La
proliferación de reinos peninsulares no era un camino para la integración y
para que todos se sintieran empujados en un frente común, tanto en el lado
musulmán como en el cristiano.
Ramiro
de Aragón, tras la muerte de García en la batalla de Atapuerca, no desperdicia
la ocasión y ocupa plazas importantes de Navarra: los valles de Escá, Aragón y
Onsella. Entiéndanme, no es por maldad sino porque necesitaba tierras nuevas
para acomodar a su población. Y lo mismo cuando avanzaba por tierras de los
moros. Y decide tomar Graus que es una fortaleza clavada donde el valle del
Ésera se estrecha. Un auténtico tapón geográfico. Para llegar a Barbastro no
hay más remedio que pasar por allí. El problema es que la taifa de Zaragoza lo
defiende con uñas y dientes. ¿Taifa de Zaragoza? Un reino que abarcaba la
actual provincia de Zaragoza, parte de Teruel, media provincia de Huesca, el
sur de la actual Navarra, parte de La Rioja y Soria, parte de Tarragona y
Lérida y casi toda la actual provincia de Castellón. Además, le rendían tributo
de vasallaje las taifas de Valencia y Denia. Y rico.
¿Dónde
radicaba la prosperidad de Zaragoza? En las tierras del Ebro y en las rutas
comerciales que atravesaban su territorio, tanto la marítima, porque la taifa
tenía una amplia zona costera, como la terrestre, que subía desde Córdoba en
dirección a Francia. Desgraciadamente, hacía frontera con todos los reinos
cristianos. Por ello, tenía que pagar tributos a todos estos reinos y condados
si quería ver sus fronteras tranquilas. Estos le protegían tanto de otros
reinos cristianos como de los árabes. Los súbditos de la taifa de Zaragoza
estaban fritos a impuestos con el consiguiente malestar social. Al-Muqtadir, el
rey, decidió pagar solo a uno. A Fernando I de León que era el más poderoso.
Desde 1060, al menos, le pagará tributo anual.
Y
llegamos al año 1063 cuando Graus vivía la amenaza de las tropas aragonesas.
Fernando debía ayudarlo para mantener su economía en marcha porque las parias
eran su principal recurso económico y su único recurso monetario que permitía
pagar huestes guerreras más o menos estables. León envió un contingente
comandado por el primogénito, Sancho, que no el heredero del reino. Me explico,
en ese mismo año de 1063, Fernando había convocado un concilio en el que adopta
inusuales disposiciones testamentarias: el trono de León no será para Sancho,
sino para el segundo hijo, Alfonso, que al parecer era su favorito. Lo que a
Sancho le va a quedar es otra cosa, una Castilla elevada a la condición de
reino y, como dote perpetua, las parias de Zaragoza. “¡Hay que jod…!” pensaría Sancho.
Por
ello, Sancho sí que estaba interesado en el tema de Zaragoza. Junto a él
cabalgará Rodrigo Díaz de Vivar, al que los siglos conocerán como el Cid
Campeador. Y mucho tendría que esgrimir su espada porque Ramiro había preparado
una concienzuda estrategia político militar: restauró la sede episcopal de
Huesca, ubicada en jaca porque Huesca era mora. Este acto fue aliento moral
para el ataque porque Graus estaba antes de llegar a Huesca.
Su plan
era atacar Graus por el sur, en las tierras hoy sumergidas bajo el embalse de
Barasona, donde más ancho es el campo. Suponemos que no fue una batalla de
asedio, porque el rival había acumulado muchas más tropas de las que cabían en
Graus. El propio al-Muqtadir acudió al combate. Batalla, pues, a campo abierto,
donde los moros emplearían la fortaleza de Graus como bastión logístico. Lo que
decidió la batalla, sin embargo, fue otra circunstancia: Sadaro.
Graus. |
Este, aparentemente,
era un guerrero como cualquier otro. Había llegado hasta el campamento de
Ramiro hablando a los aragoneses en su propia lengua romance, como un cristiano
más. Nadie sospecha de él. Pero Sadaro, cuando se ve lo suficientemente cerca
del rey, esgrime su lanza y la arroja contra Ramiro. Ramiro muere, Sandalo
muere. Termina la batalla. Derrota de Aragón.
