Que no te asusten ni la letra ni el sendero de palabras pues, amigo, para la sed de saber, largo trago.
Retorna tanto como quieras que aquí me tendrás manando recuerdos.


domingo, 16 de febrero de 2020

La herencia de Fernando I de León y el sanchismo.(1060-1072)



La proliferación de reinos peninsulares no era un camino para la integración y para que todos se sintieran empujados en un frente común, tanto en el lado musulmán como en el cristiano.

Ramiro de Aragón, tras la muerte de García en la batalla de Atapuerca, no desperdicia la ocasión y ocupa plazas importantes de Navarra: los valles de Escá, Aragón y Onsella. Entiéndanme, no es por maldad sino porque necesitaba tierras nuevas para acomodar a su población. Y lo mismo cuando avanzaba por tierras de los moros. Y decide tomar Graus que es una fortaleza clavada donde el valle del Ésera se estrecha. Un auténtico tapón geográfico. Para llegar a Barbastro no hay más remedio que pasar por allí. El problema es que la taifa de Zaragoza lo defiende con uñas y dientes. ¿Taifa de Zaragoza? Un reino que abarcaba la actual provincia de Zaragoza, parte de Teruel, media provincia de Huesca, el sur de la actual Navarra, parte de La Rioja y Soria, parte de Tarragona y Lérida y casi toda la actual provincia de Castellón. Además, le rendían tributo de vasallaje las taifas de Valencia y Denia. Y rico.

¿Dónde radicaba la prosperidad de Zaragoza? En las tierras del Ebro y en las rutas comerciales que atravesaban su territorio, tanto la marítima, porque la taifa tenía una amplia zona costera, como la terrestre, que subía desde Córdoba en dirección a Francia. Desgraciadamente, hacía frontera con todos los reinos cristianos. Por ello, tenía que pagar tributos a todos estos reinos y condados si quería ver sus fronteras tranquilas. Estos le protegían tanto de otros reinos cristianos como de los árabes. Los súbditos de la taifa de Zaragoza estaban fritos a impuestos con el consiguiente malestar social. Al-Muqtadir, el rey, decidió pagar solo a uno. A Fernando I de León que era el más poderoso. Desde 1060, al menos, le pagará tributo anual.


Y llegamos al año 1063 cuando Graus vivía la amenaza de las tropas aragonesas. Fernando debía ayudarlo para mantener su economía en marcha porque las parias eran su principal recurso económico y su único recurso monetario que permitía pagar huestes guerreras más o menos estables. León envió un contingente comandado por el primogénito, Sancho, que no el heredero del reino. Me explico, en ese mismo año de 1063, Fernando había convocado un concilio en el que adopta inusuales disposiciones testamentarias: el trono de León no será para Sancho, sino para el segundo hijo, Alfonso, que al parecer era su favorito. Lo que a Sancho le va a quedar es otra cosa, una Castilla elevada a la condición de reino y, como dote perpetua, las parias de Zaragoza. “¡Hay que jod…!” pensaría Sancho.

Por ello, Sancho sí que estaba interesado en el tema de Zaragoza. Junto a él cabalgará Rodrigo Díaz de Vivar, al que los siglos conocerán como el Cid Campeador. Y mucho tendría que esgrimir su espada porque Ramiro había preparado una concienzuda estrategia político militar: restauró la sede episcopal de Huesca, ubicada en jaca porque Huesca era mora. Este acto fue aliento moral para el ataque porque Graus estaba antes de llegar a Huesca.

Su plan era atacar Graus por el sur, en las tierras hoy sumergidas bajo el embalse de Barasona, donde más ancho es el campo. Suponemos que no fue una batalla de asedio, porque el rival había acumulado muchas más tropas de las que cabían en Graus. El propio al-Muqtadir acudió al combate. Batalla, pues, a campo abierto, donde los moros emplearían la fortaleza de Graus como bastión logístico. Lo que decidió la batalla, sin embargo, fue otra circunstancia: Sadaro.

Graus.

