Que no te asusten ni la letra ni el sendero de palabras pues, amigo, para la sed de saber, largo trago.
Retorna tanto como quieras que aquí me tendrás manando recuerdos.


domingo, 26 de febrero de 2023

The gaze of an englishman.

 
 
Vamos a expurgar el texto biográfico de un inglés a su paso por Las Merindades. Como los hijos de la Gran Bretaña imperial son previsibles me malicio antes de empezar la entrada que su punto de vista será, cuanto menos, altivo. O, quizá, me equivoque. Lean ustedes y decidan.

 
Debemos marchar a abril de 1834, durante la guerra Carlista de 1833-1840, cuando la armada británica, como parte de la Cuádruple Alianza, controlaba la costa cantábrica para impedir el desembarco de armas carlistas. Esta alianza era un tratado firmado por el gobierno liberal español y las potencias liberales Gran Bretaña, Francia y Portugal. La difícil evolución de la guerra en el frente vasco para los liberales fruto de la versatilidad de Zumalacárregui, la poca fiabilidad de las tropas cristinas y la estructura del frente entre otros problemas llevó a que se solicitasen tropas extranjeras.
 
En Inglaterra actuó Miguel Ricardo de Álava, nombrado embajador de España en Londres el 16 de enero de 1835. Amigo de Wellington, entonces primer ministro inglés. El embajador ya había conseguido el envío a España de un mediador, Edward Granville Elliot acompañado del coronel Gurwood, que consiguió el convenio Elliot para respetar las vidas de prisioneros de guerra e intercambiarlos. Frente al gobierno francés estuvo Bernardino Fernández de Velasco, duque de Frías, del que ya se ha hablado en esta bitácora. No consiguieron que les enviasen soldados y Martínez de la Rosa, presidente del Consejo de ministros, dimitió –por dignidad, supongo- ante las negativas.

Oficial de la Legión Británica
 
Pero Inglaterra permitió, en junio de 1835, alistar voluntarios en una legión similar a la que los franceses mantenían desde 1831 en Argelia. Su jefe fue George de Lacy Evans, un teniente coronel del ejército británico que veintidós años antes había tomado parte en la batalla de Vitoria. Luego Francia y Portugal anunciaron el envío de contingentes de soldados.
 
Rápidamente comenzaron en Gran Bretaña a formarse las listas de varios destacamentos de voluntarios. Se les prometió paga, comida y uniformes ingleses, además de una gratificación correspondiente a tres años de servicio cuando fueran licenciados. Teniendo en cuanta que la contrata era por un bienio… El resultado fue que se admitió a muchos de los pobres, vagos y maleantes de Londres, que veían la posibilidad de solucionar, al menos temporalmente, sus problemas de dinero y comida. No había importado su experiencia militar.

George Lacy Evans
 
Muy pronto estuvieron completos los cuerpos que se había acordado enviar a la Península: tres regimientos de lanceros, tres mil soldados de artillería y doce regimientos de infantería. A su frente, además de Evans, se puso a los brigadieres Chichester, Barnard y Shaw. Herbert Byng Hall –cuyo texto seguiremos- formaba parte de esta expedición. No era un novato militar sino que Herbert fue alférez del trigésimo noveno Regimiento de Infantería británica en 1824; en 1825 ascendió a teniente; en 1826 pasó al séptimo Regimiento de Infantería (Fusileros Reales) en el cual ascendió a Capitán en 1832; en 1833 se unió al sexagésimo segundo Regimiento de Infantería; y seis meses después vendió su licencia de oficial dejando el servicio militar regular. Atentos: ¡Vendió! En 1835 respondió a la llamada española y se unió a los auxiliares británicos. Consta alistado el 18 de julio de 1835 como capitán en el noveno regimiento irlandés. Será retirado del mismo para promocionarlo como Mayor y agregado al estado Mayor del Capitán General, Luis Fernández de Córdoba.
 
