Volvemos a la
villa condal de Oña. Lugar que también tiene su nacimiento mítico pero falso:
nos explica Flórez que el nombre procede del conde Sancho quien, tras matar a
su traidora madre, fundó un monasterio al que puso el nombre de la difunta que,
convenientemente se llama en esta historia Onna y no Ava como en el relato de
Los monteros de Espinosa. ¡Romántica mentira! Lo único cierto es que sí lo
fundó el conde Sancho en 1011 junto con su mujer la condesa Urraca.
Oña
Su gran
desarrollo vendrá de la mano de Sancho el Mayor (Sancho Garcés III, 992-1035)
quien trajo al monasterio todas las influencias europeas. Durante el Siglo XI
Oña fue favorecido por la estrategia política de este monarca. La iglesia y el
claustro, por su parte, se convirtieron en Panteón Condal y, luego, en primer
Panteón Real de Castilla.
Desde un punto
de vista artístico tenemos reformas en la iglesia y en el edificio en general,
ya desde el siglo XII y muy especialmente desde el Siglo XV. Los últimos restos
románicos desaparecieron en el Siglo XIX.
La epigrafía de
este cenobio está situada en la Capilla Mayor que remplazó el ábside gótico.
Los sepulcros se encuentran en un baldaquino protegidos por un templete tallado
en madera de finales del Siglo XV. En sus paneles se representan varios pasajes
de la Pasión y Muerte de Jesucristo obra de Fray Alonso de Zamora. El conjunto
está dividido en el Panteón Real y el Panteón Condal. El primero del lado del
Evangelio (Izquierda mirando al altar) y el segundo del lado de la epístola
(derecha). La ubicación previa de estos restos nos la indica el padre Yepes: “Así digo que en el claustro principal de
esta casa están enterrados muchos varones excelentes en carneros y arcas de
piedra labradas muy curiosamente con sus armas y letreros, que servirán de
elogios y vidas breves para que sus descendientes conozcan cuán valerosos
fueron sus progenitores”. Acabamos de leer una de las razones para escribir
un epitafio: el recuerdo orgulloso. Otro era favorecer que el lector rezase por
el alma de ese difunto. Y, apunta, ¡estaban en arcas de piedra!
Cortesía de "Planeta Dunia".
En este sentido,
el nuevo emplazamiento también juega un papel destacado al estar situados en un
lugar próximo al altar. Las citadas estructura y ornamentación actúan como
reclamo publicitario de peregrinos y dádivas. Los textos de Oña son breves con
datos que resaltan la huella del muerto en la historia del monasterio. Ninguno
de los epígrafes destaca sobre los otros ni en extensión ni en méritos.
Sorprende, a su
vez, que los epitafios del siglo XV no están escritos en piedra, en unos
sarcófagos de piedra, sino que son inscripciones en madera. Este material,
junto al metal, los esmaltes, telas, orfebrería, yeso o pinturas es raro encontrárselo
por su difícil conservación y su facilidad de reutilización. Además, la técnica
más habitual en las inscripciones en madera era escribir mediante pintura en
ella. Sin embargo, aquí lo que se utilizó fue la taracea. Esto es, la
incrustación de piezas de madera que provocan un contraste con el soporte de
manera y dibujan las letras. Los sepulcros de la Iglesia del Monasterio de San
Salvador de Oña fueron tallados en madera de nogal y taracea de boj por el
monje benedictino Fray Pedro de Valladolid en estilo gótico mudéjar.
La creación de
los Panteones en la iglesia son debidos al abad fray Juan Manso, que empezó su
mandato hacia 1485, quien, según Íñigo Gómez Barreda –principios del siglo XX-,
“… fue hacer los panteones de los reyes y
colocarlos en ellos al lado del altar mayor. Hizo así mismo la gran sillería de
su coro, unida a los sepulcros y de una misma talla o filigrana”.
¿Por qué trasladar
y cambiar los féretros de los difuntos? Estamos ante lo que se llama “Renovationes”:
inscripciones que, con un texto nuevo, recogen la noticia esencial de un
epígrafe anterior por estar deteriorado, desaparecido o su idioma y su forma
externa impiden que los mensajes fuesen entendibles para el público
contemporáneo. ¡Y las renovaciones fueron algo bastante común en esos años! Estos
trabajos se realizan con los gustos y maneras del momento en que se reescriben.
