda” fue regalada por Fernando VII a su pintor de cámara, Juan Gálvez (1774-1846), según cuenta el historiógrafo Pedro Madrazo. Gálvez debió de vender la pintura al infante Sebastián Gabriel (1811-1875), quien la tenía en 1843.  Seguramente fue este el cuadro que comenta el capitán inglés Widdsington –“Spain and the Spaniards in 1843”- como retrato de una enana en carácter de sileno de Velázquez. A su muerte la heredó su primogénito el duque de Marchena. Posteriormente fue adquirida, en fecha indeterminada, por don José González de la Peña, barón de Forna, quien en 1993 la donó al Museo del Prado, propiciando de esta manera la unión de la pareja de retratos y su contemplación simultánea.

"La Monstrua desnuda".

¿Qué suscitó la atención y la curiosidad de Carlos II cuando en 1680 vio a Eugenia y decidió encargar su retrato? No cabe duda, su desmesurado tamaño para la edad que tenía, lo que la convertía en una monstrua. ¿A qué se debía ese volumen? la descripción citada del siglo XVII, lo achacaba a exagerada corpulencia.

Gregorio Marañón, en 1945, precisaba bastante más, señalando que esta niña era el primer caso conocido de síndrome de Cushing, en el que una excesiva secreción de hormonas suprarrenales da lugar a una obesidad mórbida; y su cara de luna llena es típica de este síndrome. Investigaciones posteriores de los doctores, M.A. Rubio Herrera y C. Rubio Moreno, entre otros señalan una obesidad infantil debida a una enfermedad conocida como síndrome de Prader-Willi (SPW) o alteración genética poco corriente. Esta patología fue descrita en 1956 por los doctores suizos Andrea Prader, Alexis Labhart y Heinrich Willi, tras estudiar a nueve pacientes que coincidían en el siguiente cuadro clínico: obesidad, talla baja, carencia de órganos sexuales, testículos inapreciables, manos y pies pequeños, estrabismo, alto umbral para de dolor, trastornos del sueño, mala coordinación física, problemas de comportamiento, continua sensación de hambre y alteraciones en el aprendizaje, tras una etapa de hipotonía muscular prenatal y postnatal, dando la impresión de una lesión cerebral severa.

En los enfermos diagnosticados con el síndrome de Prader-Willi la obesidad se inicia entre los 6 meses y los 6 años. La hipotonía es severa en la época neonatal y conlleva infecciones respiratorias y problemas de alimentación. Existe un fenotipo conductual muy característico: mientras que en los primeros años de vida son niños alegres y bonachones; en la segunda infancia empiezan los problemas de comportamiento, acompañados de obstinación y continuos accesos de cólera (por eso no permanecería en las fiestas de la corte) y tópicos de lenguaje repetidos a menudo.

La incidencia y frecuencia publicada es muy variable, aceptándose que uno de cada 15.000 niños nace con esta compleja alteración genética. La mayoría de los casos se presenta de una manera esporádica, y el origen es la pérdida o inactivación de genes paternos en la región 15q11-q13 del cromosoma 15 que no son compensados por los maternos. Hay, por lo menos, tres errores diferentes a nivel cromosómico, que pueden hacer que estos genes no trabajen adecuadamente, dando lugar a las características del síndrome. Los dos más comunes son la delección en el cromosoma 15 paterno –que falta un trozo del cromosoma- y la disomía uniparental materna - han recibido los dos cromosomas del par 15 de su madre y ninguno de su padre-. El tercero es debido a la mutación del impringting, que se produce en muy pocos casos, pero la posibilidad de recurrencia es de un 50 por 100, puesto que el padre puede ser portador de la alteración.


Los que muestran delección cromosómica tienen cerebelos más pequeños, y un menor volumen de la sustancia gris cortical y subcortical. Los que presentan disomía materna tienen las dos copias silenciadas y presentan más grandes los ventrículos cerebrales con mayor volumen de líquido cerebroespinal. En su comportamiento tienen también una frecuencia alta de enfermedad obsesiva compulsiva, episodios psicóticos o trastornos del espectro autista. La gran mayoría de los niños con síndrome de Prader-Willi tienen un cociente de inteligencia por debajo de la media.

Estos pacientes necesitan una atención médica constante multidisciplinar para intentar paliar los distintos problemas que pueden ir apareciendo a lo largo de su vida. La expectativa de vida es aproximadamente de 35 años, aunque puede reducirse debido a las complicaciones de la obesidad. Para evitarlo se necesita una dieta estricta, con una disminución de la ingesta de calorías, que llega a ser dramática, y un programa de ejercicio muy controlado. Pensemos que se ha comprobado que tienen altos niveles de Ghrelina, hormona del estómago implicada en el metabolismo energético.