Este Herbert, ¿era un militar de carrera o un “niño pera” que había comprado cargos gracias a papá? No lo sé, pero piensen que la compra de honores militares –e incluso la formación de unidades de forma privada- era algo habitual hasta finales del siglo XIX entre los británicos. Y piensen que este muchacho fue el octavo de diez hijos del clérigo anglicano Charles Henry Hall (1763-1827) y su esposa Anna Maria Bridget née Byng (1771-1852), hija del quinto vizconde Torrington.

Soldado de la Legión Británica
 
Los británicos desembarcarán tanto en Santander –Herbert en el barco “Isabella” el 13 de agosto de 1835- como en San Sebastián a lo largo de ese verano de 1835. A finales de octubre, el alto mando cristino decidió concentrar todos los efectivos británicos en Vitoria por estar en el centro de la línea de operaciones, debido en parte a la amplia llanura que domina y a encontrarse equidistante de Pamplona, Bilbao y las tierras de cereales de Burgos, muy importantes para asegurar el suministro de pan a las fuerzas. Pero para ese movimiento no se pudo atravesar la zona sublevada a través del duranguesado. Las tropas de Evans dejaron San Sebastián y Santander y fueron a concentrarse en Bilbao para girar por Portugalete, Castro Urdiales, Ampuero, Medina de Pomar, Oña, Briviesca, y Miranda de Ebro. En sus textos saldrá nombrados el Valle de Mena (La Mina lo llama Herbert), Modina de Poma (sic) y Villacajo (otro “sic”).
 
Cuando llegaron a Vitoria los ingleses se centraron en su instrucción, en alterar la vida de los lugareños, en obtener resultados mediocres cuando combatían y en sobrevivir a un invierno muy frio animado por un panadero carlista que envenenó el pan de los ingleses. Y se centraron en moverse a lo largo de la línea del frente. Como hacía Herbert Byng Hall que nos cuenta un desplazamiento desde Briviesca a Oña el cinco de noviembre de 1835.
 
Oña

“Al no encontrar al general en Briviesca, donde permanecimos sólo doce horas, y al separarse de la compañía a la mañana siguiente con el coronel Bareido, obtuvimos una pequeña escolta de cuatro húsares, y cabalgamos a través del país hasta Oña, donde nos detuvimos de nuevo con la esperanza de encontrarnos pronto con nuestros compatriotas casacas rojas. En este lugar hay un magnífico convento cuyas propiedades son inmensas tanto en tierras como en dinero. Fuimos escoltados por frailes del lugar a través de sus vastos y escalofriantes pasillos, sus numerosas habitaciones o celdas, y también a la “catedral” y el refectorio. No descubrí, sin embargo, ninguna de las bellas pinturas o los ricos ornamentos litúrgicos que me habían hecho creer que existían en los conventos españoles. Probablemente, estos tesoros estaban ocultos de las manos de la soldadesca, y ahora se encuentran dentro de sus paredes. La antigua hospitalidad tan señalada en los conventos también había volado, ya que no fuimos recibidos con refrescos, aunque se supone que los conventos están bien abastecidos, en especial la bodega, una de cuyas botellas compramos, pagándola.
 
Este convento, como la mayoría de los demás, ha sido suprimido y la hermandad ociosa, inmoral e intolerante a la que dio perezoso refugio, está dispersa con la amplia suma de seis reales, o alrededor de dos chelines, cada uno para su apoyo diario. Muchos, indudablemente, se han unido al ejército de Don Carlos, que está bien surtido con miembros de esta sagrada profesión, que de ninguna manera son malos soldados, como puedo decir. El resto ha tenido que irse a sus casas o continuar con su “llamada piadosa”.
 