En Oña nos encontramos con una escritura gótica minúscula gemina, sin líneas de
pautado, muy cuidada propia de los albores de la Edad Moderna, alrededor del
año 1500.
Vayamos poco a
poco con ellos. Empezaremos por el Panteón Real, el de la izquierda. Y por el
sarcófago de la izquierda avanzando hacia la derecha.
En el baldaquino
del lado del evangelio nos encontraremos el epitafio del infante García (1142-1146). Tiene Buen estado de conservación:
El ynfate
_
do Garcia hijo
_ _ o
del eperador do A
“El infante don García, hijo del
emperador don Alfonso”.
Es decir, hijo de Alfonso VII y doña Berenguela de Barcelona. Finado en 1146,
no conservamos más noticia de su epitafio que esta renovación de finales del
periodo medieval.
Nos encontramos
con uno de los textos más escuetos de todo el panteón. Carece, incluso, del
"aquí yace". Destacaremos que se abrevia el nombre del emperador y no
se indica cuál de los "Alfonsos" es, lo que indica que el infante y
su temprana muerte habían sido hechos que trascendieron el paso de los siglos.
Esto es lógico ya que el infante había sido educado en el monasterio y toda su
vida había estado ligado a la villa de Oña.
Siguiendo en
orden por el Baldaquino nos encontramos el Epitaphium sepulcrale renovado de doña Mayor, Munia o Muniadona (990-1066) de
Castilla, mujer de Sancho Garcés III:
aquí yaze
la reyna muger
del rey dō
sācho abarca
Si son
perspicaces verán que hay un problema al estar este texto referido a su marido
–que comentaremos a continuación- y ser, como lo será el otro, muy ambiguo. Ricardo del Arco recoge la información que Yepes escribía sobre Oña donde se conservaba,
junto a la sepultura de Sancho el Mayor, la de la reina Mayor. La tablilla que
le acompañaba rezaba: “en la tercera
tumba junto a esta esta sepultada la muy esclarecida señora reyna doña Mayor,
hija del conde don Sancho, señor de Castilla, y muger del señor rey don Sancho
el mayor, rey de Aragón y de Navarra y después de Castilla”. Aunque parece
que este no era el epitafio original. Sin embargo existe gran controversia al
respecto, ya que los restos se los disputan también la colegiata de San Isidoro
de León y la iglesia de San Millán de Suso de Logroño, donde fueron enterradas
además Toda, la esposa de Sancho I y Jimena, esposa de García Sánchez I.
En este caso en
el epitafio no figura ni siquiera el nombre de la finada destacando solo el
hecho de ser cónyuge del rey navarro. Usando el apelativo Abarca con lo cual no
habría dudas sobre quién está en el sepulcro siguiente. O sí.
Quizá el
Epitaphium sepulcrale más importante sea el de Sancho III, el Mayor -Sancho Garcés III (990-1035)- que reinó entre
1004 y 1035 como rey de Pamplona aunque llegó a dominar los territorios de
Castilla, Álava y Monzón. Fue sin duda el monarca más influyente del Siglo XI,
llegando a ser denominado como “Rex Ibericus”. Conde consorte de Castilla por
su matrimonio con Muniadona, entregó el monasterio de San Salvador
definitivamente a los monjes cluniacenses.
El texto actual
dice:
aqui ya
ze el rey don
sancho abarca
El padre Enrique
Flórez nos salvó el texto que anteriormente estaba en la tumba de este rey y
que, al parecer, nos evitaría cualquier duda. O no. Flórez advierte que estos
epitafios fueron copiados en época de Fernando I (1016-1065): “Tal como se lee en esta inscripción, aquí
yace el rey Sancho, padre del rey García y tuyo también, Fernando. Este rey
Sancho fue yerno del conde Sancho y padre del rey Fernando el grande, de García
rey de Navarra muerto en Atapuerca y de Ramiro, rey de Aragón. Murió
finalmente, tras muchas batallas contra los sarracenos y muchas victorias sobre
ellos, el año 1035”. Se trataría de una información confusa porque hace
mención a hechos posteriores a la muerte del rey Sancho. Bien es cierto que
puede deberse a una redacción tardía del epitafio pero al no conservarse la
inscripción no podemos valorar más que la información histórica que en él se
recoge.