Hereda el
reino su primogénito Sancho con poco más de veinte años. La jugada era ideal
para Fernando I: todos sus hermanos habían muerto; y los condados catalanes se
debatían en sus hondos problemas internos. La primacía del monarca leonés en
toda la cristiandad hispana era incuestionable. Y no sólo en la cristiandad: en
ese mismo año de 1063, Fernando se ponía al frente de sus huestes y castigaba
sin piedad a los musulmanes del sur. En los años anteriores había reconquistado
Visco y Lamego, en Portugal; pronto caerá también Coímbra. Los musulmanes ya
habían sido empujados otra vez al sur del río Mondego, como en tiempos de
Alfonso III el Magno. Ahora las tropas de León azotaban la taifa de Mérida e incluso
la más lejana de Sevilla.
Sancho
Ramírez, Sancho I de Aragón, no se amilanó… ¡Declaró una Cruzada para
conquistar Barbastro! ¿Y eso? Eso obligaba a León a abstenerse de intervenir y
atraería a caballeros europeos a combatir junto a Aragón. Sancho I puso a
trabajar a sus contactos en Roma para que convencieran al Papa. Éste se limitó
a dar su visto bueno a la operación, que por otra parte incluía indulgencia
para los combatientes.
Sancho Ramírez de Aragón. |
Así fue
como, en el curso del año 1064, centenares de caballeros europeos llegaron a
tierras de Aragón. Conquistó Barabastro. El rey de Zaragoza, al-Mugtadir,
consciente del grave daño sufrido respondió con la yihad y convocó a cuantos
musulmanes desearan entregar su vida en la guerra santa. Las armas volvían a
Barbastro. Toda la población de la ciudad fue hecha esclava por los moros.
Todos sus defensores, muertos. Un desastre para Aragón.
O no
tanto porque Sancho Ramírez había perdido la ciudad, pero también había ganado
territorio y, sobre todo, había conquistado la crucial plaza de Alquezar, vigía
del llano de Huesca, ya al sur de la sierra de Guara. Anulaba Graus.
Llegamos
al año 1065 y Fernando I, el Emperador de Hispania, está terminando sus días. Los
Reinos de Taifas le temen. Toledo empezó a pagarle parias muy temprano.
Después, Zaragoza. Cuando el rey de Toledo al-Mamún faltó al pago, Fernando
lanzó una expedición contra el territorio toledano, llegó hasta el valle del
Tajo y forzó al rey taifa a declararse tributario suyo. Ése fue el objetivo de
la campaña de Fernando en 1063, cuando mandó a sus tropas a recorrer Mérida y
Sevilla. Una convencional expedición de saqueo visiblemente destinada a
apuntalar la repoblación portuguesa, pero con resultados excelentes. El rey
taifa de Badajoz, Yahya ben Muhammad al-Mansur, cedió. El de Sevilla,
al-Mutadid, también, a pesar de que Sevilla era la taifa más poderosa del islam
hispano.
Fernando I |
Fernando
se permitió incluso añadir una exigencia a la taifa de Sevilla: aceptaría su
vasallaje sólo si le entregaban las reliquias de Santa justa, mártir de época
romana. Como los restos de Santa justa no aparecieron, el rey de Sevilla
ofreció en su lugar los de San Isidoro, que Fernando aceptó, y que fueron
llevados a la iglesia de San Juan Bautista en León; a partir de ese momento, la
iglesia se llamó de San Isidoro.
En la
cumbre de su poder, el rey reunió a las Cortes y procedió a repartir sus reinos
y las parias asociadas aplicando el derecho navarro. Al primogénito, Sancho, le
tocó Castilla con las parias de Zaragoza. El heredero de León sería su segundo
hijo, Alfonso, su favorito, que se llevaba además las parias de Toledo. El
tercer hijo, García, heredaba las tierras de Galicia y Portugal y las parias de
Mérida y Sevilla. A sus hijas, Urraca y Elvira, les dejó el señorío de todos
los monasterios de los tres reinos, más las ciudades de Zamora y Toro,
respectivamente, siempre y cuando no se casaran. Si se casaban, los perderían.
