Que no te asusten ni la letra ni el sendero de palabras pues, amigo, para la sed de saber, largo trago.
Retorna tanto como quieras que aquí me tendrás manando recuerdos.


domingo, 25 de septiembre de 2022

Recreación de la carlistada de 1834 en Villarcayo.

 
 
Durante los días 17 y 18 de septiembre se han celebrado las jornadas carlistas de Villarcayo. Bueno, el dieciséis hubo una interesante mesa redonda sobre el asalto de 1834 y del cual ya se habló en esta bitácora. Hoy sobrevolaremos lo que vimos esos días intentando explicar algo de las unidades que participaron en la recreación.

Infantería carlista con uniforme de verano y boina azul
 
Empezaremos con los favorables a Carlos María Isidro, don Carlos. Olvidemos lo que aparece en los álbumes sobre uniformes realizados en el siglo XIX porque presentan trajes que no coexistieron en el tiempo y muestran al ejército con una cuidada apariencia que nunca tuvo. Gracias al cielo hay también fuentes indirectas como las memorias de los soldados, los inventarios y cosas así para abrir el objetivo.

Infantería carlista con capote gris y chapela roja
 
Los carlistas nunca estuvieron bien uniformados. Se repartían uniformes cuando se podía sin un sistema eficiente de reposición y era usual que en un mismo batallón convivieran prendas distintas. Ello se debía a que, de un lado, en los dominios de don Carlos no existía una industria textil significativa, y, de otro, a que tampoco hubo el dinero suficiente para pagar a los proveedores franceses. La tela comprada se distribuía en localidades como Oñate o Vergara donde se congregaba a los sastres, que cortaban el tejido. Luego, este, se repartía entre las casas para que se cosiera. Las mujeres de pueblos enteros se consagraban a esta labor.

Pífano y cantinera isabelinas 
con gorra de cuartel
 
Al principio de la guerra “el soldado ni recibía ni pedía vestuario; la boina y una prenda de uniforme cogida al enemigo eran su vanidad y sus galas”. En el último trimestre de 1834, se observa que “la mayor parte de los soldados no estaban uniformados, ya que los carlistas no tenían otros uniformes que los que quitaban al enemigo”. Un parte de guerra isabelino tras la acción de Nazar, en diciembre de 1834, cuenta que los carlistas, al abandonar el campo de batalla, dejaron tras de sí un reguero de “morriones y gorras”, probablemente los primeros pertenecientes a los Voluntarios Realistas, y las segundas, una forma de describir a las boinas, todavía poco popularizadas. Esto quiere decir que continuaban muchos vistiendo sus uniformes de milicianos fernandinos.


Paulatinamente, las cosas mejoraron. Se fue pasando de una situación en que lo único que se suministraba eran boinas azules, camisas y alpargatas -y el resto eran chaquetas marrones, fajas rojas y pantalones de pana, es decir, ropa de campesinos-, a ser descritos como hombres con chaquetas y con pantalones anchos (rojos, grises y blancos) con boinas blancas, azules y rojas, y alpargatas. En Oñate, algunos ya llevaban capotes grises y pantalones rojos de la infantería francesa, y otros, la chaqueta propia de la región y pantalones de muchos colores.

 
El príncipe Lichnowsky, Félix María Vincenz Andreas un alemán romántico alistado con los carlistas, describirá el arquetipo del soldado carlista, “cubierto con una boina azul, adornada de una larga borla, con alpargatas y una canana en la cintura”, detallando luego que llevaban “capotes de paño gris adornados con vueltas cuyo color variaba según las provincias y pantalones rojos”; “la boina azul con borla de color era el tocado general”.

Soldado de los Guías de Navarra
 
Se podría empezar afirmando que el equipo del soldado carlista -canana y morral- no fue una invención de Zumalacárregui. A él le correspondió el mérito de haberlo adoptado porque eran baratos y funcionales. Y no olvidemos la manta multicolor colgando de los hombros. La famosa canana se había introducido en la infantería ligera española desde su fundación, en el siglo XVIII. La canana es un cinturón de cuero que se abrocha detrás, contiene varios tubos de latón delante y dos bolsillos con dos paquetes de cartuchos cada uno cerrados con una tapa de cuero. La canana era tan practica que la Legión Extranjera francesa la adoptó, convirtiéndose en un elemento diferenciador que valió a sus hombres, cuando regresaron a Argelia, d mote de “vientres de cuero”, ya que el resto del ejército francés seguía equipado al estilo clásico. Ventajas frente a la dura mochila -que también usaban los carlistas-, la cartuchera larga que limitaba el movimiento y los correajes opresores del pecho de los soldados liberales.

 
Pero si algo distinguía a los carlistas era la boina, la chapela: duradera, sufrida, cálida, hidrófuga… De hecho, la Legión Británica pronto se desprendió de sus morriones y adoptó algo “muy parecido al modelo del gorro carlista, la boyna”. Habitualmente se dice que se mantenían rígidas mediante un aro de metal que llevaban en el interior, pero algún observador aseguró que era un aro de sauce, lo que parece verosímil, por ser más sencillo de conseguir y más barato. Y, sobre el color de la prenda, diremos que no era roja, sino que el color más extendido era el azul.

 
Y de la cabeza vamos a los pies y el problema del calzado para un ejército que se desplazaba a pie. Zumalacárregui, el 8 de enero de 1834, solicitó “el calzado posible, principalmente zapatos”, prueba de que no había ninguna predilección a priori por las alpargatas, sobre todo en invierno. No obstante, el problema era intratable: el 7 de mayo de 1834 transmite su preocupación debido a que multitud de voluntarios estaban descalzos “y no tienen esperanzas de encontrar alpargatas”. El 3 de agosto se queja de que, como ha llovido durante tres días, la tropa estaba descalza...

Artilleros carlistas de azul y boina roja
 
En un detalle siniestro, se distinguía los muertos carlistas “por sus pies curtidos por la intemperie, ya que no usaban zapatos ni calcetines, sino alpargatas”. Aunque parece un detalle falso. Por su parte, los liberales señalaban que “acostumbrados los hombres (los soldados liberales) a usar las alpargatas, y andar diariamente 12 o 15 horas, los zapatos producían muchas bajas, inflamando y llagándoles los pies”. Parece que lo cierto es que se recurría a los unos o a las otras en función de las disponibilidades.