Este, aparentemente, era un guerrero como cualquier otro. Había llegado hasta el campamento de Ramiro hablando a los aragoneses en su propia lengua romance, como un cristiano más. Nadie sospecha de él. Pero Sadaro, cuando se ve lo suficientemente cerca del rey, esgrime su lanza y la arroja contra Ramiro. Ramiro muere, Sandalo muere. Termina la batalla. Derrota de Aragón.

Hereda el reino su primogénito Sancho con poco más de veinte años. La jugada era ideal para Fernando I: todos sus hermanos habían muerto; y los condados catalanes se debatían en sus hondos problemas internos. La primacía del monarca leonés en toda la cristiandad hispana era incuestionable. Y no sólo en la cristiandad: en ese mismo año de 1063, Fernando se ponía al frente de sus huestes y castigaba sin piedad a los musulmanes del sur. En los años anteriores había reconquistado Visco y Lamego, en Portugal; pronto caerá también Coímbra. Los musulmanes ya habían sido empujados otra vez al sur del río Mondego, como en tiempos de Alfonso III el Magno. Ahora las tropas de León azotaban la taifa de Mérida e incluso la más lejana de Sevilla.

Sancho Ramírez, Sancho I de Aragón, no se amilanó… ¡Declaró una Cruzada para conquistar Barbastro! ¿Y eso? Eso obligaba a León a abstenerse de intervenir y atraería a caballeros europeos a combatir junto a Aragón. Sancho I puso a trabajar a sus contactos en Roma para que convencieran al Papa. Éste se limitó a dar su visto bueno a la operación, que por otra parte incluía indulgencia para los combatientes.

Sancho Ramírez de Aragón.

Así fue como, en el curso del año 1064, centenares de caballeros europeos llegaron a tierras de Aragón. Conquistó Barabastro. El rey de Zaragoza, al-Mugtadir, consciente del grave daño sufrido respondió con la yihad y convocó a cuantos musulmanes desearan entregar su vida en la guerra santa. Las armas volvían a Barbastro. Toda la población de la ciudad fue hecha esclava por los moros. Todos sus defensores, muertos. Un desastre para Aragón.

O no tanto porque Sancho Ramírez había perdido la ciudad, pero también había ganado territorio y, sobre todo, había conquistado la crucial plaza de Alquezar, vigía del llano de Huesca, ya al sur de la sierra de Guara. Anulaba Graus.

Llegamos al año 1065 y Fernando I, el Emperador de Hispania, está terminando sus días. Los Reinos de Taifas le temen. Toledo empezó a pagarle parias muy temprano. Después, Zaragoza. Cuando el rey de Toledo al-Mamún faltó al pago, Fernando lanzó una expedición contra el territorio toledano, llegó hasta el valle del Tajo y forzó al rey taifa a declararse tributario suyo. Ése fue el objetivo de la campaña de Fernando en 1063, cuando mandó a sus tropas a recorrer Mérida y Sevilla. Una convencional expedición de saqueo visiblemente destinada a apuntalar la repoblación portuguesa, pero con resultados excelentes. El rey taifa de Badajoz, Yahya ben Muhammad al-Mansur, cedió. El de Sevilla, al-Mutadid, también, a pesar de que Sevilla era la taifa más poderosa del islam hispano.

Fernando I

Fernando se permitió incluso añadir una exigencia a la taifa de Sevilla: aceptaría su vasallaje sólo si le entregaban las reliquias de Santa justa, mártir de época romana. Como los restos de Santa justa no aparecieron, el rey de Sevilla ofreció en su lugar los de San Isidoro, que Fernando aceptó, y que fueron llevados a la iglesia de San Juan Bautista en León; a partir de ese momento, la iglesia se llamó de San Isidoro.