¿Por qué? Está claro: porque quería evitar que los futuros maridos de sus hijas
pudieran reclamar tierras dentro del reino.
¿Han
visto el reparto de las parias? No era algo baladí aunque muchos ingresos
terminaron finalmente en manos de la Iglesia en forma de donaciones. Las
cantidades que liberaban anualmente los reinos de taifas para ganarse la neutralidad
de los monarcas o el amparo contra terceros eran espectaculares. Fernando I recibía
40.000 dinares; Sancho II, 12.000 y Alfonso VI, 140.000. ¡Como para no repartir
aquel entre sus hijos!
Durante
la trifulca de Barbastro Al-Muqtadir se negó a pagar y se había perpetrado una
matanza masiva de cristianos de Zaragoza. Las tropas de León recorrieron como
un ciclón el valle del Ebro. El rey de Zaragoza, al-Muqtadir, se avino
inmediatamente a razones. Desde aquí, Fernando I, marcha contra Valencia. ¿Por
qué? Porque León se proponía extender hasta el Mediterráneo su influencia. Eso
dejaría al islam partido en dos; y las coronas navarra, aragonesa y condal
encajonadas al norte del Ebro.
Quizá
también había una parte simbólica porque en Valencia reinaba Abd al-Malik,
nieto de Almanzor. Y no pudo ser derrotado por las tropas de León. El rey Fernando,
con poco más de cincuenta años, enfermará y se replegará a León llegando en la
Nochebuena de 1065. Fernando acudió a la iglesia de San Isidoro y se encomendó
a los santos. Pasó la noche junto a los clérigos, salmodiando los maitines. Al
amanecer, oyó misa y comulgó. Luego al lecho. Su día de Navidad fue de agonía.
En la mañana del día 26 llamó a los obispos, abades y clérigos de la ciudad. Se
hizo vestir con el manto regio y la corona. Ordenó que le llevaran a la
iglesia. De rodillas, rezó su propia oración fúnebre. Se despojó del manto y la
corona. Se tendió en el suelo. Vestido con un simple sayal, se sometió a la
ceremonia de la penitencia recibiendo la ceniza sobre su cabeza. Al mediodía
del 27 de diciembre de 1065 moría Fernando I. Fue enterrado en el Panteón Real
de San Isidoro.
Panteón de San Isidoro de León. |
La cosa
se iba a caldear muy pronto porque la ambición es… bueno, es la ambición. No
sólo entre hermanos sino, también, entre primos. Trasladémonos a Las Merindades
y a Álava, tierras largamente deseadas por unos y otros. Nuestros protagonistas
son tres reyes. Tres primos. Tres Sanchos. Los tres se llamaban así por su
abuelo común, el rey Sancho el Mayor de Navarra. Y por eso la guerra que ahora
librarán será conocida como “guerra de los tres Sanchos”.
En el
rincón occidental –imaginemos un ring de boxeo- tenemos a Sancho II de
Castilla, Sancho el Fuerte o Sancho el Valiente, hijo de Fernando de León.
Posee un reino de contornos difusos con un tributario insolente (Zaragoza) y un
carácter guerrero e inflexible. Casado con Alberta, seguramente inglesa. ¿Qué
desea Sancho de Castilla? Reintegrar las tierras robadas por Navarra.
En el
rincón oriental está Sancho Garcés IV, rey de Pamplona y Nájera. Hijo de García
el de Nájera y de la dama francesa Estefanía de Foix. Rey desde los catorce
años y que gobernaba un reino próspero. Sus tareas eran: mantener el control
sobre los territorios que Castilla ambicionaba; sacar el mayor partido posible
de las parias de Zaragoza; y llevarse bien con Aragón.
Y en
otro rincón más al este tenemos a Sancho Ramírez, rey de Aragón. Este quiere
bajar hacia el valle del Ebro y, si es posible, sacar tajada de las parias de
Zaragoza. Una razoncita para enfrentarse a Castilla, protectora de al-Muqtadir.