Soldados carlistas con zapatos y con alpargatas.
 
Otra forma de uniformarse, por parte de los carlistas, fue recolectar despojos. El método seguido era drástico: a los prisioneros se les arrancaba la mochila, el uniforme y el calzado. Se les dejaba las camisas; a algunos, también las zapatillas o las alpargatas, pero a ninguno les dejaban los zapatos. Estos eran preferidos por la tropa o eran buscados para revenderlos porque tenían mayor precio. Un prisionero isabelino narra que, tras la batalla de Villar de los Navarros, “se nos mandó desnudar por completo [...]. Recibimos, en cambio de nuestros uniformes, un pantalón viejo y una camisa de una suciedad repugnante”. Ante esos casos, no sorprende que en la capitulación de Mercadillo se estipulara de forma expresa el derecho de la guarnición a conservar el calzado y una muda.

Oficial carlista, gastador, abanderado, soldados de infantería.
 
Todo indica que en el ejército carlista los mandos tenían un vestuario que les diferenciaba de la tropa, pero que, a su vez, era común a todos ellos, sin que permitiera identificar ni la provincia ni el batallón en concreto al que pertenecían. A principios de 1835, se distinguían por ser los únicos que llevaban boina roja. A fines de ese año ya había oficiales vestidos con levita azul, con los botones timbrados con el monograma de don Carlos, y boina roja con distinta borla, según el grado. Por otra parte, nunca dejaron de llevar sus antiguos uniformes del ejército liberal. Hasta en junio de 1837, cuando habían tenido tiempo sobrado para equiparse, dos jefes carlistas acudieron a un parlamento con el enemigo vistiendo el de la Guardia Real. Y, el general carlista participante de la representación en Villarcayo viste chapela azul. En los grabados decimonónicos aparecen con boina roja.

 
La zamarra era prenda característica de los mandos. Estaba hecha de un cordero de un año, que normalmente se forraba en piel blanca y su longitud ideal era la de un Spencer (tipo chaquetilla torera), para que cubriera las caderas incluso a caballo: “nada en el mundo es, a la vez, tan cómodo y tan útil para el servicio; con ella no se nota el frío del invierno; desafía al viento, la lluvia y la nieve; se puede dejar que se seque sobre uno mismo, sin por ello arriesgarse a un resfriado. En verano se lleva abierta, o colgada al estilo húsar, e incluso en esa estación se agradece después de la puesta del sol”. Su principal defecto era que resultaba peligroso ser herido con ella puesta, quizás por el riesgo de infección debido al material con que estaba hecha.

Guías de Navarra asaltando las calles de Villarcayo
 
Sobre los Guías de Navarra, prestigiosa unidad representada en la fiesta de Villarcayo, hay información de fecha muy temprana. Se conoce su uniforme en julio de 1834, el primero completo que tuvieron. Consistía en “una pequeña chaqueta” gris azulada, “adornada en el pecho con galones, llamados sardinetas en el lenguaje de los soldados”; pantalón blanco, boina roja con borla amarilla y alpargatas. Aunque también, según la estación -quizá- “capote gris, con vueltas amarillas, boina encarnada y pantalón del mismo color”. Y, fíjense, las boinas eran rojas a pesar de decirse que eran exclusivas de los oficiales. Pero cuando estas hermosas ropas que hemos visto en Villarcayo se fueron deteriorando los guías vistieron, como los demás, despojos del enemigo.
 
Los Guías eran la unidad escogida por excelencia, en donde se mezclaban tanto hombres seleccionados como oficiales y sargentos que no habían satisfecho los exigentes baremos de Zumalacárregui y habían sido destinados a ese cuerpo para redimirse. En él, un buen oficial duraba dos meses fruto del desgaste que sufrían

Un chapelzuri guipuzcoano
 
Para Guipúzcoa, existe el Estado Militar de 1837 que cuenta que “el vestuario de los batallones de esta provincia es capote gris con botón blanco y un trencillo encarnado en el cuello; pantalón grancé de paño y de lienzo, blanco y boina azul”, y cananas negras. Excepción a esta regla era el quinto de Guipúzcoa, los conocidos chapelzuris, famosos por las boinas blancas que Zumalacárregui les había concedido. Los “gorras blancas” combatieron en los alrededores de San Sebastián contra los británicos. Wilhelm Von Rahden, observador militar alemán, menciona que vio en Tolosa a “los barbudos chapelzuris”, lo que puede indicar que la barba también los distinguía.

 
Por último, junto a los uniformes teóricos y las prendas arrebatadas a los muertos, heridos y prisioneros cristinos, hay que mencionar los vestuarios improvisados que se adquirían durante las expediciones. Por ejemplo, en la de Gómez, por falta de tiempo para confeccionar prendas reglamentarias, la tropa suplió con las de milicianos nacionales sus carencias; el primero de Asturias, creado por él, usó casacas y gorras de cuartel, no boinas ni chacó, y el séptimo de Castilla fue equipado con boinas y ponchos de color pardo.

 
De la artillería, se sabe por el Estado Militar de Guipúzcoa que la compañía destinada en esa provincia gastaba boina azul, capote gris con cuello y vuelta azul turquí, granadas de latón en el cuello y botón dorado. Otra versión, referente al Primer Batallón, indica boina azul, capote gris y pantalón encarnado. Ambas respetan el azul tradicional de ese Cuerpo, aunque sorprenden un poco los pantalones encarnados. Tal vez cuestión de existencias en los almacenes. Ratifica el uso de aquel color un testigo que afirmó que la artillería de la División de Castilla llevaba boina azul con borla negra. Otras fuentes sitúan a las unidades de artillería con boina roja, como es el caso de la recreación de Villarcayo.
 
La primera compañía que se formó usaba el uniforme de casaca larga azul, con cuello, vivos y carteras encarnadas, y boina roja con borla negra. El batallón, cuando se organizó, llevaba boina azul con borla negra, capote gris con cuello negro, botón amarillo y las tradicionales bombas en el cuello.