En la cumbre de su poder, el rey reunió a las Cortes y procedió a repartir sus reinos y las parias asociadas aplicando el derecho navarro. Al primogénito, Sancho, le tocó Castilla con las parias de Zaragoza. El heredero de León sería su segundo hijo, Alfonso, su favorito, que se llevaba además las parias de Toledo. El tercer hijo, García, heredaba las tierras de Galicia y Portugal y las parias de Mérida y Sevilla. A sus hijas, Urraca y Elvira, les dejó el señorío de todos los monasterios de los tres reinos, más las ciudades de Zamora y Toro, respectivamente, siempre y cuando no se casaran. Si se casaban, los perderían. ¿Por qué? Está claro: porque quería evitar que los futuros maridos de sus hijas pudieran reclamar tierras dentro del reino.

¿Han visto el reparto de las parias? No era algo baladí aunque muchos ingresos terminaron finalmente en manos de la Iglesia en forma de donaciones. Las cantidades que liberaban anualmente los reinos de taifas para ganarse la neutralidad de los monarcas o el amparo contra terceros eran espectaculares. Fernando I recibía 40.000 dinares; Sancho II, 12.000 y Alfonso VI, 140.000. ¡Como para no repartir aquel entre sus hijos!


Durante la trifulca de Barbastro Al-Muqtadir se negó a pagar y se había perpetrado una matanza masiva de cristianos de Zaragoza. Las tropas de León recorrieron como un ciclón el valle del Ebro. El rey de Zaragoza, al-Muqtadir, se avino inmediatamente a razones. Desde aquí, Fernando I, marcha contra Valencia. ¿Por qué? Porque León se proponía extender hasta el Mediterráneo su influencia. Eso dejaría al islam partido en dos; y las coronas navarra, aragonesa y condal encajonadas al norte del Ebro.

Quizá también había una parte simbólica porque en Valencia reinaba Abd al-Malik, nieto de Almanzor. Y no pudo ser derrotado por las tropas de León. El rey Fernando, con poco más de cincuenta años, enfermará y se replegará a León llegando en la Nochebuena de 1065. Fernando acudió a la iglesia de San Isidoro y se encomendó a los santos. Pasó la noche junto a los clérigos, salmodiando los maitines. Al amanecer, oyó misa y comulgó. Luego al lecho. Su día de Navidad fue de agonía. En la mañana del día 26 llamó a los obispos, abades y clérigos de la ciudad. Se hizo vestir con el manto regio y la corona. Ordenó que le llevaran a la iglesia. De rodillas, rezó su propia oración fúnebre. Se despojó del manto y la corona. Se tendió en el suelo. Vestido con un simple sayal, se sometió a la ceremonia de la penitencia recibiendo la ceniza sobre su cabeza. Al mediodía del 27 de diciembre de 1065 moría Fernando I. Fue enterrado en el Panteón Real de San Isidoro.

Panteón de San Isidoro de León.

La cosa se iba a caldear muy pronto porque la ambición es… bueno, es la ambición. No sólo entre hermanos sino, también, entre primos. Trasladémonos a Las Merindades y a Álava, tierras largamente deseadas por unos y otros. Nuestros protagonistas son tres reyes. Tres primos. Tres Sanchos. Los tres se llamaban así por su abuelo común, el rey Sancho el Mayor de Navarra. Y por eso la guerra que ahora librarán será conocida como “guerra de los tres Sanchos”.

En el rincón occidental –imaginemos un ring de boxeo- tenemos a Sancho II de Castilla, Sancho el Fuerte o Sancho el Valiente, hijo de Fernando de León. Posee un reino de contornos difusos con un tributario insolente (Zaragoza) y un carácter guerrero e inflexible. Casado con Alberta, seguramente inglesa. ¿Qué desea Sancho de Castilla? Reintegrar las tierras robadas por Navarra.

En el rincón oriental está Sancho Garcés IV, rey de Pamplona y Nájera. Hijo de García el de Nájera y de la dama francesa Estefanía de Foix. Rey desde los catorce años y que gobernaba un reino próspero. Sus tareas eran: mantener el control sobre los territorios que Castilla ambicionaba; sacar el mayor partido posible de las parias de Zaragoza; y llevarse bien con Aragón.

Y en otro rincón más al este tenemos a Sancho Ramírez, rey de Aragón. Este quiere bajar hacia el valle del Ebro y, si es posible, sacar tajada de las parias de Zaragoza. Una razoncita para enfrentarse a Castilla, protectora de al-Muqtadir.