Y con
estas cartas empieza la partida. Sancho –el Castellano- acosa las tierras del
occidente navarro. Busca La Bureba y las tierras de Oca. Pero claro, soltar a
sus mesnadas sin ton no son no es cuestión por lo que suelta la machada de un
“riepto”, un reto. Puede ser un torneo entre caballeros escogidos de cada
bando, una batalla en un punto concreto, o incluso un desafío singular entre
dos alféreces… ¿Alféreces? Pues será esta. El alférez de Pamplona se llama
Jimeno Garcés; el de Castilla, Rodrigo Díaz de Vivar. El objeto concreto del
pleito: el castillo de Pazuengos, clave para el control de Montes de Oca. Como
les sonará Rodrigo Díaz de Vivar vence en el combate y Pazuengos pasa a dominio
castellano. Y el vencedor será conocido a partir de ese momento como el maestro
del campo de batalla, el “Campi Doctor” el Campeador.
Por
supuesto, esto no finalizaba el conflicto -¿Lo hubiera hecho hoy?-. Castilla
seguía con el lío de las parias de la remolona Zaragoza. Sancho II marcha contra
la taifa de al-Muqtadir, cerca la ciudad y plantea sus exigencias. El alarde
debió de ser lo suficientemente impresionante como para que al-Muqtadir
recapacitara. Inmediatamente después, Sancho de Castilla decide hacer una
incursión en el Ebro riojano.
Navarra
se asusta y su Sancho pide ayuda al Sancho aragonés. En septiembre de 1067, los
castellanos han llegado hasta Viana pero, ante la acumulación de sanchistas
frente a ellos, reculan al sur del Ebro. Pero, entonces, Sancho Ramírez se
retira de la lucha porque sus tierras están siendo acosadas por los moros de
Huesca, aliados de los castellanos. Esta pérdida para Navarra supuso una merma
de fuerza y permitió al castellano Sancho II negociar. Castilla había perdido
la batalla de Viana pero no había quedado tan mal: Restauró, bajo su patrocinio,
la diócesis de Oca, para marcar el territorio castellano frente a la poderosa
diócesis navarra de Nájera. Y La Bureba y Pancorbo retornan a Castilla.
Claro
que los historiadores no tienen una única interpretación de los hechos
políticos. ¿Por qué? Porque los relatos –siempre el “relato”- sobre este
episodio son bastante posteriores y no hay documentación suficiente que
acredite los hechos. No hay nada que demuestre que el dominio castellano sobre
La Bureba y Pancorbo empezara a hacerse efectivo en ese momento. ¿Y por qué es
importante entonces la guerra de los tres Sanchos? Bueno, muestra la ausencia
de una política común entre los reyes cristianos y el poco poder musulmán en
Hispania que les empujará en brazos de los almorávides del norte de África.
Pero si
la guerra de los tres Sanchos no llegó a más fue por la muerte de la reina
Sancha de León, viuda de Fernando, en 1067. Adivinen: ¿Los hijos más
afortunados pelearán por todo? Acertaron.
La
madre, como en muchos casos, era quien contenía los odios creados por Fernando
I al fragmentar el reino entre sus hijos. Todavía hoy se discute la razón del
reparto. La opinión común es que Alfonso no tenía derecho a heredar la corona
leonesa, que hubiera debido corresponder al primogénito Sancho, y si Alfonso la
obtuvo fue por ser el favorito de su padre. Otros, por el contrario, sostienen
que no, que Fernando legó Castilla a Sancho no como una herencia menor, sino
precisamente por ser su primogénito, ya que Castilla, recordémoslo, era la
propiedad original de Fernando, mientras que León le había correspondido por su
matrimonio con Sancha. Fernando, aplicando el derecho navarro, transmitió al
primogénito lo que era suyo, su propiedad, o sea, Castilla, y el resto lo repartió
entre los demás hijos.
¿Solo
era eso? ¡Ya podría! Miren había muchas más diferencias. Alfonso era más
político que guerrero, mantenía la idea de emperador de Hispania y asumía una
estructura feudal del estado, como en el centro de Europa. Esa europeidad de
Alfonso se ve en sus matrimonios: de los cinco que contraerá a lo largo de su
vida, cuatro serán con damas europeas. Y sustituirá el rito mozárabe, que era
el tradicional español, por el rito romano. En 1067 tenía veintisiete años y tras
morírsele la novia Ágata de Normandía, hija del rey de Inglaterra, se enlazará
con la hija de Guillermo el Conquistador, el mismo que había participado en la
cruzada de Barbastro. Inés, de unos quince años, será la reina de León.