Sin el mínimo deseo de defender la actitud de los frailes afirmó que dos tercios de las miserias y desastres de esta infeliz España proceden del se remonta a la obra secreta y el fanatismo flagrante de su Iglesia. Y nadie puede viajar por la Península sin observar no solo los efectos de tal superstición y doctrina poco escrupulosa, sino que, al mismo tiempo, estar tristemente confirmado en la total ausencia de principios, que surge de la pura y sincera devoción.

Oña
 
Aproveché un brillante amanecer para ver la abrupta y salvaje sierra cubierta de mirtos que domina el pueblo de Oña. Las elevadas y voluminosas torres del convento se erguían en solemne grandeza en el centro del rico valle; a lo largo y ancho veíamos montañas altas y cubiertas de árboles; en sus bases, se puede rastrear claramente el camino románico y admirablemente cortado que conduce a Villarcayo y Soncillo; Junto al que el estrecho y espumoso Ebro se desliza tranquilo. ¡Qué triste! ¡Cuán amargos fueron los pensamientos que desbordaron mi corazón en esa memorable mañana! Mi hogar –Mis amigos en Inglaterra, de los que acababa de recibir cartas,- todo bajo la rápida supervisión de mis pensamientos, mientras me sentaba solo mirando esta suave y magnífica escena, tratando de rastrear las variadas ocurrencias de interés y horror de hace unos pocos meses que se habían cerrado tan rápidamente, y compadeciéndome del destino de los levantados con el sonido de las campanas de la mañana llamados ante Dios, ¡como una semana después los vi deambular dispersos y pálidos!
 
Volviendo, sin embargo, a mi tema, el entusiasmo del corazón, que por un breve tiempo había permitido que deambulara sin control, fue nuevamente llamado al latido frío y desalmado de los antojos de la realidad y los antojos de mi apetito, urgido por el aire vigorizante de las montañas, y el madrugar, me obligó a buscar a mis compañeros que ya había comenzado con un copioso desayuno.
 
La inesperada delicadeza de una perdiz de patas rojas de ninguna manera iba a ser rechazada por un soldado hambriento lo fue al escuchar los cascos de caballos en la plaza donde daban las ventanas de nuestras habitaciones en casa del alcalde. Resultaron ser un grupo de lanceros, con un joven oficial, que habían sido enviados para obtener habitación para los auxiliares cuya vanguardia estaban ya a dos leguas de nosotros. De ellos supimos que el general no estaba muy lejos. Más aún, nuestra presencia junto a un gran convento, cuyos habitantes podrían ser carlistas, no nos había permitido pasar una buena noche con una escolta de solo cuatro húsares mal montados.

Oña
 
En aproximadamente una hora, fui saludado con una amabilidad inolvidable por los miembros del estado mayor, de los que había estado separado y que deseaban escuchar los datos sobre los movimientos del enemigo, con relatos precisos de los asuntos del ejército en los que yo había estado presente. Permanecimos junto a las tropas y pasamos una nueva noche en Oña pero en circunstancias de protección y sentimientos de seguridad tan diferentes al anterior, sumado al placer de encontrar a mis amigos, que, para mí, fue uno de los momentos más agradable durante mi ausencia de mi patria. Muchos de los soldados, en especial la caballería, fueron acuartelados en los amplios corredores del convento, con abundante paja esparcida por el pavimento, haciéndoles unas camas confortables.
 
Aquí hubo un cambio: lo que había sido una solemne e inspiradora mañana ahora resonaba con la preparación de movimientos bélicos. Los fuegos vivaqueros ardían en los patios de noble estructura y los corpulentos frailes, más generosos ante la presencia de tantos invitados insatisfechos, suministraron la mesa de nuestro galante jefe con una abundante cena a la que hicimos justicia. Su presencia cortés y franca añadió buenos sentimientos y alegría en la mesa”.
 
A la mañana partieron para Briviesca. No volverá a Oña hasta el 25 de febrero de 1836. Sigamos su relato vinculado a Las Merindades desde su salida de Vitoria hasta su entrada en la provincia de Santander: “Ya he mencionado a Oña en las primeras páginas de este diario, y su magnífico convento, en una época en la que me había reunido con los Auxiliares. Ocurrió hace siete meses y en esta ocasión nos hospedamos en una nueva posada que había abierto después de nuestra última visita.
 