Y con estas cartas empieza la partida. Sancho –el Castellano- acosa las tierras del occidente navarro. Busca La Bureba y las tierras de Oca. Pero claro, soltar a sus mesnadas sin ton no son no es cuestión por lo que suelta la machada de un “riepto”, un reto. Puede ser un torneo entre caballeros escogidos de cada bando, una batalla en un punto concreto, o incluso un desafío singular entre dos alféreces… ¿Alféreces? Pues será esta. El alférez de Pamplona se llama Jimeno Garcés; el de Castilla, Rodrigo Díaz de Vivar. El objeto concreto del pleito: el castillo de Pazuengos, clave para el control de Montes de Oca. Como les sonará Rodrigo Díaz de Vivar vence en el combate y Pazuengos pasa a dominio castellano. Y el vencedor será conocido a partir de ese momento como el maestro del campo de batalla, el “Campi Doctor” el Campeador.

Por supuesto, esto no finalizaba el conflicto -¿Lo hubiera hecho hoy?-. Castilla seguía con el lío de las parias de la remolona Zaragoza. Sancho II marcha contra la taifa de al-Muqtadir, cerca la ciudad y plantea sus exigencias. El alarde debió de ser lo suficientemente impresionante como para que al-Muqtadir recapacitara. Inmediatamente después, Sancho de Castilla decide hacer una incursión en el Ebro riojano.

Navarra se asusta y su Sancho pide ayuda al Sancho aragonés. En septiembre de 1067, los castellanos han llegado hasta Viana pero, ante la acumulación de sanchistas frente a ellos, reculan al sur del Ebro. Pero, entonces, Sancho Ramírez se retira de la lucha porque sus tierras están siendo acosadas por los moros de Huesca, aliados de los castellanos. Esta pérdida para Navarra supuso una merma de fuerza y permitió al castellano Sancho II negociar. Castilla había perdido la batalla de Viana pero no había quedado tan mal: Restauró, bajo su patrocinio, la diócesis de Oca, para marcar el territorio castellano frente a la poderosa diócesis navarra de Nájera. Y La Bureba y Pancorbo retornan a Castilla.

Claro que los historiadores no tienen una única interpretación de los hechos políticos. ¿Por qué? Porque los relatos –siempre el “relato”- sobre este episodio son bastante posteriores y no hay documentación suficiente que acredite los hechos. No hay nada que demuestre que el dominio castellano sobre La Bureba y Pancorbo empezara a hacerse efectivo en ese momento. ¿Y por qué es importante entonces la guerra de los tres Sanchos? Bueno, muestra la ausencia de una política común entre los reyes cristianos y el poco poder musulmán en Hispania que les empujará en brazos de los almorávides del norte de África.


Pero si la guerra de los tres Sanchos no llegó a más fue por la muerte de la reina Sancha de León, viuda de Fernando, en 1067. Adivinen: ¿Los hijos más afortunados pelearán por todo? Acertaron.

La madre, como en muchos casos, era quien contenía los odios creados por Fernando I al fragmentar el reino entre sus hijos. Todavía hoy se discute la razón del reparto. La opinión común es que Alfonso no tenía derecho a heredar la corona leonesa, que hubiera debido corresponder al primogénito Sancho, y si Alfonso la obtuvo fue por ser el favorito de su padre. Otros, por el contrario, sostienen que no, que Fernando legó Castilla a Sancho no como una herencia menor, sino precisamente por ser su primogénito, ya que Castilla, recordémoslo, era la propiedad original de Fernando, mientras que León le había correspondido por su matrimonio con Sancha. Fernando, aplicando el derecho navarro, transmitió al primogénito lo que era suyo, su propiedad, o sea, Castilla, y el resto lo repartió entre los demás hijos.