Sancho parece
pensar que no sólo tiene derecho al Reino de Castilla, sino que además le
corresponde el Reino de León. Y así se lo expone a su hermano. ¿Ambición o
derecho? Hay opiniones para todos los gustos. La Crónica de Jiménez de Rada lo
juzga así: “Sancho, digno sucesor y
heredero de la crueldad goda, empezó a sentir sed de la sangre de sus hermanos
y a ambicionar más de lo normal los reinos de éstos, siendo su obsesión que a
sus hermanos y hermanas no les quedara nada de lo que su padre les había
dejado, sino que, codicioso, fuera él solo el dueño de todo”. Jiménez de
Rada escribió mucho después de los hechos, pero seguramente este juicio recoge
un clima bastante extendido en la opinión leonesa. Para el lado castellano era recuperar
la idea unitaria visigoda, un solo reino cristiano en España. Bajo el cetro de
Sancho.
Digamos
que se preparaba la guerra fratricida. No diría guerra civil porque
oficialmente eran dos estados. Alfonso no era partidario, claro. Y los nobles
leoneses no están dispuestos a aceptar lo que consideran una injerencia
castellana. ¿Solución? Un “juicio de Dios”. Fue el 16 o el 19 de julio de 1068.
¿Por qué la duda? Porque la crónica dice que fue un 19, pero dice también que
fue un miércoles. Y si fue miércoles, entonces tuvo que ser el 16. Bien: ese
día, los ejércitos de Alfonso de León y Sancho de Castilla se encuentran en el
lugar convenido, el campo de Llantada, a orillas del Pisuerga, en Palencia, tal
vez en lo que hoy es Lantadilla. La batalla se inclinaba del lado de Sancho, y
eso significaba que, según el pacto previo de los dos hermanos, Alfonso tendría
que cederle el trono de León. ¡Ja!
Alfonso VI |
Alfonso
escapó y se marchó de nuevo a León. Ni mucho menos abandonó el trono. Podemos
imaginar que Sancho reclamaría la victoria, pero eso no cambió las cosas. Calma
tensa que no les impidió buscar otros ingresos. Alfonso le robará a García las
parias de Badajoz el año 1068. ¿Y García hizo algo? No ¿Por qué? Por incapaz.
Lo que nos lleva a la metáfora esa del olor a sangre. Alfonso y Sancho concibieron
el negocio común de quedarse con Galicia.
Galicia
era una tierra próspera y activa que cobraba las parias de las taifas de
Badajoz y de Sevilla obteniendo abundantes ingresos. Ese reino abarca desde el
Cantábrico hasta el río Mondego, es decir, las actuales provincias gallegas y
el tercio norte de lo que hoy es Portugal. No hay diferencias sustanciales
entre la Gallaecia y el Portucale, entre el norte y el sur: es el mismo reino,
es la misma gente y la estructura social también es la misma. Como era una zona
muy romanizada, aquí pervivió el viejo sistema señorial con más claridad que en
Asturias, Cantabria o la Castilla inicial, y desde ese sistema señorial se
produjo una evolución directa hacia las formas feudales. Resultado: aquí los
señores de la tierra mandaban muchísimo.
La
tradicionalmente levantisca Galicia no se calmó al convertirse en reino. Si esa
fue la idea de Fernando I debo decir que no acertó. ¡Irá a peor! Porque ahora
aparecen cuatro polos de poder: uno, la corona de León, que mantiene su
primacía sobre Galicia; dos, el Rey privativo de Galicia que ejerce su propio
poder; tres, los tenentes o delegados del poder regio sobre las distintas
circunscripciones, y cuatro, por último, los nobles, los señores feudales,
dueños de sus propios territorios. Necesitaban un rey enérgico y flexible, es
decir, García Fernández… no.