Pueden ser niños difíciles y para conseguir un cierto éxito es imprescindible una buena colaboración entre la familia y los facultativos que atienden al paciente.

Carreño cumplió, sobradamente el encargo recibido, y legó a la ciencia médica un testimonio magnífico que permite seguir avanzando en la evolución de las enfermedades, al tiempo que nos recreamos con obras de nuestro Siglo de Oro. Juan Carreño de Miranda fallecía el 3 de octubre de 1685. Tuvo tiempo de dictar testamento y fue sepultado, según sus deseos, en el convento de San Gil, hoy desaparecido.


¿Eugenia? Falleció en 1699 y tiene una escultura que la representa tal y como aparece en “La monstrua vestida” en Avilés donde podemos obtener una visión de bulto de cómo fue esta mujer. Lo dicho: en Avilés.


Bibliografía:

“El niño en la Historia del arte. Eugenia Martínez Vallejo, la monstrua”. María Teresa Concepción Masip, Doctora en Medicina y Cirugía.
Historia de Iberia Vieja.
Revista de Asturias.
Revista de Bellas Artes.
La “Monstrua” y el síndrome de Prader-Willi. Blog de José Ramón Alonso.
Diario de Burgos.



Anejos:

Juan Carreño de Miranda.

El autor de las Monstruas nació en Avilés, en 1614, hijo de un hidalgo asturiano orgullosos pero de modestos recursos que se dedicaba a mercadear con pinturas. La niñez de Carreño transcurre en un hogar feliz, donde recibe una educación acorde con la mentalidad de la época, que primaba las sanas costumbres e inculcaba una moral cristiana.

Con once años, en 1625, llegó a Madrid con su padre y comienza su formación artística: primero, el aprendizaje de la técnica del dibujo que lo realiza, con buen aprovechamiento, en el taller de Pedro de las Cuevas (+1644); más adelante, la del color, con Bartolomé Román (1587-1647); y termina como ayudante de Rizzi colaborando en los frescos que éste realizaba en el Alcázar de Madrid y en el ochavo relicario de la catedral de Toledo.

La trayectoria artística de Juan Carreño de Miranda es un buen ejemplo de la evolución que, hacia mediados del siglo XVII, experimentó la pintura española. Había comenzado a producirse a finales de la década de 1630 debida, en primer lugar, tanto a la influencia del barroco flamenco al recibirse en España numerosas obras de Rubens, como a la difusión de las estampas flamencas; y, en segundo lugar, al triunfo del barroco romano-boloñés sobre el naturalismo caravaggiesco. Esta doble circunstancia facilitó la consolidación de las composiciones dinámicas y las gamas de colores más claras y luminosas. Estas características se aprecian también en contemporáneos de Carreño, el ya mencionado Francisco Rizzi (1614-1685) y Francisco Herrera el Mozo (1627-1685), más joven y formado en Sevilla.

Este cambio, sin embargo, no afectó a la temática y los artistas siguieron atendiendo la demanda de los clientes del estamento eclesiástico, en su mayoría. Carreño no va a ser una excepción y las pinturas religiosas constituyen un capítulo importante de su producción. En la primera etapa, años 40 y 50 son evidentes las influencias flamencas: las de Van Dyck, por ejemplo, en la Magdalena Penitente (1647), de la Academia de San Fernando o las de Rubens en La Anunciación y en Los desposorios de Santa Catalina (1653) del Hospital de la Orden de los Terciarios en Madrid.

Las imágenes de Vírgenes de Carreño, son más accesibles y humanas, como ocurre con la Asunción (1657) del Museo de Poznan, la Coronación de las Descalzas Reales (obra pintada en colaboración con Rizzi), o con las Inmaculadas en sus diferentes versiones, entre otras.

De su segunda etapa, ya en los años 70 y alternando con los retratos, la copia de la Caída camino del Calvario que se supone pinta, en 1674, por encargo real y en la que el artista asturiano pone de manifiesto su devoción a Rafael realizando una copia extremadamente fiel, sin permitirse ninguna licencia pictórica propia. En Santa Ana con la Virgen niña y San Joaquín del mismo año, (Museo de Prado), no se sintió tan atado, aunque también el destinatario era la casa real, y demostró su maestría personal, destacando la pincelada desenfadada y libre.

En sus últimos años siguió abordando este género en sus composiciones. Prueba de ello son las obras que estaba ejecutando y que se recogen en su testamento. Entre ellas destacan dos lienzos de San Miguel, casi acabados, (hoy en paradero desconocido), un San Melquíades y un San Dámaso. Éste hubo de ser concluido por un discípulo suyo, probablemente Antonio Palomino (1653-1726); aunque se advierta en él otra mano, la invención y el tono general de la composición se atribuyen a Carreño pues responden y encajan perfectamente en este último periodo de barroquismo algo más acusado. En relación con la técnica, pintó al óleo, como hemos visto en los ejemplos puestos, pero, también al fresco, siendo muy apreciados los conservados en la bóveda de San Antonio de los Portugueses que datan de 1661.