¿Solo era eso? ¡Ya podría! Miren había muchas más diferencias. Alfonso era más político que guerrero, mantenía la idea de emperador de Hispania y asumía una estructura feudal del estado, como en el centro de Europa. Esa europeidad de Alfonso se ve en sus matrimonios: de los cinco que contraerá a lo largo de su vida, cuatro serán con damas europeas. Y sustituirá el rito mozárabe, que era el tradicional español, por el rito romano. En 1067 tenía veintisiete años y tras morírsele la novia Ágata de Normandía, hija del rey de Inglaterra, se enlazará con la hija de Guillermo el Conquistador, el mismo que había participado en la cruzada de Barbastro. Inés, de unos quince años, será la reina de León.

Sancho parece pensar que no sólo tiene derecho al Reino de Castilla, sino que además le corresponde el Reino de León. Y así se lo expone a su hermano. ¿Ambición o derecho? Hay opiniones para todos los gustos. La Crónica de Jiménez de Rada lo juzga así: “Sancho, digno sucesor y heredero de la crueldad goda, empezó a sentir sed de la sangre de sus hermanos y a ambicionar más de lo normal los reinos de éstos, siendo su obsesión que a sus hermanos y hermanas no les quedara nada de lo que su padre les había dejado, sino que, codicioso, fuera él solo el dueño de todo”. Jiménez de Rada escribió mucho después de los hechos, pero seguramente este juicio recoge un clima bastante extendido en la opinión leonesa. Para el lado castellano era recuperar la idea unitaria visigoda, un solo reino cristiano en España. Bajo el cetro de Sancho.

Digamos que se preparaba la guerra fratricida. No diría guerra civil porque oficialmente eran dos estados. Alfonso no era partidario, claro. Y los nobles leoneses no están dispuestos a aceptar lo que consideran una injerencia castellana. ¿Solución? Un “juicio de Dios”. Fue el 16 o el 19 de julio de 1068. ¿Por qué la duda? Porque la crónica dice que fue un 19, pero dice también que fue un miércoles. Y si fue miércoles, entonces tuvo que ser el 16. Bien: ese día, los ejércitos de Alfonso de León y Sancho de Castilla se encuentran en el lugar convenido, el campo de Llantada, a orillas del Pisuerga, en Palencia, tal vez en lo que hoy es Lantadilla. La batalla se inclinaba del lado de Sancho, y eso significaba que, según el pacto previo de los dos hermanos, Alfonso tendría que cederle el trono de León. ¡Ja!

Alfonso VI

Alfonso escapó y se marchó de nuevo a León. Ni mucho menos abandonó el trono. Podemos imaginar que Sancho reclamaría la victoria, pero eso no cambió las cosas. Calma tensa que no les impidió buscar otros ingresos. Alfonso le robará a García las parias de Badajoz el año 1068. ¿Y García hizo algo? No ¿Por qué? Por incapaz. Lo que nos lleva a la metáfora esa del olor a sangre. Alfonso y Sancho concibieron el negocio común de quedarse con Galicia.

Galicia era una tierra próspera y activa que cobraba las parias de las taifas de Badajoz y de Sevilla obteniendo abundantes ingresos. Ese reino abarca desde el Cantábrico hasta el río Mondego, es decir, las actuales provincias gallegas y el tercio norte de lo que hoy es Portugal. No hay diferencias sustanciales entre la Gallaecia y el Portucale, entre el norte y el sur: es el mismo reino, es la misma gente y la estructura social también es la misma. Como era una zona muy romanizada, aquí pervivió el viejo sistema señorial con más claridad que en Asturias, Cantabria o la Castilla inicial, y desde ese sistema señorial se produjo una evolución directa hacia las formas feudales. Resultado: aquí los señores de la tierra mandaban muchísimo.

La tradicionalmente levantisca Galicia no se calmó al convertirse en reino. Si esa fue la idea de Fernando I debo decir que no acertó. ¡Irá a peor! Porque ahora aparecen cuatro polos de poder: uno, la corona de León, que mantiene su primacía sobre Galicia; dos, el Rey privativo de Galicia que ejerce su propio poder; tres, los tenentes o delegados del poder regio sobre las distintas circunscripciones, y cuatro, por último, los nobles, los señores feudales, dueños de sus propios territorios. Necesitaban un rey enérgico y flexible, es decir, García Fernández… no.