Yepes, recoge,
con errores –dice él- un epitafio que se conservaba en Oña: “En la segunda tumba junto a ésta (lo cual
dice por la del rey D. Sancho, que murió sobre Zamora, que está en el primer
lugar) descansan los huesos del serenísimo Sr. D. Sancho el Mayor, que por
sobrenombre fue llamado Abarca, el cual fue rey de Aragón y de Navarra, y
después hubo el reino de Castilla, porque fue casado con doña Mayor, hija del
señor donde don Sancho, que fue señor de castilla. Este señor rey reformó este
monasterio y trajo a él monjes de San Pedro de Cluny, de Francia, y puso por
primer abad de esta casa al glorioso padre San Iñigo, santo canonizado con
autoridad de la Iglesia romana, y dio a este monasterio este señor rey grandes
exenciones y libertades, porque también fue delegado del Papa en estos reinos
de Castilla. Pasó de esta vida a gozar de la bienaventuranza a 18 días del mes
de octubre, año del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo de 1039”.
Para Ricardo del
Arco y Garay no estaríamos ante la tumba de Sancho III sino ante la del abuelo,
la de Sancho II (m. 925), conocido como Sancho Abarca. Sin embargo, son
numerosos los estudiosos que se afanan en justificar la inclusión de tal
apelativo para identificar al finado a través de sus ancestros. No sería nada
extraño siendo un criterio que se mantenía en los epitafios o noticias
sepulcrales extensas altomedievales que se le aplicase a Sancho III.
De lo que
estamos seguros es que en el momento de elaboración de esta Renovatio y de la
actualización del panteón, Manso pretendía identificar en este sepulcro al gran
rey navarro. Lo que ya no resulta tan fácil es explicar si estamos ante una
equivocación o un acto intencionado. Su custodia se la han disputado
tradicionalmente a Oña la basílica de San Isidoro de León y el monasterio de
San Juan de la Peña de Aragón.
Sin embargo, la
importancia del acto publicitario no se ve afectada y mucho menos la
intencionalidad del abad Manso al “publicar” su memoria. Si la tradición
recogía la presencia de los restos de Sancho el Mayor en una determinada tumba
dentro de la primitiva iglesia del monasterio, bastaba “resucitar” su epitafio
en el panteón del siglo XV y situarlo en un lugar destacado. Por otro lado, es
indiscutible la ligazón entre Oña y el monarca navarro y los beneficios que el
templo burgalés había recibido en tiempo de este rey.
Una cuarta
figura regia la tendríamos en el epitaphium sepulcrale de Sancho II de Castilla, Sancho “El Fuerte” (1038-1072):
aquí yaze
_ _ _
el rey do Sacho q
_
mataro sobre zamora
Aquí ya se
olvidan los datos de filiación y se utiliza el hecho más relevante de la vida
del monarca para identificarlo y el hecho de que fue rey. De los “sanchos” éste
siempre será recordado por la traición sufrida a manos de su hermana Urraca en
Zamora donde Bellido Dolfos le dio muerte. Su alférez, el Cid Campeador, llevó
sus restos hasta el Monasterio de Oña, como era su voluntad. Lo que sería,
también, un gesto político al asumir que estaban allí enterrados su abuelo, Sancho
III el Mayor y su abuela Muniadona de Castilla. Así lo describía la Chronica Sepulcral,
recogida por Berganza, que debía decorar el sepulcro original del rey: “Sancho, comparable por su belleza a Paris
y por su valentía con las armas a Hector, está recluido en esta tumba, reducido
ya a cenizas y a una sombra. Su hermana, mujer de corazón despiadado, le quitó
la vida, contra todo derecho, no lloró al hermano muerto. Este rey fue matado
por la intriga traidora de su hermana Urraca en la ciudad de Numancia (Zamora)
por la mano de Bellido Adolfo, el gran traidor. El siete de octubre del año
1072 me arrebataron del rumbo (normal) del tiempo”.
Pasándonos al
Panteón Condal y comenzando en el mismo orden, por la izquierda, estudiamos el
epitafio del conde Sancho García (m.