Tropas liberales cargando sus fusiles de chispa
 
Por último, nos fijaremos en el gastador que desfiló por Villarcayo y que aparece en una fotografía anterior. Se les reconocía por su barba más o menos poblada, la boina roja -en nuestro caso aparece con una azul, quizá por corresponder a un regimiento guipuzcoano- y el mandil de cuero flexible, que no lo llevaban siempre puesto. De hecho, era un elemento preciado para robar a los colegas liberales. Al ir armados de hacha se les decía que tenían el empleo de verdugos. Esa arma era para abrir caminos.

Soldado cristino uniformado de azul con vueltas 
en rojo y ancla al cuello ¿Infante de marina?
 
Visto, por encima, la uniformidad de los partidarios de don Carlos nos pasaremos a comentar, también someramente, los colores de los liberales. Estos eran el ejército regular del reino con todo lo que esto significaba: almacenes, fábricas, etc.
 
Los generales isabelinos, durante esa campaña, vistieron la levita azul y el sombrero bicornio, con o sin galón. La Infantería de Línea, al comenzar la contienda, vestía el uniforme que se le había asignado en 1828, con alto gorro cónico, chaquetilla azul, con hombreras y pantalón gris. En los faldones tenía carteras a la walona (es decir, verticales) y de color blanco. En verano usaba pantalón y botín blanco. Esta era la uniformidad de la patrulla del decimoquinto regimiento acuartelada en Villarcayo. Claro que la dureza de la vida en campaña motivó que fuesen abandonadas muchas de estas prendas y el soldado recurriese a otras más cómodas o confortables: gorro de cuartel, alpargatas… Detalles que vimos en la recreación villarcayesa. Y, según muestran cuadros y grabados de la época, poseían unos levitones o capotes cortos de color turquí con cuellos rojos o verdes. La Infantería Ligera tenía un uniforme muy similar a la de Línea, pero sustituyendo el color azul por el verde.

Oficial de artillería isabelino
 
Los oficiales de la Artillería a Pie tuvieron, que ser también reorganizada en 1835, comenzaron a usar la levita larga con dos hileras de botones, utilizando esta prenda con el sombrero cuando no iban con la tropa del regimiento, pero en campaña se usaba también el morrión. Las charreteras que usaban eran de galón y flecos de hilo de plata. En el cuello la bomba de los artilleros.

Voluntarios liberales 

Por supuesto, los ciudadanos de la población que participaron en la trifulca no tenían uniforme, aunque, seguro, algunos desempolvarían viejos trajes militares con los cuales enfrentarse a los carlistas. Que es lo que se ve en la milicia de Villarcayo.
 
Infantería de línea liberal

 
Bibliografía:
 
“Militaria 83. 150 años del inicio de las guerras carlistas”. Sociedad filatélica de La Coruña, Banco Pastor, ayuntamiento de La Coruña.
“El ejército carlista del norte (1833-1839)”. Julio Albi de la Cuesta.
 
Para saber más:



domingo, 18 de septiembre de 2022

Alfonso VIII y Alarcos (1170-1195).

 
 
Alfonso VIII alcanzará la mayoría de edad el año 1170. En años previos los leoneses habían pactado con los Almohades protegerles la zona de Badajoz, atacada por los portugueses. Y el regente castellano, Nuño Pérez de Lara, mantenía una alianza con el Rey Lobo, Ibn Mardanish, rey de Murcia y Valencia, el menos moro de los reyes moros que buscaba un postrer aliado. Este reyezuelo había perdido la protección de Aragón por no pagarle unos 40.000 morabetinos. Y, escusándose en ello, el joven monarca aragonés, Alfonso II, ya mayor de edad, lo atacó. El rey Lobo, a su vez, atacó a su suegro Abenmochico porque este quería entregar Jaén a los almohades. Ibn Mardanish cede a los castellanos las plazas de Vilches y Alcaraz que controlaban Despeñaperros y La Mancha y el valle alto del Guadalquivir. Nuño de Lara había, también, recuperado Toledo y su área de influencia, importante en la continua disputa sobre los derechos de reconquista.

Rey Lobo
 
A cambio de una ayuda militar constante de varios miles de caballeros -por otra parte, estupendamente pagados por el Rey Lobo-, el rebelde de Murcia era un muro que protegía Castilla por el sur. ¿Diríamos, entonces, que los Lara habían sido unos buenos regentes? Para decidirnos miremos al norte donde no pudieron impedir que Navarra sustrajera, entre 1162 y 1163, una buena porción de territorio castellano de las Provincias Vascongadas y La Rioja. Navarra volvía a situarse cerca de Las Merindades. Las hostilidades se mantuvieron hasta 1167 cuando se firmó una tregua para diez años.
 
Gracias a los leoneses los Almohades tuvieron las tropas libres para atacar al rey Lobo quien, a su vez, sufría desordenes internos. A partir de mayo de 1169, el califa Abu Yaakub Yúsuf envió a su hermano Abu Hafs a la península con un gran ejército. Aceptará la sumisión de Abenmochico y su territorio de Jaén. Eso acercaba a los Almohades al territorio del rey Lobo y le dejaban sin sus ricos recursos para mantener sus tropas, y que ahora tendría que obtener elevando los impuestos sobre su población. Cuando termina el año 1171 ya sólo tiene bajo su control la ciudad de Murcia y sus alrededores, defendida por mercenarios que apenas puede pagar. Castilla nunca le ayudó. Adelantamos que el 27 de marzo de 1172 morirá el rey Lobo y sus hijos entregarán la ciudad a los almohades. A partir de ese momento, el Imperio almohade ocupó todo Al Ándalus.