Las crónicas lo definen como pusilánime y carente de ingenio. Jiménez de Rada comenta: “Se comportaba cada día de peor manera con los suyos, y era despreciado por todos”. Cuando los nobles tratan de afirmarse frente a él, el rey reacciona con violencia mal calculada y arbitrariedad. No consigue dominar a los levantiscos sino que estimula su rebeldía; provoca que los nobles que le eran fieles empiecen a mirarle con recelo; y le muestra a su hermano Alfonso su debilidad y permite que le arrebate las parias de Badajoz. Ante esto último García reaccionó con cólera, pero sólo tenía eso: cólera.


Dice la Crónica que muchos nobles empezaron a marcharse de Galicia para huir de sus amenazas. Y esos nobles, sin duda, acudirían a León para contar lo que estaba pasando. ¿Y qué estaba pasando? De momento, que a García le estallaba una guerra en Portugal, es decir, en el sur de su reino. El conde Nuño Méndez, con mando en el territorio de Portucale, se subleva. García, cada vez más atribulado, corre allá con sus huestes. Aborda a las tropas rebeldes de Nuño en el paraje del Pedroso. La batalla será dura. García consigue la victoria. Nuño Méndez muere en el combate.

Pero abundan los rebeldes y García se ve obligado a hacerles frente. Mientras tanto, sus hermanos, Alfonso de León y Sancho de Castilla, en paz después de Llantada, se confabulan. El 26 de marzo de 1071, Sancho convoca una junta plenaria en Burgos. Allí está todo el mundo: los condes, obispos y abades de Castilla, incluidos Santo Domingo, abad de Silos, y Rodrigo Díaz de Vivar. Está también la reina de Castilla, la inglesa Alberta. Pero hay más, porque en la reunión aparece también nada menos que el rey Alfonso VI de León, y sus hermanas Urraca y Elvira.

¿El motivo? Repartirse Galicia y tirar a García al vertedero de la historia por ser un rey débil. Plan: que Sancho atraviese León para atacar Galicia y, como pago, la mitad de lo conquistado corresponderá a Alfonso. Sancho cruzó León y llegó a las tierras de Portugal donde García estaba tratando de someter a los últimos nobles rebeldes. Las huestes de Sancho abordaron a las de García a la altura de Santarem. De forma resumida: el rey de Galicia cayó preso; Sancho llevó a su hermano al castillo de Burgos donde García reconoció a Sancho como rey de Galicia -¡qué remedio!- y le prestó vasallaje. En mayo de 1071, los documentos ya acreditan a Sancho como nuevo rey del territorio.

Pocos meses después se consuma el reparto con Alfonso. En cuanto al pobre García, no le quedó otra opción que marcharse a Sevilla, cuyas parias le correspondían y que, por tanto, le debía hospitalidad. Allí se instaló el desdichado, en la corte del nuevo rey taifa, el refinado al-Mutamid.

Infanta Urraca, señora de Zamora.

Y no habrá paz. Ahora los territorios de Sancho -Castilla y media Galicia- quedaban separados por los territorios de Alfonso -media Galicia y León-. Pero eran gente educada por lo cual lo de una guerra salvaje no debía ir con ellos. Optaron por un nuevo riepto, es decir, un desafío localizado con fecha y hora en un lugar concreto. Fue el 12 de enero de 1072, en los campos de Golpejera o Volpejera, o Vulpéjar.

El lugar es un ancho llano en las vegas del río Carrión, algunos kilómetros al sur de Carrión de los Condes (Palencia). Si gana Alfonso, el soberano de León se anexionará Castilla; si gana Sancho, el rey de Castilla se hará con León. No habrá revanchas ni segundas oportunidades. Quien pierda tendrá que abandonar el país. La Crónica dice que la batalla fue descomunal. Se combatió todo el día, hora tras hora. Las bajas empezaron a ser cuantiosísimas. Todavía hoy existe por allí cerca un paraje que se llama “La Matanza”.