Podemos fijar la década de los sesenta como la de comienzo de su segunda etapa, la más conocida y la más decisiva de su carrera, la de retratista. Se inicia con el retrato de Don Bernabé de Ochoa Chichentru firmado en 1660. Este personaje era “cerero de su Majestad” (Hispanic Society) y amigo del pintor, convirtiéndose en su testamentario. Poco después, en 1665, lleva a cabo el de Marquesa de Santa Cruz (colección particular), vinculado todavía a la tradición velazqueña, aunque ya podemos advertir el paso a una mayor ostentosidad barroca, sin demerito de su exquisita elegancia. El 27 de septiembre de 1669, muerto ya Felipe IV, su segunda mujer y Regente, la reina doña Mariana le designa pintor del rey. El nombramiento trae aparejada la asignación de 72.000 maravedíes al año, cifra nada despreciable, además las obras que hiciese conforme a tasación o concierto se pagarían aparte. Se inicia su ascenso.

Dos años más tarde, en 1671, el fallecimiento del pintor de cámara, Sebastián de Herrera Barnuevo (1619-1671) favorece su elección para cubrir ese puesto con efectos de 6 de abril. Es la culminación de su carrera, no sólo porque el sueldo se incrementa en 18.000 maravedíes, sino por acceder a una clientela única, la dinastía reinante y el séquito que la acompaña. Comienza así su actividad de retratista regio, que haciendo de él, el intérprete más fiel de la Corte de Carlos II.

Desde 1671 disponemos de una extensa serie de imágenes tanto del rey niño, permitiéndonos apreciar su evolución y su crecimiento físico; como de Mariana de Austria, su madre y reina regente, ataviada con la toca de monja alusiva a su estado de viudedad, y con escasas variantes entre un lienzo y otro. La culminación de Carreño de Miranda como pintor barroco de aparato se observa en Carlos II como Maestre del Toisón de Oro (1677, colección Harrach) en donde si bien representa al rey en una pompa teatral con atuendo soberbio digno de tal acto, no logra disimular su enfermiza apariencia con rostro y tono descolorido enmarcado por débiles cabellos rubio cenizo. Es una composición admirable pero al mismo tiempo dramática.

A mediados de los años 70 comenzaron las gestiones matrimoniales para casar al joven rey y proporcionar un heredero a la Corona española, mientras la reina madre prefería una princesa austríaca, el valido don Juan José de Austria se decantaba por una francesa que contrarrestara la influencia de la madre en el hijo. En lo que la fluctuante política europea y española obligaba a decidirse por una candidata, el pintor de cámara aborda un nuevo tipo de retrato, el retrato armado, en el que se busca un cierto tono heroico.

El Carlos II armado (1677, Museo del Prado), seguramente, se envió a Francia cuando el embajador español pidió a Luis XIV de Francia la mano de su sobrina doña María Luisa de Orleans. Junto a estos personajes egregios, el artista captó la vida palaciega y posaron para él otros miembros destacados de la convulsionada corte del último Austria español, como los dos validos: Don Fernando de Valenzuela (1676, Museo Lázaro Galdiano) intrigante, ambicioso y protegido de doña Mariana; y Don Juan José de Austria (1678, Museo de las Bellas Artes, Budapest) hijo natural de Felipe IV, hermano del rey, primer ministro a su mayoría de edad y gran rival político de la reina regente y Valenzuela; o el Duque de Pastrana (1666-1670, Museo del Prado) entre otros. En la década de 1680 retrató, a la ya reina Doña María Luisa de Orleans (Monasterio de Guadalupe), convertida, a los 17 años en la primera esposa de Carlos II desde 1679. Un retrato de cuerpo entero de calidad excelente.

De un año más tarde, 1681, es el soberbio retrato de Pedro Ivanovitz Potenkim (Museo del Prado), embajador del Zar de Rusia. En estos años finales de su trayectoria artística, puesto que Carreño fallece en 1685, hay que situar los lienzos de los enanos y bufones que por aquel entonces estaban vinculados al Alcázar. Los de Antonio Macarelli y Nicolás Jobsum, enanos, desgraciadamente se han perdido, pero se conservan los retratos de Francisco Bazán (Museo del Prado), bufón de la corte de Carlos II; El enano Michol (colección Meadows); el Bufón con su perro, mal llamado “Don Antonio el Inglés” (Museo del Prado), considerado, con dudas, de Velázquez, y la atípica pareja de retratos de Eugenia, más conocidos como La monstrua vestida y la monstrua desnuda, fechados en 1680.



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