Alfonso VIII de Castilla
 
En el año 1170 Alfonso VIII de Castilla cumple quince años. Momento en que las Cortes, reunidas en Burgos, le proclaman rey. Alfonso había visto cómo su reino, durante la larga regencia de Nuño Pérez de Lara, se convertía en presa de los monarcas vecinos. Fernando de León controlaba Medina de Rioseco y Sancho VI de Navarra ocupaba una amplia franja en La Rioja, Álava y Vizcaya. Al menos, eso sí, Castilla había quedado a salvo de las invasiones almohades. Alfonso II de Aragón cumple ese año de 1170 trece años. Los consejeros de Castilla y de Aragón, asumieron que ambos reinos tenían que entenderse porque el enemigo de ambos era Sancho de Navarra. Los dos Alfonso se encontraron en aquel 1170 y concluyeron una “alianza y ayuda mutua contra todos excepto contra el rey de Inglaterra, al cual tenemos como padre”. ¡¿El rey de Inglaterra?! Inglaterra controlaba los territorios franceses del sur, vecinos de Navarra, y habían comenzado las relaciones comerciales entre los puertos castellanos del Cantábrico y los mercados anglosajones. Y, ¿qué ganaba el inglés? Secar las aspiraciones de quienes querían recuperar la unidad de la Francia carolingia y desactivar una posible amenaza navarra en sus territorios de Gascuña. También se pactaron matrimonios. Alfonso VIII de Castilla casaba con una hija del rey de Inglaterra, Leonor Plantagenet, que aportaba los territorios del condado de Gascuña. Él otorgaba a su nueva esposa, de once años, cierto número de castillos, rentas y la ciudad de Burgos. Por su parte, Alfonso II de Aragón casaría con Sancha de Castilla y Polonia, hija de Riquilda, tía del rey castellano.

Alfonso II de Aragón
 
Una numerosa comitiva de condes, obispos y señoritingos castellanos acudieron a Burdeos a recoger a la novia de Alfonso VIII. La boda se celebró en Tarazona en el mes de septiembre de 1170 con numerosos nobles ingleses y franceses como invitados. El padrino fue Alfonso II de Aragón.
 
Paralelamente a ese tiempo de felicidad marital y alianzas cruzadas, el califa almohade Abu Yaakub Yúsuf prepara una ofensiva que obligará, en el futuro, a los cristianos peninsulares a firmar una alianza bajo inspiración papal. Aun a pesar de las alianzas que mantenían con musulmanes y contra cristianos. Desde septiembre de 1173, el califa atacó las posiciones leonesas. Las treguas que había firmado con Castilla y Portugal le permitieron concentrar todas sus fuerzas en la frontera de León.

 
Claro que, este tema de alianzas, treguas y ataques sectoriales, a Castilla y Aragón también les permitía trabajarse Navarra. Castilla tenía litigios por los territorios de Álava y Vizcaya, La Rioja, el norte de Soria... En definitiva, las salidas navarras al mar, las vías de comunicación y áreas ricas en recursos agrarios. El rey de Navarra, Sancho VI, está dispuesto a luchar por mantenerlas frente a la alianza de los Alfonso. En 1173 se inician los combates entre cristianos… que aprovechan los Almohades para presionarlos. Alfonso VIII se ayudará, para blindar la frontera desde 1174, de las órdenes militares cediendo villas como Maqueda y Zorita de los Canes a la Orden de Calatrava, o la villa de Uclés a la Orden de Santiago. El último acto del pleito con Navarra fue la Paz de Fitero (1176), donde los dos monarcas implicados se sometían al arbitraje del rey de Inglaterra, Enrique II. Pero el navarro tenía razones para cuestionar la imparcialidad del árbitro: el inglés era tutor del rey de Aragón y suegro del rey de Castilla. Sancho VI de Navarra no aceptará la decisión de Enrique de Inglaterra que señala que La Bureba, Logroño y otras plazas riojanas deben volver a Castilla, mientras que Alfonso VIII debe retornar las plazas capturadas últimamente a Navarra.

Fernando II de León

León, tras el ataque Almohade, vio hundirse todo su frente sur: cayeron Alcántara y Cáceres; los territorios del sur del Tajo fueron saqueados; la población huyó al norte, a Ciudad Rodrigo... El rey de León movilizó cuantas tropas pudo y marchó a socorrer esa ciudad. Lo consiguió: en octubre de 1174 los almohades abandonaban desordenadamente el asedio. Eso sí, todos los territorios al sur del Tajo se habían perdido. A la altura de junio de 1177, los reyes Fernando II de León, Alfonso VIII de Castilla y Alfonso II de Aragón se reúnen en Tarazona. Por cierto, les recuerdo que Fernando es tío de los otros dos.
 
En las semanas siguientes, Alfonso VIII de Castilla, que ya había llevado a sus tropas hasta la vista de Cuenca desde principios de 1177, recibe refuerzos aragoneses y leoneses para el sitio de la ciudad tras la reunión de Tarazona. Estas tierras habían sido escenario reciente de una de las ofensivas almohades pese a la tregua de Castilla con el califa Abu Yaakub Yúsuf: en el verano anterior los moros de Cuenca habían saqueado las tierras cristianas de Huete y Uclés. Aquello rompió la tregua y movió a Alfonso VIII a ordenar el cerco de la ciudad de Cuenca. Al mismo tiempo, Fernando de León lanza una campaña que bordea Sevilla y llega hasta jerez. En Portugal, el príncipe Sancho, que dirige a las tropas ahora que su padre ha quedado impedido, ejecuta otra ofensiva simultánea y saquea a conciencia el territorio sevillano. Alfonso II de Aragón, por su parte, mueve a sus tropas sobre territorio murciano. Se actúa al mismo tiempo y en todos los frentes.

 
El alcaide moro de Cuenca, llamado Abu Beka, pidió refuerzos al califa, pero el caudillo almohade andaba en ese momento demasiado ocupado en África. Sin refuerzos, Abu Beka intenta una cabalgada contra el campamento cristiano para matar al rey Alfonso VIII. Era el 27 de julio de 1177. La hueste mora galopa buscando la tienda del rey Alfonso. Los caballeros cristianos rechazan sangrientamente a los conquenses y el rey está a salvo. Pero no el conde Nuño Pérez de Lara, el viejo regente de la corona, que ha muerto defendiendo a su rey. Dejaba tres hijos y una viuda: Teresa Fernández de Traba. El 21 de septiembre de 1177, festividad de San Mateo, Cuenca era castellana.
 