Sancho de Castilla, sintiéndose vencido, ordenó retirada. Su contrincante, Alfonso de León, tenía al alcance de la mano la victoria pero… ¡No persiguió a Sancho para “finalizar” el trato! ¿Por qué? Dice Jiménez de Rada que el rey de León ordenó que no se persiguiera a los castellanos porque no quería ensañarse con cristianos. ¡A buenas horas! Quizá fue prudencia: entraba la noche para un ejército perseguidor cansado que podía caer en cualquier celada.

Error. Sancho escuchó que mientras hubiera un rey y unas espadas, todavía era posible dar la vuelta al destino. ¿Quién era ese oráculo? Rodrigo Díaz el Campeador. ¡¡Castilla no estaba vencida!! Se reorganizarán las tropas y lanzarán un ataque sorpresa al amanecer. Según Jiménez de Rada, los leoneses “se durmieron tras una noche de charla, avanzada ya la madrugada”. Lo más lógico es pensar que los castellanos seguían corriendo y por esos bajaron la guardia. Con la primera luz del sol, las tropas de Castilla se lanzaron contra el campamento de Alfonso, sorprendiendo a los leoneses. Capturaron a muchos. Mataron a muchos también.

Iglesia de Santa María de Carrión de los Condes

Con la sorpresa a su favor, las huestes de Castilla desarbolaron a los leoneses. Alfonso no llegó muy lejos. Estaba en Carrión, en la iglesia de la Santa Virgen donde aguardaba, junto al noble Pedro Ansúrez, el desenlace de los acontecimientos. El desenlace en cuestión fue rápido y concreto: apresarle. Sancho en persona se encargó de hacerlo. El hermano mayor se cobraba la apuesta. Ahora el rey de León era él, Sancho. Y Castilla, León y Galicia quedaban bajo su sola corona.

¿Qué hacer con Alfonso? Primero preso en el castillo de Burgos. Quizá matarlo. Dicen que la infanta Urraca intercedió por su vida. Otros dicen que fue San Hugo, el abad de Cluny, quien alzó su voz en favor de Alfonso, pues el santo abad guardaba agradecimiento a la corte leonesa por una valiosísima contribución que databa de tiempos del rey Fernando. Una leyenda popular añade que el apóstol San Pedro se le apareció en sueños al rey Sancho y le conminó a liberar a su hermano.

Sancho liberó a Alfonso y le permitió exiliarse en el reino moro de Toledo, tributario suyo y que, por tanto, le debía hospitalidad. Ahora sólo quedaba cobrarse la pieza. Sancho II de Castilla se dirigió a León. Era el 12 de enero de 1072. Quizá Sancho esperaba una entrada triunfal, pero la capital del reino acogió con frialdad al nuevo monarca. El obispo Pelayo se negó a coronarle. Sancho tuvo que coronarse a sí mismo. De entre los grandes magnates del reino, sólo los abades de Eslonza y Sahagún se mostraron abiertamente partidarios del nuevo rey. Los Banu Gómez no reconocieron a Sancho. La ciudad de Zamora, tampoco. Para Sancho se abría una etapa difícil: domar a los rebeldes.

Rebeldes ayudados por la infanta Urraca, señora de Zamora. Ella acogía a los partidarios de Alfonso y de su alférez Pedro Ansúrez. ¿Por qué Urraca actuó así? Porque prefería a Alfonso. Le apoyó en Llantada; le apoyó en el asunto García; y le había apoyado en el lance de Golpejera. Y le seguía apoyando. ¿Por qué esa relación especial con Alfonso? Urraca era siete años mayor que su hermano y parece que siempre ejerció como madre de Alfonso. Para algunos autores parece probable que Urraca estuviera enamorada de Rodrigo Díaz de Vivar. O no.