La nieve había estado cayendo durante todo nuestro viaje matutino y, al estar ambos inválidos, estábamos anticipando los placeres de un cómodo descanso nocturno en esta nueva morada construida para viajeros cansados cuya apariencia exterior nos dio motivos de esperanza suponiendo la abundancia interior. No obstante, nuestros deseos se vieron frustrados de la manera más desagradable al ser conducidos al establo (y debo informar a mis lectores, que el piso inferior de casi todas las posadas españolas se convierte en este alojamiento necesario para los viajeros, que, en general, realizan sus viajes en silla), nos encontramos en una especie de castillo fortificado. La casa no solo estaba cerrada por un muro en todo su perímetro, sino que también tenía los lados preparados para el uso de mosquetes. Una compañía de infantería y media tropa de caballería formaban la guarnición de este hotel; no solo para escoltar a los numerosos convoyes que van y vuelven de Santander, sino también para vigilar atentamente al Cura Merino, que frecuentemente cruzaba el Ebro en esa dirección al frente de un cuerpo de caballería carlista.

Soncillo
 
Aunque no se ofrecía ningún otro consuelo, tuvimos, al menos, la satisfacción de alimentarnos seguros para pasar la noche. Además de la fuerza antes mencionada, el octavo Regimiento de Lanceros Auxiliares se detenía en Oña para pasar la noche, en su marcha hacia Vitoria desde Santander. Aunque mi posición ha mejorado desde mi última visita no se pudo obtener nada en lo que respecta a la comida durante un tiempo. Una pequeña habitación, con vistas al campo; una ventana, protegida por contraventanas de considerable espesor pero sin vidrio en el marco; una cama sucia, sin cortinas, en el fondo de la habitación, en la que se suponía que teníamos que dormir; una mesita y dos sillas, completaban el mobiliario que se puso a nuestra disposición.
 
De esto no deberíamos habernos quejado, las capas y la paja forman en todo momento una buena cama para un soldado, pero la falta de comida a los viajeros hambrientos y cansados era otra dificultad. Con generosas ofertas de pago y súplicas, sumadas a las amenazas del sargento al mando del grupo de caballería, que abrazó nuestra causa, se prometió por fin una cena, cuyos ingredientes nunca olvidaré. Primero se colocó sobre la mesa un mantel, más allá de todo punto de suciedad; a esto, sin embargo, nos opusimos enérgicamente, prefiriendo la suciedad natural de la madera sin lavar. Dos tenedores de hojalata y una cuchara de madera hicieron su aparición, con muchas disculpas de la “padrona” en cuanto al suministro limitado de comodidades, habiendo comenzado hace poco tiempo como posaderos. Por fin, llega un ave infeliz, que a nuestra llegada había estado cacareando y cantando con toda la dignidad de la libertad no molestada alrededor del patio del establo, ahumada sobre el tablero con numerosas adiciones odoríferas de ajo y pimientos; a lo que se le añadió un plato de cerdo mutilado, en realidad flotando en aceite (probablemente deducido de la parte de las lámparas). Ni siquiera el ansia del hambre pudo inducirnos a comer tales manjares y, en consecuencia, una barra de pan, siempre bueno en España, con algunos huevos duros conseguidos al fin, logramos saciarnos para asombro de todos los espectadores (a menudo numerosos en tales casas de entretenimiento), [dada] nuestra fascinación por rechazar la carne de cerdo y el aceite. Terminada la cena, dividimos en proporciones iguales el aparato para dormir, es decir, las sábanas, el colchón y una almohada. Cayeron en mi suerte, amigo mío, que fue el menos inválido, aguantando con buen humor, una manta y el resto de cobertores. Y así nos esforzamos en cerrar nuestros ojos por la noche.
 