¿Todo bien y paz eterna entre los cristianos? Pues no. León tenía problemas con Portugal y con Castilla. Centrados en esta última, se disputaban el control de la Tierra de Campos y sus recursos agrarios. Fernando II desarrolló una estrategia en varios frentes. Destacamos que se casó con la viuda gallega del viejo regente castellano Nuño Pérez de Lara, Teresa Fernández de Traba, lo cual le permitía estrechar lazos con la nobleza gallega y acercarse a los poderosos Lara. Por su parte, Alfonso de Castilla ordenó una incursión militar por la zona de Medina de Rioseco. Era noviembre de 1178. La tensión crece y la búsqueda de aliados se hace imprescindible. Castilla se atrae a aragoneses y portugueses.



 
Fernando II se encuentra atrapado entre dos frentes. A lo largo de 1180 convoca dos curias, en Coyanza y en Benavente, para persuadir a la nobleza leonesa de que actúe sobre la Tierra de Campos. Nanay, no le veían el beneficio para ellos. El conflicto terminará en marzo de 1181 con la firma del Tratado de Medina de Rioseco. Allí se fijó un colchón fronterizo mediante la entrega de cinco castillos por cada reino a las órdenes militares de Santiago y del Hospital para que mantuvieran y vigilaran la paz. ¡Útiles órdenes militares!
 
La frontera quedaba fijada en una larga línea desde Saldaña hasta Peñafiel. León conseguía paz y tranquilidad y Castilla la Tierra de Campos. A su vez, Castilla y Aragón habían firmado el Tratado de Cazola, en Soria, de 1179. Acordaron que la corona de Aragón reconquistaría el Reino de Valencia hasta las plazas de Játiva, Denia, Biar y Calpe. Y Castilla podría hacer lo propio con los territorios y plazas situados al oeste del castillo de Biar. ¿Dónde? Era el oeste de lo que hoy es la provincia de Alicante. Compensación: Aragón dejaba de ser reino vasallo de Castilla. ¿Y eso? El vasallaje procedía del antiguo reino de Zaragoza y tenía ciertas obligaciones.

 
El Tratado de Cazola precipitó la solución de otros problemas fronterizos. El rey Sancho de Navarra decidió aceptar el arbitraje de Enrique de Inglaterra y devolvía a Castilla todas las tierras de La Rioja y La Bureba. Se quedaba con las Provincias Vascongadas y también con Rueda de Jalón y Albarracín, el viejo dominio de Zafadola. Así, entre Fitero, Medina de Rioseco y Cazola, se termina de dibujar, a la altura de los años 1177-1180, el mapa de la España cristiana medieval.


En 1184, mismo año de la victoria portuguesa en Santarem, Alfonso de Castilla toma Alarcón y Aragón se orienta hacia el mediterráneo y el sur de Francia. En 1188 muero Fernando II de león, rey de un reino con escasez de recursos económicos, peleado con castellanos y portugueses y enfrentado a los moros. Alfonso VIII aprovecha para invadir tierras fronterizas con León. ¿Quién será el nuevo rey? Alfonso IX, tras pelearse con su madrastra que buscaba coronar a su hijo Sancho, de dos años. León estaba desarticulado y en plena crisis económica. Para solucionarlo, Alfonso IX, optó por convocar unas Cortes “democráticas”. Las primeras de la historia de Europa.

Alfonso IX de León
 
Las campañas castellanas en Al-Ándalus han sido incesantes: después de la que asoló las tierras de Córdoba en 1182, Alfonso VIII ha dirigido a sus huestes sobre Alarcón, Iniesta, Plasencia (ciudad que funda en 1186) y hasta Alcalá de Guadaira en 1189, a las mismas puertas de Sevilla. Por su lado, los portugueses atacan el Algarve. En una situación así, la única política posible era pactar con unos y guerrear con otros. Y eso hizo el califa almohade a la altura de 1190. ¿Por qué se lanzó a la guerra? Porque su poder procedía de una sociedad guerrera que era azuzada por intransigentes principios religiosos que ya no podían ser contenidos por más tiempo. Abu Yúsuf Yaacub al-Mansur -no confundir con su antecesor- ataca Portugal y tiene treguas y paces con León y Castilla.
 
Esto conllevará que, entre los cristianos, nadie se fie de nadie. Entre los años 1190 y 1194 se suceden las rupturas y los pactos entre nuestros cinco reinos. No solo son los pactos con los Almohades, sino que el poder de Castilla levanta suspicacias en los demás reinos. Alfonso VIII de Castilla mantenía reivindicaciones sobre territorios que estaban bajo las coronas navarra y aragonesa. También era visto como aliado de Enrique II Plantagenet, su suegro. Por otro lado, el rey Sancho VI de Navarra estaba casado con una tía de Alfonso de Castilla. Y una hija del rey navarro, Berenguela, era la esposa de Ricardo Corazón de León, el heredero de los Plantagenet. Con estos mimbres, Alfonso II de Aragón vio que en su flanco oeste se podía formar un peligroso cesto: una alianza entre Castilla, Navarra y los Plantagenet que lo podía eliminar. Y por eso Alfonso de Aragón decidió promover una alianza anticastellana. En 1190 se aúna con la encajonada y acosada Navarra. Por este tiempo, los reinos de León y de Portugal, largamente enfrentados, se ponían de acuerdo y lo ratificaban con una alianza matrimonial sin dispensa papal materializada hacia el invierno de 1191. Estas dos alianzas se unen en mayo de 1191 y pactan un programa común: no hacer la guerra entre sí; no hacer la guerra sin el consentimiento de los otros tres socios; hacer la guerra a Castilla; y no firmar paces por separado con nadie. Con esto, en junio de 1191, los reyes de Navarra y Aragón atacan Tarazona, en territorio castellano. ¿Qué salvaría a Castilla? Dios. Bueno, su representante en la Tierra.