Torneo medieval en Zamora

Una Urraca sitiada en Zamora, junto a nobles que no aceptan al rey Sancho. El asedio se prolonga durante meses; Zamora estaba excepcionalmente bien fortificada porque era el vigía del Duero, la plaza que aseguraba la comunicación entre el norte y el sur, el centro neurálgico que conectaba a Galicia y a León, abriéndose en todas direcciones, con la Tierra de Campos, con Mérida, con Sevilla y con Toledo. Y por eso se la cedió el rey Fernando a su hija. Dice la crónica que las huestes castellanas, comandadas por Rodrigo Díaz de Vivar, tardaron sólo cinco días, de ese verano de 1072, en cubrir los 270 kilómetros que separan Burgos de Zamora. Dice también que ciudades como Carrión cerraron sus puertas a los ejércitos castellanos: aquello era tierra hostil. En todo caso, las huestes de Castilla llegaron a Zamora, sitiaron la ciudad y conminaron a Urraca y a los nobles a la rendición. Ni caso le hicieron.

Pasaron los meses, se sucedieron los combates y la ciudad permaneció infranqueable. Sancho comisionó a Rodrigo Díaz de Vivar para parlamentar: si Urraca le entregaba Zamora y los nobles refractarios al nuevo rey le rendían sumisión, Sancho concedería a su hermana un amplio señorío en la Tierra de Campos. Pero Urraca se mostró inasequible tanto a los encantos de Rodrigo como a la oferta de Sancho. Y… Sancho tuvo que acudir a la ciudad.

¡Ideal! Había en el campamento castellano un desertor de Zamora, un tal Vellido Dolfos, que se había pasado al lado de Sancho semanas atrás. Este se ganó la confianza del rey y era su sombra. Según la Primera Crónica General era el 7 de octubre de 1072. Y andaba Sancho inspeccionando el cerco de Zamora junto a Vellido Dolfos cuando “hubieron andado la villa toda alrededor, le apeteció al rey descender a la ribera del Duero y caminar por ella, para solazarse. Traía en la mano un venablo pequeño y dorado como tenían por costumbre entonces los reyes, y se lo dio a Vellido Dolfos para que se lo sostuviese. Y se apartó el rey para hacer aquello que el hombre no puede excusar hacer. Y Vellido Dolfos se acercó a él, y cuando vio al rey de aquella guisa, le lanzó el venablo, que le entró al rey por la espalda y le salió por el pecho”.

Sancho II de Castilla.

Dice la tradición que Rodrigo Díaz de Vivar, viendo lo que había ocurrido, salió en persecución de Vellido Dolfos, pero éste ya había cobrado ventaja y corrió a refugiarse en la ciudad por una puerta que oportunamente le esperaba abierta. A esa puerta se la llamó durante siglos “Puerta de la Traición” ahora, en esta España de historias dispares, los zamoranos lo llaman “Portillo de la Lealtad”. Creo que ensalzar un asesinato infame nunca puede ser leal.

¿De quién era la mano que movió a Vellido Dolfos? Silencio. Lo único que sabemos es que allí estaba el cadáver de Sancho, treinta y cuatro años, muerto sin descendencia. Los castellanos nos retiramos y en Toledo, Alfonso, se ponía en marcha para recuperar la corona de león y el regalo de la de Castilla. Por cierto, ¿Se acuerdan de García? Pues no se le devolvió el trono. Alfonso VI no estaba para repartos.

Por ir finalizando, Juan José García González comenta que Fernando I no creó los reinos -que han dado para muchas líneas de esta entrada- por capricho, ni por un ramalazo sentimental paterno-filial sino por un imperativo estructural: la necesidad de adecuar la defensa a los recursos, de ajustarla a una escala social y territorial determinada. Esto significaba que Castilla seguiría insistiendo en superar a León porque aquella era el regnum más poderoso y mejor dotado de todos. La muerte de Sancho II de Castilla creó una profunda animosidad contra León. Esto fue detectado por los juglares al buscar los temas que deseaba escuchar el pueblo llano en los festejos populares y que estimulaban su generosidad con los relatores.

   
Bibliografía:

“Moros y Cristianos” de José Javier Esparza.
“Historia de Castilla de Atapuerca a Fuensaldaña”. Juan José García González y otros autores.
“Historia de España” de Salvat.
“Atlas de historia de España”. Fernando García de Cortázar.


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