Las
crónicas lo definen como pusilánime y carente de ingenio. Jiménez de Rada comenta:
“Se comportaba cada día de peor manera
con los suyos, y era despreciado por todos”. Cuando los nobles tratan de
afirmarse frente a él, el rey reacciona con violencia mal calculada y
arbitrariedad. No consigue dominar a los levantiscos sino que estimula su
rebeldía; provoca que los nobles que le eran fieles empiecen a mirarle con
recelo; y le muestra a su hermano Alfonso su debilidad y permite que le arrebate
las parias de Badajoz. Ante esto último García reaccionó con cólera, pero sólo
tenía eso: cólera.
Dice la
Crónica que muchos nobles empezaron a marcharse de Galicia para huir de sus
amenazas. Y esos nobles, sin duda, acudirían a León para contar lo que estaba
pasando. ¿Y qué estaba pasando? De momento, que a García le estallaba una
guerra en Portugal, es decir, en el sur de su reino. El conde Nuño Méndez, con mando
en el territorio de Portucale, se subleva. García, cada vez más atribulado,
corre allá con sus huestes. Aborda a las tropas rebeldes de Nuño en el paraje
del Pedroso. La batalla será dura. García consigue la victoria. Nuño Méndez
muere en el combate.
Pero abundan
los rebeldes y García se ve obligado a hacerles frente. Mientras tanto, sus
hermanos, Alfonso de León y Sancho de Castilla, en paz después de Llantada, se
confabulan. El 26 de marzo de 1071, Sancho convoca una junta plenaria en
Burgos. Allí está todo el mundo: los condes, obispos y abades de Castilla,
incluidos Santo Domingo, abad de Silos, y Rodrigo Díaz de Vivar. Está también
la reina de Castilla, la inglesa Alberta. Pero hay más, porque en la reunión
aparece también nada menos que el rey Alfonso VI de León, y sus hermanas Urraca
y Elvira.
¿El
motivo? Repartirse Galicia y tirar a García al vertedero de la historia por ser
un rey débil. Plan: que Sancho atraviese León para atacar Galicia y, como pago,
la mitad de lo conquistado corresponderá a Alfonso. Sancho cruzó León y llegó a
las tierras de Portugal donde García estaba tratando de someter a los últimos
nobles rebeldes. Las huestes de Sancho abordaron a las de García a la altura de
Santarem. De forma resumida: el rey de Galicia cayó preso; Sancho llevó a su
hermano al castillo de Burgos donde García reconoció a Sancho como rey de
Galicia -¡qué remedio!- y le prestó vasallaje. En mayo de 1071, los documentos
ya acreditan a Sancho como nuevo rey del territorio.
Pocos
meses después se consuma el reparto con Alfonso. En cuanto al pobre García, no
le quedó otra opción que marcharse a Sevilla, cuyas parias le correspondían y
que, por tanto, le debía hospitalidad. Allí se instaló el desdichado, en la
corte del nuevo rey taifa, el refinado al-Mutamid.
Infanta Urraca, señora de Zamora. |
Y no
habrá paz. Ahora los territorios de Sancho -Castilla y media Galicia- quedaban
separados por los territorios de Alfonso -media Galicia y León-. Pero eran
gente educada por lo cual lo de una guerra salvaje no debía ir con ellos.
Optaron por un nuevo riepto, es decir, un desafío localizado con fecha y hora
en un lugar concreto. Fue el 12 de enero de 1072, en los campos de Golpejera o
Volpejera, o Vulpéjar.
El
lugar es un ancho llano en las vegas del río Carrión, algunos kilómetros al sur
de Carrión de los Condes (Palencia). Si gana Alfonso, el soberano de León se
anexionará Castilla; si gana Sancho, el rey de Castilla se hará con León. No
habrá revanchas ni segundas oportunidades. Quien pierda tendrá que abandonar el
país. La Crónica dice que la batalla fue descomunal. Se combatió todo el día,
hora tras hora. Las bajas empezaron a ser cuantiosísimas. Todavía hoy existe
por allí cerca un paraje que se llama “La Matanza”.