Amaneció y con mucho gusto nos despedimos de Oña y su detestable posada. Lectores, creo que la mayoría de ustedes nunca han viajado a través de un país en el que cada hombre que conozca, y cada labrador de la tierra, o podador de las vides, tal vez les envíe una bala en la cabeza con un remordimiento tan pequeño como lo haría contra un perro rabioso o un gato salvaje. De no ser así, difícilmente se puede juzgar el sentimiento con el que transitamos por esa parte de las provincias que fue entonces, por momentos y desde entonces por completo, sede de la guerra civil en España.

Soncillo
 
El placer de regresar a un hogar del que ha estado ausente durante mucho tiempo, y los amigos a quienes conoce bien no solo lo saludarán con afecto, sino que se esforzarán por aliviar los dolores de la salud destrozada, difícilmente puede borrar de su mente la desconfianza con el que te encuentras o te cruzas con cada ser humano en el camino. Tal fue nuestro caso durante el viaje de este día a Soncillo, donde teníamos la intención de detenernos nuevamente para pasar la noche, ya que en ese período se consideraba fuera del escenario de la devastación, por estar en la provincia de Santander (sic) aunque los acontecimientos recientes, ya sea por negligencia de los cristianos o por la iniciativa más probable de los carlistas, habían dejado (como en varios otros lugares entonces comparativamente en paz) las manchas de la sangre de sus compatriotas en sus hogares.
 
La carretera principal de Miranda del Ebro a Santander es extraordinariamente buena y, a pesar de los vientos violentos y de las fuertes nevadas, pudimos conducir rápido y llegar a Soncillo por un desfiladero escarpado y pintoresco, al final de la tarde del día de nuestra salida de Oña. Aunque este pueblo pareciera pequeño y aislado, rodeado de montañas desoladas y revestidas de aire, que abundan la provincia de Santander, sin embargo, nos alegramos de llegar a él.
 
En la entrega de nuestros pasaportes al comandante (una pequeña fuerza que estaba entonces también acuartelada en este pueblo con el propósito de escoltar), el alcalde solicitó la casa rectoral para nuestro alojamiento. Un fuego brillante en la cocina y mucha amabilidad y cortesía, a las que se puede agregar, una cena tolerable y una excelente botella de vino de su reverencia, pronto indujeron a olvidarnos el miserable alojamiento y la peor comida de la noche anterior en Oña. Nuestro “padrone”, o cura, que por su forma musculosa y su imponente figura, tenía más el aspecto de un guerrero que de un cura de campo, parecía lejos de estar molesto por la producción de un billete para nosotros y el sirviente; estaba sumamente ansioso en sus preguntas por noticias del lugar más inmediato de la guerra, y se declaró no poco complacido de que estuviera entonces a una distancia de algunas leguas.

Soncillo
 
Mientras escuchaba atentamente nuestros relatos de los recientes asuntos que habían tenido lugar, demostró gran habilidad para sacar la caja de tabaco y el papel para luego formar y liar el cigarro con mucha destreza. Práctica que en vano intentamos imitar, para acrecentar su ocupación, mientras nos alejábamos algún tiempo por el resplandor del fuego de leña de pino. Después de lo cual, nos llevaron a un apartamento limpio y confortable, donde había dos camas con sábanas blancas y bien ventiladas.
 
No pasamos una noche desagradable después de un largo día de viaje, ya que durante algún tiempo esos lujos nos resultaban extraños. Después de dormir profundamente hasta el amanecer, nos dispusimos una vez más a seguir camino, y después de tomar nuestro refrigerio matutino, como lo llamaba mi amigo, de chocolate, nos despedimos de nuestro cordial anfitrión; no sin antes haberle pagado el doble por los bienes disfrutados, un cargo que rebajó considerablemente la opinión cristiana que me había formado al principio de su carácter generoso, “incluso hacia sus enemigos, entre los que podríamos dudar” menos.
 