Enrique II Plantagenet
 
Llegó el dictamen del papa Celestino III sobre el matrimonio de Alfonso de León y Teresa de Portugal (el matrimonio sellador de la alianza de esos reinos): nulo por la consanguinidad de los esposos. Esto era como privar de legitimidad al Reino de León. Como Alfonso IX de León mantenía treguas con los almohades, el Papa no se mordió la lengua declarando al monarca leonés como enemigo de la cristiandad. Traducido a nuestro siglo XXI: los súbditos de León quedaban exonerados del deber de obediencia a su rey. Y así, en muy pocos meses, se pasó de una situación en la que Castilla estaba perdida a otra en la que el que estaba perdido era el Reino de León. Y se convirtió en el pimpampum de sus vecinos.

Celestino III
 
Portugal invadió Galicia con la connivencia de una facción de la propia nobleza gallega. Castilla atacó por Benavente y después por Astorga. Alfonso VIII llegó en su campaña a las mismas puertas de León. A todo esto, el papa Celestino III, enterado de lo que estaba pasando, se tiraba de los pelos. El obispo de Roma quería que Alfonso de León negociase su matrimonio y rompiese los acuerdos con los Almohades y no… no lo había logrado. Celestino III envía a España a su sobrino, el cardenal Gregorio de Santángelo, en calidad de legado pontificio para conseguir la paz y la unidad de acción contra los musulmanes.

 
Pese a la apariencia de paz en la frontera, la tensión aumenta sin tregua. A la altura de 1193 el califa almohade expulsa a los embajadores castellanos en Marrakech. ¿Por qué? Porque castellanos y leoneses empezaron a ponerse de acuerdo después de años de conflicto. ¡Bien por la política papal! Y por las órdenes religiosas que eran una fuerza militar dependiente del Vaticano. Sepan que, en el año 1193, Celestino III pide a las órdenes militares hispanas que continúen la lucha contra los musulmanes, dejando a los reinos cristianos en medio de “moros” y “curas”. Comienza el año 1194. El papa consigue por fin la alianza entre los reyes de Castilla y de León que se han reunido en Tordehumos, Valladolid, bajo la inspiración del legado papal, el cardenal Gregorio.
 
El rey de Castilla, Alfonso VIII, devolverá al rey de León, Alfonso IX, los castillos ocupados en las guerras anteriores: Portilla, Alba, Luna... Así mismo, el castellano se compromete a que después de su muerte sean devueltas a León el resto de plazas ocupadas: Valderas, Bolaños de Campos, Villafrechós, Villarmenteros, Siero de Riaño y Siero de Asturias. Por su lado, el cardenal Gregorio concedía a León la propiedad de los castillos que entraron en el reino como dote de Teresa de Portugal, aunque el matrimonio de ésta con el rey de León había sido anulado. ¿Sólo ganaba León en este acuerdo? No, se acordó también que, si Alfonso IX moría sin descendencia, el rey de Castilla heredaría León. Por último, y para garantizar que todo esto se cumpliría, el acuerdo se puso bajo la vigilancia de las órdenes militares: León designaba al maestre de la Orden del Temple y Castilla al de la Orden de Calatrava, ambos con la misión expresa de guarnecer los castillos entregados como prenda de paz y obligar a los monarcas firmantes a respetar lo pactado.
 

Tordehumos llega en el momento oportuno, porque -parafraseando a Rosa Klebb en “Desde Rusia con Amor”- “la guerra fría iba a ponerse muy caliente”. Alfonso VIII de Castilla comunica a los habitantes de las áreas fronterizas que se preparen para la guerra. Y como la mejor defensa es un buen ataque, las huestes de Castilla penetran en tierras de Jaén y Córdoba y baten el valle del Guadalquivir hasta las mismas puertas de Sevilla. Al frente de estas tropas iba el arzobispo de Toledo Martín López de Pisuerga. El caudillo almohade tenía en ese momento un fuerte ejército movilizado en dirección a Ifriquiya (Túnez) para castigar a los rebeldes de esa región. Después de golpear allí, esas tropas se dirigirían contra Hispania. Por su parte, en un lugar de Ciudad Real, sobre cierto cerro a cuyos pies corre el Guadiana, Alfonso VIII está construyendo la plaza fuerte de Alarcos.
 
Alrededor de junio de 1195 llegan los soldados almohades a la península y marchan a Sevilla, su capital en Al-Ándalus. Un ejército de unos trescientos mil hombres entre jinetes y tropas de a pie que partirá por el viejo camino de guerra musulmán. Abu Yúsuf Yaacub al-Mansur llega a Córdoba el 30 de junio y le recibe el gobernador Pedro Fernández de Castro, señor de Castro y del infantado de León, que añade sus propias huestes al ejército del califa. ¡¡¿Qué hacía un Castro en Córdoba?!! Pertenecía a un linaje determinante en Castilla, pero estuvieron enfrentados a los Lara durante la minoría de edad de Alfonso VIII y se pasaron a León. Pedro estaba con los moros porque no vio futuro a seguir en León. Abandonan Córdoba el 4 de julio, salvan Despeñaperros y enfilan el camino de Toledo. Pero para llegar a la capital castellana deben superar la fortaleza de Alarcos.

Cerro de Alarcos
 
Gracias a las patrullas de la orden de Calatrava los castellanos reciben noticias precisas sobre la ofensiva almohade. Alfonso VIII sabe que sus defensas manchegas son débiles y están dispersas en distintos castillos y plazas de la llanura. Si las desbordan los moros dominarán el valle del Tajo. El rey reúne en Toledo cuantas fuerzas puede. Alfonso sabe que cuenta con el apoyo militar de León, Navarra y Aragón. ¡Hay que parar a los almohades! Y sólo puede ser en la plaza de Alarcos, la llave del valle del Tajo. Pero está todavía en construcción.
 
Tanto Alfonso IX de León como Sancho VII de Navarra están cerca de Toledo con sus mesnadas. El papa Celestino III, por su parte, acaba de hacer pública la concordia de Tordehumos y llama a los monarcas y príncipes de España a colaborar en la guerra contra el sarraceno, bajo pena de excomunión. Todo apunta, pues, a que será posible formar un ejército invencible, capaz de desmantelar la ofensiva almohade. Sólo es cuestión de esperar unos pocos días.