Sancho
de Castilla, sintiéndose vencido, ordenó retirada. Su contrincante, Alfonso de
León, tenía al alcance de la mano la victoria pero… ¡No persiguió a Sancho para
“finalizar” el trato! ¿Por qué? Dice Jiménez de Rada que el rey de León ordenó
que no se persiguiera a los castellanos porque no quería ensañarse con
cristianos. ¡A buenas horas! Quizá fue prudencia: entraba la noche para un
ejército perseguidor cansado que podía caer en cualquier celada.
Error.
Sancho escuchó que mientras hubiera un rey y unas espadas, todavía era posible
dar la vuelta al destino. ¿Quién era ese oráculo? Rodrigo Díaz el Campeador. ¡¡Castilla
no estaba vencida!! Se reorganizarán las tropas y lanzarán un ataque sorpresa
al amanecer. Según Jiménez de Rada, los leoneses “se durmieron tras una noche de charla, avanzada ya la madrugada”. Lo
más lógico es pensar que los castellanos seguían corriendo y por esos bajaron
la guardia. Con la primera luz del sol, las tropas de Castilla se lanzaron
contra el campamento de Alfonso, sorprendiendo a los leoneses. Capturaron a
muchos. Mataron a muchos también.
Iglesia de Santa María de Carrión de los Condes |
Con la
sorpresa a su favor, las huestes de Castilla desarbolaron a los leoneses.
Alfonso no llegó muy lejos. Estaba en Carrión, en la iglesia de la Santa Virgen
donde aguardaba, junto al noble Pedro Ansúrez, el desenlace de los
acontecimientos. El desenlace en cuestión fue rápido y concreto: apresarle. Sancho
en persona se encargó de hacerlo. El hermano mayor se cobraba la apuesta. Ahora
el rey de León era él, Sancho. Y Castilla, León y Galicia quedaban bajo su sola
corona.
¿Qué
hacer con Alfonso? Primero preso en el castillo de Burgos. Quizá matarlo. Dicen
que la infanta Urraca intercedió por su vida. Otros dicen que fue San Hugo, el
abad de Cluny, quien alzó su voz en favor de Alfonso, pues el santo abad
guardaba agradecimiento a la corte leonesa por una valiosísima contribución que
databa de tiempos del rey Fernando. Una leyenda popular añade que el apóstol
San Pedro se le apareció en sueños al rey Sancho y le conminó a liberar a su
hermano.
Sancho
liberó a Alfonso y le permitió exiliarse en el reino moro de Toledo, tributario
suyo y que, por tanto, le debía hospitalidad. Ahora sólo quedaba cobrarse la
pieza. Sancho II de Castilla se dirigió a León. Era el 12 de enero de 1072.
Quizá Sancho esperaba una entrada triunfal, pero la capital del reino acogió
con frialdad al nuevo monarca. El obispo Pelayo se negó a coronarle. Sancho
tuvo que coronarse a sí mismo. De entre los grandes magnates del reino, sólo
los abades de Eslonza y Sahagún se mostraron abiertamente partidarios del nuevo
rey. Los Banu Gómez no reconocieron a Sancho. La ciudad de Zamora, tampoco.
Para Sancho se abría una etapa difícil: domar a los rebeldes.
Rebeldes
ayudados por la infanta Urraca, señora de Zamora. Ella acogía a los partidarios
de Alfonso y de su alférez Pedro Ansúrez. ¿Por qué Urraca actuó así? Porque prefería
a Alfonso. Le apoyó en Llantada; le apoyó en el asunto García; y le había
apoyado en el lance de Golpejera. Y le seguía apoyando. ¿Por qué esa relación
especial con Alfonso? Urraca era siete años mayor que su hermano y parece que
siempre ejerció como madre de Alfonso. Para algunos autores parece probable que
Urraca estuviera enamorada de Rodrigo Díaz de Vivar. O no.