A la salida de Soncillo, el camino a Santander comienza casi de inmediato por un ascenso muy pronunciado sobre la Sierra de San Vicente, de al menos dos leguas lo que motivó que solicitáramos al alcalde mulas o caballos adicionales para ayudar a la resistente pareja nos ha atraído a una distancia tan larga. Sin embargo, por muy buenos que fueran, ni uno ni otro aceptamos el ofrecimiento de un par de bueyes, que, enganchados como jefes, nos hicieron un gran servicio y, al mismo tiempo, nos proporcionaron una gran diversión”.
 
Las tropas habían salido de Vitoria y transitaron por Miranda, Oña, Soncillo, Alceda y Puente Viesgo, para llegar finalmente a Santander, desde donde serían trasladados por mar a San Sebastián. Claro que Herbert marchará a Inglaterra por motivos de salud con la condecoración de la Orden de Fernando. Sus compañeros, llegados a la Bella Easo participaron en mantener franco el puerto y la fortaleza del monte Urgull de San Sebastián ante los intentos carlistas de sitiar la ciudad y en la conquista del puerto de Pasajes. En octubre de 1836 enviaron a 2.000 miembros de la Legión a Portugalete, para apoyar la ruptura del sitio de Bilbao, tomando parte en la batalla de Luchana. En marzo de 1837, en cambio, sufrieron la mayor derrota de esta guerra en Oriamendi de manos del Infante Don Sebastián.

Ataque de la Legión Británica sobre Irún.
 
Los miembros de la Legión Británica habían firmado por cumplir dos años de servicio, tras los cuales en su mayoría, hasta el propio Lacy Evans, decidieron abandonarlo en julio de 1837, ya que siempre estuvieron mal aprovisionados y se les pagaba muy tarde. No obstante 1700 de entre ellos decidieron quedarse bajo las órdenes del coronel O´Connell, formando la llamada Nueva Legión. Á modo de balance podemos afirmar que una cuarta parte de los 10.000 hombres de la Legión Británica perdieron la vida en esta guerra. Pero la mitad de estas 2.500 víctimas no murió en los enfrentamientos armados sino que perecieron a causa de las enfermedades.
 
¿Sabemos algo más de Herbert Byng Hall? Por supuesto porque fue todo un personaje. Después de un breve trabajo al servicio de la Oficina General de Correos, Hall se retiró a la vida privada a finales de la década de 1830 y se convirtió en escritor. En 1853 publicó ocho libros de no ficción (principalmente informes de viajes, libros de deportes y caza) y una novela de tres volúmenes. En 1851 fue miembro de la Comisión Real para la primera exposición mundial en Londres. De 1855 a 1858 Hall fue Mensajero del Servicio Exterior en Constantinopla, de 1859 a 1882 viajó por el mundo como correo diplomático. Publicó libros sobre ambos períodos de su vida. Además, había otros libros de no ficción sobre temas de ocio y pasatiempos.
 
El 14 de abril de 1883, nueve meses después de su jubilación, Herbert Byng Hall se declaró insolvente. Murió a los once días a la edad de 77 años en Weston, un suburbio de Bath.
 
Hall se casó tres veces. Su primera esposa Margaret murió el 25 de abril de 1856, su segunda esposa Elizabeth, de soltera Knox, el 7 de julio de 1862 con la que tuvo a su hijo William Herbert Byng Hall (1859-1893); su tercera esposa Lydia nee Braddock le sobrevivió.
 
 
Bibliografía:
 
“Ensayo sobre la Legión Británica”. Roma Garrido (Museo Zumalakarregi).
“Spain, and the seat of war in Spain”. Herbert Byng Hall.
“La Legión Británica en Vitoria”. Julio Cesar Santoyo.
“Viajeros por Las Merindades”. Ricardo San Martín Vadillo.
 
 

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