1017), el fundador del monasterio de Oña. Era nieto de Fernán González, primer
conde castellano independiente del reino de León e hijo de García Fernández “el
de las manos blancas”. Fue apodado como “el de los buenos fueros” por las
numerosas concesiones que otorgó a numerosas poblaciones castellanas. En
epitafio dice así:
aquí yaze
el conde do Sacho
fundador desde monesteryo
Un texto muy
parco para lo que Berganza nos refiere de la Chronica sepulcral del conde
Sancho: “Sanctius iste Comes, populis
dedit optima iura: Cui Lex Sancta Comes, ac Regni maxima cura. Mauros
destruxit, ex tunc Castella reluxit; Haec loco construxit, istinc normam quoque
duxit: Tandem vir fortis, devictus pondere mortis, Pergens ad Christum, mundum
transposuit istum. Comes iste post multas victorias habitas de Sarracenis
quievit in pace sub Era MLV. Nonis Februarii”. El epígrafe recoge las
numerosas bondades, tanto bélicas como morales, del conde. Pero desconocemos, a
ciencia cierta, si este era el epitafio que estaba grabado en su tumba.
Según Berganza,
la lápida debió estar situada en la iglesia, próxima a la puerta principal. Sin
duda, un lugar de fácil acceso al lector cuya atención, nada más entrar en el
templo, había de ser conducida hacia el sepulcro y su inscripción para admirar
los merecimientos de su fundador y tomarlos como ejemplo.
Lo sorprendente
es que el nuevo necrologio que recuerda hoy la memoria de Sancho contenga
unas escasas nueve palabras. Es evidente que ni su funcionalidad ni su
intención eran la misma. Ahora, a finales del Siglo XV, la historia oniense era
de sobra conocida y únicamente era necesario recordar las glorias pasadas. Lo
hicieron mediante epitafios con el nombre de sus personajes más ilustres, y su
la acción más importante para el templo.
La siguiente que
tenemos en el baldaquino del lado de la epístola es la epitaphium sepulcrale de
la condesa Urraca Gómez -esposa del conde Sancho García y
madre de Muniadona de Castilla, esposa de Sancho III el Mayor-:
Aqui yace la
cōdesa doña Vrraca
muger del cōde
dō sācho
La noticia más
antigua sobre su óbito la encontramos en Yepes quien pudiera haberse inspirado
en el epitafio original para redactar las siguientes líneas: “La segunda arca, junto a esta primera,
guarda los huesos de la serenísima Señora la condesa doña Urraca, mujer del
dicho señor conde don Sancho de Castilla, en la cual hubo el dicho señor conde
un hijo y tres hijas; conviene a saber, al infante don Carlos, que fue muerto a
traición en la ciudad de León; la mayor de las hijas llamaron doña Mayor, que
fue casada con el rey D. Sancho el Magno, y Mayor por otro nombre, y a la
segunda llamaron doña Teresa, que fue casada, según algunos dicen, con el rey
D. Bermudo de León, y a la tercera fue la dicha doña Trigida, virgen, que está
dicha señora condesa doña Urraca pasó de este mundo al reino de los cielos a 20
días del mes de mayo, año del Señor de 1025”.
No es casualidad
que al situar éste arca junto al de su marido primase en el epitafio del siglo
XV su relación con él en la redacción del epitafio moderno.
La tercera es la
sepultura, en escritura gótica minúscula, del conde García II Sánchez (1009-1029). Amador de los Ríos destaca que la
mayoría de los estudiosos sitúan el cuerpo en el templo de San Juan Bautista de
León, aunque él sostiene que sus restos están “a no dudar” dentro de un arca de madera en Oña. Dice: “Aquí yace el tercer conde don García, hijo
del conde don Sancho”.
Aqui yaze
El III cōde
dō garcia
hijo del cōde
dō sācho
Como vemos los
datos recogidos en este epitafio se limitan a la filiación paterna. Pensaríamos
que yace aquí por ser hijo del conde fundador y para hacer bulto de su linaje
en el panteón. ¿Por qué sólo lo presentan como “hijo de”? Puede ser por la
falta de espacio en el arca; por la necesidad de ubicar históricamente al
personaje; o porque murió joven y no hay cosas que destaquen de él. Ni siquiera
su traumática muerte.