Torneo medieval en Zamora |
Una
Urraca sitiada en Zamora, junto a nobles que no aceptan al rey Sancho. El
asedio se prolonga durante meses; Zamora estaba excepcionalmente bien fortificada
porque era el vigía del Duero, la plaza que aseguraba la comunicación entre el
norte y el sur, el centro neurálgico que conectaba a Galicia y a León,
abriéndose en todas direcciones, con la Tierra de Campos, con Mérida, con
Sevilla y con Toledo. Y por eso se la cedió el rey Fernando a su hija. Dice la
crónica que las huestes castellanas, comandadas por Rodrigo Díaz de Vivar,
tardaron sólo cinco días, de ese verano de 1072, en cubrir los 270 kilómetros
que separan Burgos de Zamora. Dice también que ciudades como Carrión cerraron
sus puertas a los ejércitos castellanos: aquello era tierra hostil. En todo
caso, las huestes de Castilla llegaron a Zamora, sitiaron la ciudad y
conminaron a Urraca y a los nobles a la rendición. Ni caso le hicieron.
Pasaron
los meses, se sucedieron los combates y la ciudad permaneció infranqueable.
Sancho comisionó a Rodrigo Díaz de Vivar para parlamentar: si Urraca le
entregaba Zamora y los nobles refractarios al nuevo rey le rendían sumisión,
Sancho concedería a su hermana un amplio señorío en la Tierra de Campos. Pero
Urraca se mostró inasequible tanto a los encantos de Rodrigo como a la oferta
de Sancho. Y… Sancho tuvo que acudir a la ciudad.
¡Ideal!
Había en el campamento castellano un desertor de Zamora, un tal Vellido Dolfos,
que se había pasado al lado de Sancho semanas atrás. Este se ganó la confianza
del rey y era su sombra. Según la Primera Crónica General era el 7 de octubre
de 1072. Y andaba Sancho inspeccionando el cerco de Zamora junto a Vellido
Dolfos cuando “hubieron andado la villa
toda alrededor, le apeteció al rey descender a la ribera del Duero y caminar
por ella, para solazarse. Traía en la mano un venablo pequeño y dorado como
tenían por costumbre entonces los reyes, y se lo dio a Vellido Dolfos para que
se lo sostuviese. Y se apartó el rey para hacer aquello que el hombre no puede
excusar hacer. Y Vellido Dolfos se acercó a él, y cuando vio al rey de aquella
guisa, le lanzó el venablo, que le entró al rey por la espalda y le salió por
el pecho”.
Sancho II de Castilla. |
Dice la
tradición que Rodrigo Díaz de Vivar, viendo lo que había ocurrido, salió en
persecución de Vellido Dolfos, pero éste ya había cobrado ventaja y corrió a
refugiarse en la ciudad por una puerta que oportunamente le esperaba abierta. A
esa puerta se la llamó durante siglos “Puerta de la Traición” ahora, en esta
España de historias dispares, los zamoranos lo llaman “Portillo de la Lealtad”.
Creo que ensalzar un asesinato infame nunca puede ser leal.
¿De quién
era la mano que movió a Vellido Dolfos? Silencio. Lo único que sabemos es que allí
estaba el cadáver de Sancho, treinta y cuatro años, muerto sin descendencia.
Los castellanos nos retiramos y en Toledo, Alfonso, se ponía en marcha para
recuperar la corona de león y el regalo de la de Castilla. Por cierto, ¿Se
acuerdan de García? Pues no se le devolvió el trono. Alfonso VI no estaba para
repartos.
Por ir
finalizando, Juan José García González comenta que Fernando I no creó los
reinos -que han dado para muchas líneas de esta entrada- por capricho, ni por
un ramalazo sentimental paterno-filial sino por un imperativo estructural: la necesidad
de adecuar la defensa a los recursos, de ajustarla a una escala social y
territorial determinada. Esto significaba que Castilla seguiría insistiendo en
superar a León porque aquella era el regnum más poderoso y mejor dotado de
todos. La muerte de Sancho II de Castilla creó una profunda animosidad contra
León. Esto fue detectado por los juglares al buscar los temas que deseaba
escuchar el pueblo llano en los festejos populares y que estimulaban su
generosidad con los relatores.
Bibliografía:
“Moros
y Cristianos” de José Javier Esparza.
“Historia
de Castilla de Atapuerca a Fuensaldaña”. Juan José García González y otros autores.
“Historia
de España” de Salvat.
“Atlas
de historia de España”. Fernando García de Cortázar.
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