 
Pero Alfonso VIII no está tranquilo. El 16 de julio de 1195, los almohades se han acercado a Alarcos, han llegado hasta sus mismos alrededores y el ejército cristiano aún no está constituido. ¿Qué hacer? Si el rey de Castilla espera, aunque sólo sean dos días, puede perder esa plaza capital; por el contrario, si acude en solitario a Alarcos tal vez salve la ciudad, pero se enfrenta a un enemigo muy superior. Las huestes de León y de Navarra se acercan, pero Alfonso VIII de Castilla no puede esperar más. ¿Su pesadilla? Alarcos perdida, su frontera sur mutilada y un poderoso ejército almohade en el corazón mismo de La Mancha. Y en esa coyuntura, ¿de qué serviría tener un gran ejército en torno a Toledo si la baza fundamental ya se había perdido? El rey de Castilla decidió marchar él solo a Alarcos para luchar.

 
El 17 de julio llegan a Alarcos las fuerzas castellanas. En primer lugar, la caballería pesada, punta de lanza de la estrategia militar cristiana en esos tiempos. Son unos diez mil hombres al mando del señor de Vizcaya, Diego López de Haro. Alfonso VIII ha visto ya a su numeroso enemigo. En ese momento las tropas de León están ya en Talavera, a unos doscientos kilómetros de Alarcos. Las vanguardias moras ya ocupan los alrededores de Alarcos y aún no ha terminado de reunirse.

 
Alfonso VIII sale de Alarcos y envía a sus tropas contra la vanguardia del avance musulmán. Espera descomponer a la muchedumbre de Abu Yúsuf Yaacub al-Mansur antes de que hayan podido alinearse. No lo consigue. Termina el día 18 y, al alba del día 19 de julio, los Almohades se despliegan en torno a una colina cercana a Alarcos, La Cabeza. Abu Yúsuf coloca en primera línea a los voluntarios de la yihad (bereberes benimerines, zenatas y hentatas, sucesivamente), carne de cañón destinada a frenar y cansar a los cristianos. En los flancos están las fuerzas más ligeras, que envolverán al enemigo a base de velocidad. Y en la retaguardia las unidades más experimentadas con la misión de intervenir en un tercer momento para dar el golpe final al oponente. Todo ello aderezado con un poderoso cuerpo de arqueros que debía someter al enemigo a una lluvia de hierro antes del cuerpo a cuerpo y que se situaban casi al final de los voluntarios. El mando de esta formación se le dio al visir del califa, que se llamaba Abu Yahya. A la izquierda formaron los jinetes árabes. A la derecha, las fuerzas andalusíes. Y detrás quedó el califa con las mejores fuerzas almohades y su guardia negra de esclavos.

 
La estrategia castellana consistía en romper la línea de los voluntarios de la guerra santa con rapidez para que las otras formaciones del cuadro musulmán quedaran en posición desventajosa. Si la vanguardia mora se quebraba en los primeros compases, de nada serviría el movimiento envolvente de las alas musulmanas, porque los cristianos habrían quedado dueños del campo con sus líneas intactas. Y entonces podría avanzar la segunda línea, el grueso de la tropa, mandada en esta ocasión por el propio rey Alfonso VIII, para terminar la faena. De lo contrario…

 
Ese primer ataque lo ejecutará la caballería pesada, miles de jinetes y caballos cubiertos de hierro. La primera carga se estampó contra las masas de benimerines y zenatas. Los jinetes se trabaron en los infantes enemigos y tuvieron que volver grupas. Ejecutaron una segunda carga. Y una tercera que fue más eficaz y puso en fuga a los voluntarios bereberes. Con la caballería cristiana en medio del campo, había llegado la hora de los movimientos envolventes. Para anticiparse a la maniobra musulmana, los jinetes de Diego López de Haro cargaron contra el flanco de las tropas andalusíes. Pero la marabunta almohade cayó sobre la caballería castellana e impidió la maniobra. Mientras, el otro ala mora, la de la caballería ligera, se ha precipitado sobre la vanguardia cristiana y le ha cerrado la salida. Por si fuera poco, los arqueros sarracenos hacen su trabajo y cubren de flechas el cielo. Los jinetes cristianos se encuentran ahora rodeados por todas partes y expuestos a la lluvia de saetas del enemigo.

 
Se cumplen ya tres horas de combate bajo el duro sol del verano manchego. Es en ese momento cuando Alfonso VIII de Castilla ordena su segundo movimiento: el grueso de su ejército avanzará contra los musulmanes. Pero... era inútil ante la masa de soldados moros. “Oscureciose el día con la polvareda y vapor de los que peleaban -dice la crónica árabe-, tanto que parecía noche: las cábilas de voluntarios alárabes, algazaces y ballesteros acudieron con admirable constancia, y rodearon con su muchedumbre a los cristianos y los envolvieron por todas partes. Senanid con sus andaluces, zenatas, musamudes, gomares y otros se adelantó al collado donde estaba Alfonso, y allí venció, rompió y deshizo sus tropas”. Las tropas de refresco moras, las huestes almohades y la guardia del califa, se lanzaron contra las posiciones castellanas.

 
Diego López de Haro trataba de abrirse paso fuera del cerco en que se encontraban. ¿Hacia dónde? Hacia Alarcos, el castillo inacabado. Detrás quedaban los cadáveres del maestre de la Orden de Santiago, Sancho Fernández de Lemos; del maestre de la Orden portuguesa de Évora, Gonzalo Viegas; de Ordoño García de Roda, obispo de Ávila; de Pedro Ruiz de Guzmán, obispo de Segovia; y de Rodrigo Sánchez, obispo de Sigüenza.

 
Alarcos, no obstante, era solo un conjunto de construcciones sin muros sólidos ni protección suficiente y nula defensa. Pronto cinco mil sarracenos sitian el lugar. “Allí fue muy sangrienta la pelea para los cristianos, y en ellos hicieron horrible matanza”, dice la crónica mora. Los que pueden, tratan de escapar hacia el collado donde Alfonso VIII ha plantado su tienda. Diego López de Haro rinde la plaza a Pedro Fernández de Castro, que apenas había participado en la batalla.
 