Su epitafio
original, extenso y del que conservamos copia literaria, relata la trágica
muerte del joven. En esta ocasión es Argaiz de quien tomamos la noticia: “Hic aetate puer Garsias Absalon alter fit
cinis: Illud erit, qui gaudia mundi quaerit. Mars alter durus bellis erat ipsi
futurus; sed fati serie prius occubuit. Hic filius fuit Santii istius comitis,
qui interfectus fuit prodisione a Gundisavldo Munione et a Munione Gustio, et a
Munione Rodriz et a multis aliis, apud Legionem civitatem”. Además, Argaiz
nos dice que este primitivo epitafio se encontraba a los pies de la iglesia cincelado
en un arca de piedra. Y algo más: “Tengo
una curiosa antigüedad en el Archivo de Oña, no vista hasta oy, que es el
epitafio, que luego traxeron de León el cuerpo, le pusieron al Infante en la
Tumba de piedra, donde le dieron sepulcro a la puerta de la Iglesia, en compañía
de sus padres: y algún curioso, temiendo que cuando los metiera dentro del
templo se perdieran, lo sacó y copió”.
El cuarto y
último sepulcro del lado de la Epístola alberga los restos de los infantes Felipe (1292-1327) y Enrique (1288-1299), hijos de Sancho IV y María de Molina. El
hecho de que ambos infantes compartan arca ya es significativo de la relevancia
que se dio a ambos en el siglo XV. Únicamente se trata de recoger la memoria de
que fueron enterrados en Oña y que aún se custodian sus restos en San Salvador.
De nuevo se trata de restos con un valor cuantitativo, que engrosen el panteón
real. La noticia de Yepes al respecto del enterramiento de estos infantes no es
muy descriptiva: “En la cuarta tumba
están los huesos de los serenísimos infantes, hijos del rey D. Sancho IV, rey
de Castilla y de León, el cual mandó edificar la capilla de Nuestra Señora de
esta casa para el enterramiento de los señores reyes, que después por mayor
honra fueron trasladados a este lugar, en que están ahora”.
Los infates d
_ _ _
filipe y do eriq h
_ _ _ O
jos dl rey do sacho el IIII
“Los infantes don Felipe y don Enrique,
hijos del rey don Sancho el cuarto”.
Filiación
paterna para identificar a los personajes. En este caso, y a pesar de que su
padre, el rey Sancho IV, no fue enterrado en Oña, se hace mención a su figura
para engrandecer, publicitariamente, la historia de templo, amén de ayudar a
reconocer más rápidamente a los finados. Así se aumenta la efectividad del abad
Manso a la hora de revitalizar la tradición oniense a través de la publicidad
epigráfica.
La sepultura del
infante Felipe se la disputan el monasterio de las Huelgas de Burgos y el
monasterio de las Dueñas de Santa Clara de Allariz. Por su parte, el infante
Enrique podría estar en la capilla mayor del convento de los dominicos de San
Ildefonso de Toro, siguiendo la tradición del testamente de su madre María de
Molina.
Pero no solo las
cartelas dan problemas historiográficos sino que los escudos que se pusieron en
el testero de los ataúdes son ajenos a la tradición heráldica. Los escudos de
Sancho el Mayor y su mujer son anacrónicos. EI primer cuartel a la derecha
tiene las barras de Aragón y Cataluña, y el segundo las cadenas de Navarra, el
tercero el castillo de Castilla, y el cuarto otra vez las barras de Aragón.
¡Barras y cadenas en tiempo de Sancho el Mayor! El mismo escudo aparece en las
ménsulas y arranques de la crucería del claustro gótico, coetáneo de los ataúdes.
Podemos ir
cerrando la exposición sobre los nobles enterrados en Oña pero es de ley dejar
constancia de que estos no fueron los únicos con tal privilegio. Yepes da
noticia de los necrologios del conde Gómez Salvadores y su mujer Urraca, del
conde Rodrigo y su mujer Elvira, del camarero del conde Sancho, Gutiérrez
Rodríguez, del conde Gonzalo Salvadores y su hermano el conde Nuño y del caballero
Diego López de Villacanes.
Bibliografía:
“Las
inscripciones medievales de la provincia de Burgos: siglos VIII-XIII”. Tesis
doctoral de Alejandro García Morilla.
Museo de arte
sacro “San Salvador” de Oña.
Blog “Arte,
Historia y Curiosidades”.
“Sepulcros en el
Monasterio de Oña (1844)”. Alfred Guesdon (1808-1876).
“Sepulcros del
monasterio de San Salvador en Oña, Burgos”. Cecilio Pizarro Librado.
“Burgos”.
Rodrigo Amador de los Ríos.
“La actividad
publicitaria con fines propagandísticos: el caso de las renovationes
epigráficas. El impulso renovador del abad Juan Manso”. Alejandro García
Morilla.
Real Academia de
la Historia. Art. de Ernesto Zaragoza Pascual.
Miladoviajero.com
Anexos:
Fray Alonso
de Zamora fue un monje benedictino de este monasterio de San Salvador
de Oña que en el cambio de siglo entre el XV y el XVI dispuso de un taller de
pintura. Se le conoce como el Maestro de Oña. Se identifican sus pinturas,
aparte de por la influencia flamenca, por rasgos anatómicos afilados. Pintó entre
1485 y 1510. Se le adjudica el retablo de San Pedro del monasterio de San Pedro
de tejada (fechado hacia 1503-1506) y, en Oña, los frescos del atrio y la
decoración de los panteones reales, en la que abundan los motivos heráldicos.
Pertenecieron igualmente al monasterio oniense las sargas sobre la Pasión de
Cristo que decoraron el claustro (hoy en el Museo de Burgos) y un retablo
dedicado a Cristo que está en Espinosa de los Monteros. En la Catedral de
Burgos hay una Natividad de Jesús (1500) atribuida a su taller.
Retablo de San Pedro de Tejada
Antonio
de Yepes Torres (1552-1618). Fue hijo único del matrimonio
Francisco de Yepes y Ana de Torres, vecinos de Valladolid, y tomó el hábito
benedictino en el Monasterio de San Benito el Real de Valladolid el 19 de enero
de 1570. Profesó al año siguiente y pasó a estudiar Teología al Monasterio de
San Zoilo de Carrión de los Condes (Palencia), de donde fue también predicador,
igual que de Santa María la Real de Nájera (La Rioja) (1580-1583). Luego fue
lector de Artes de los Colegios de Nuestra Señora de la Misericordia de Frómista
(Palencia) (1583-1586) y de San Pedro de Eslonza (León) (1586-1589), abad de
San Vicente de Oviedo (1589- 1592), San Juan Bautista de Corias (Asturias)
(1592-1595), del Colegio de San Vicente de Salamanca (1598-1601) y en dos
ocasiones de su Monasterio de Valladolid (1610-1613, 1617-1618), donde en 1617
fundó el Colegio de Infantes, que fue un semillero de vocaciones benedictinas y
de otras órdenes y de personalidades notables de la Iglesia y el Estado. Murió
siendo abad de Valladolid, y fue enterrado en el claustro del Monasterio con
todos los honores. Sobre su tumba pusieron este elogioso epitafio: “Hic lapides ocultat cineres, non nomina
clara/ Antonii Iepes detegit illa Deus/ Vivit in aeternum chronicus, iam terque
bis abbas/ bis deffinitor, religione gravis”. Fue asimismo dos veces
definidor general de la Congregación de Valladolid (1595-1598, 1613-1617), la
última vez residiendo en el Monasterio de Valladolid, en calidad de lector de
Teología Moral.
Su estilo claro, penetrante, sólido, fluido y ameno, le
coloca entre los literatos del Siglo de Oro de las letras españolas. Su
entendimiento claro, su memoria prodigiosa, sus exquisitos discernimientos y
juicio desapasionado notables, además de las sólidas bases documentales y
archivísticas sobre las que funda su historia, en busca de las cuales recorrió
todos los archivos monásticos de Galicia, Asturias, Castilla, León, Rioja y
parte de Navarra, dieron como fruto su Crónica General de la Orden de San
Benito, que abarca la historia de los monasterios benedictinos de Occidente
desde su fundación hasta el siglo XII, aunque naturalmente por lo que se
refiere a la Península Ibérica es más abundante y seguro, por la mayor cantidad
de documentación de primera mano que pudo consultar. Esta obra, que le dio fama
universal y le inmortalizó.
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