En todo caso, con rendición incluida, la entrada de los almohades en Alarcos fue una carnicería. La crónica mora lo describía con deleite. Halláronse en Alarcón veinte mil cautivos, pero la crónica mora dice que Abu Yúsuf Yaacub, para gran irritación de sus tropas, liberó a los cautivos. Quizá el califa quiso mostrarse generoso en el momento de la victoria, o tal vez trató de enviar un mensaje político a los otros monarcas cristianos, aquellos que, por falta de tiempo y por la precipitación del rey castellano, no habían llegado al campo de batalla. Sea como fuere, el balance de la batalla ya estaba escrito: un desastre sin paliativos para las armas castellanas.

 
Los almohades levantaron el campo, renunciaron a seguir hacia el norte y se replegaron de nuevo hacia Andalucía. El propio califa, Abu Yúsuf Yaacub al-Mansur, abandonó España y volvió a Marruecos para reforzar sus huestes. No necesitaba seguir guerreando porque Castilla había perdido su potencia militar. El cálculo de bajas oscila entre los veinte mil y los treinta mil castellanos. Para reponerlos necesitaría diecisiete años, lo que tarda en llegar a la edad adulta una nueva generación. Se esfumó el trabajo de repoblación de los decenios anteriores, y que había colonizado, y fortificado, la ancha llanura que se extiende desde la sierra de Guadarrama hasta Sierra Morena. Amén de que la seguridad de Toledo será precaria.

 
Como nota irónica los reyes coaligados exigieron explicaciones a Alfonso VIII por su apresuramiento. El de Navarra, Sancho VII, enojado, se volvió a Pamplona y el de León, Alfonso IX, enfurecido, se llegó a Toledo para abroncarlo y reclamarle los castillos señalados un año antes en el Tratado de Tordehumos. Aquí jugó un papel de importancia Pedro Fernández de Castro, el magnate que había pasado al campo almohade, quien negociara con Diego López de Haro la rendición. Seguramente es a Pedro Fernández de Castro al que hay que atribuir las circunstancias relativamente benignas de la capitulación: Diego López de Haro salvó la vida y se le permitió marchar, así como a los demás supervivientes de Alarcos. Cautivos del moro sólo quedaron doce caballeros como rehenes para el pago de rescates, lo cual era una práctica habitual de la guerra en ese tiempo. Sabemos que esto irritó grandemente a los almohades de Abu Yúsuf, que sin duda hubieran preferido una degollina masiva, pero el califa dejó hacer a Castro.

 
¿A qué estaba jugando el califa? ¿Y a qué estaba jugando Castro? Todo indica que ambos trataban de utilizar su victoria en Alarcos para dibujar un nuevo equilibrio político en la península. Antes de Alarcos, los cristianos habían formado frente común por insistencia del Papa; pero ahora, después de Alarcos, los leoneses y los navarros estaban cabreados con Alfonso VIII que había querido combatir solo. Por tanto, la ocasión la pintaban calva para provocar una nueva ruptura entre Castilla y León, lo cual aliviaría sobremanera la posición almohade. Es muy sintomático que quien negocie la rendición de Alarcos no sea un caudillo moro victorioso, sino un cristiano como Castro. Y aún más sintomático es que Castro, después de la batalla, aparezca de nuevo junto al rey de León. ¿Cuál era el objetivo leonés de Pedro Fernández de Castro? Recuperar los territorios que el anterior rey de León había otorgado a su padre entre Trujillo y Montánchez, entre el Tajo y el Guadiana. Territorios que Castilla se había quedado. Mientras duró la alianza entre Castilla y León, Pedro no podía tener la menor esperanza de recuperar aquel señorío familiar, y por eso pasó al lado almohade. Pero ahora, al calor de Alarcos, con Castilla debilitada, León podía plantear exigencias. Y el rey de León podía, además, contemplar la posibilidad de un nuevo pacto con el califa. ¿Quién era el intermediario idóneo para ese pacto? Sin duda, Pedro Fernández de Castro. El cual, por su parte, recuperaría el señorío de los Castro en la frontera.

Leonor de Plantagenet
 
Hubo pacto entre el califa y León. Y entre el califa y Navarra. Pactos temporales y por separado que contemplaban, en el caso de León, una tregua, y en el caso navarro, la neutralidad del reino de Pamplona. Suficiente para cumplir el objetivo de romper la alianza de los reinos cristianos. Pero hubo un error. Los almohades, después de devastar La Mancha y Extremadura -con apoyo leonés-, marcharon contra los territorios que Castro consideraba suyos: Trujillo, Montánchez, etc. Pedro Fernández de Castro rompió sus relaciones con el califa almohade y pasó decididamente al lado del rey de León, que le nombró mayordomo mayor. Pero al califa Abu Yúsuf Yaakub al-Mansur, seguramente, todo aquello le daba ya igual y volvió a África, donde le quedaba pendiente el problema del rebelde almorávide Ibn Ganiya. La última campaña de Abu Yúsuf fue precisamente contra este último resto de la vieja dinastía. Y luego murió en 1199. Había reinado quince años. En ese periodo el Imperio almohade conoció su mayor esplendor. Le sucedió su hijo Muhammad al-Nasir.
 
¿Y en la España cristiana? Lo que quedaba en la España cristiana era un paisaje de extrema inestabilidad. Vuelve a reproducirse el esquema de pactos y alianzas entre y contra los cinco reinos, en paz unas veces, en guerra otras, buscando cada cual la definición de su propio espacio político a costa del vecino.
 
 
Bibliografía:
 
“Moros y cristianos”. José Javier Esparza.
“Atlas de historia de España”. Fernando García de Cortázar.
“Historia de Castilla. De Atapuerca a Fuensaldaña”. Juan José García González.
“Historia de España”. Colección de SALVAT.
Periódico “Lanza”.
Periódico “La tribuna de Ciudad Real”.
Blog “Mancha Ignota”.
Blog de “Juan Carlos Isla”.