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domingo, 13 de octubre de 2019

Nos vamos de Feria y mercado (I).


Hoy, cuando vemos una feria local no entendemos la razón de la misma. ¿Acaso no hay tiendas abiertas y bien surtidas durante casi toda la semana? ¿No está la internet con su “amazón”? ¿Y los centros comerciales de las grandes ciudades, a los que llegamos por rápidas carreteras, donde, de paso, nos hacemos un cine? Pues sí, tienen razón. Es cierto. Pero -porque siempre hay un “pero”- debemos viajar hacia unos tiempos en que nada de eso existía.

Hasta el siglo XX el transporte de mercancías pesadas fue lento, dificultoso, caro y expuesto a sobresaltos de ladrones y a las continuas exacciones y abusos por parte de municipios y poderosos: aduanas, pontazgos, portazgos, barras... Solo los objetos de lujo y de poco peso como joyas, paños, calzado, alfarería... eran traídos de lejos a los mercados y ferias. Por ello, el “mercado” no era nacional sino local.

Los abundantes mercados y ferias eran la mejor forma de mover los excedentes, abastecer de diversos productos a localidades y comarcas e intercambiar otros, como el ganado vacuno o pesca del norte por cereales, vinos y aceite del sur.


No solo eso, sino que los mercados y ferias influyeron en el desarrollo de diversas poblaciones en una relación cuasi directa entre la riqueza ganadera y cerealista en el caso de las ferias y más variedad, abundancia y calidad de comestibles y artesanía en el caso de los mercados. Al fin y al cabo, eran un punto de encuentro y de creación y redistribución de riqueza. Cuando la producción excedía el consumo cercano, se buscaban compradores en las poblaciones circundantes lo que agrandaba el circuito y los bienes intercambiados. Todo esto se verá influido -o redundará- por el renacimiento urbano a partir del siglo XII.

En un mercado participaban ciudadanos de a pie, algún tendero y ciertos buhoneros y revendedores que, en el pasado, solían ser judíos y moros. Por supuesto eran de poco alcance, y de ventas al detalle. Los comerciantes más poderosos acudían a las ferias en que se vendía al por mayor. Estas se caracterizaba por su reducida duración, una reglamentación más compleja que el mercado, un régimen de privilegios especial y un volumen de mercancías y ámbito de influencia, mucho más amplio. Llegaban comerciantes desde “tierra de moros” (simplemente: lejos). Los mercados, en cambio, eran diarios o semanales.

Hoy nos parece mentira fruto del tonto “presentismo histórico” en el que nos movemos pero desde la Edad Media hasta fines del siglo XVIII Burgos fue la provincia castellana más mercantil, ciudad exportadora a través del puerto de Santander. Movía Lana, vino y otros productos.

Mercados y ferias se asociaban a fiestas religiosas que ejercerían de tractores comerciales, de razón principal, o complementaria, para acercarse al lugar donde se celebraba el mercado. Obtenemos, con ello, que las romerías no solo tuvieron sentido religioso. De hecho, la feria o mercado se identificará con el nombre del santo. De todas formas, todos los mercados y ferias requirieron aprobación Real sobre la que influiría en gran medida el aumento de población en esas localidades lo que devenía en desarrollo económico. Otros factores favorables a la localización de un mercado o feria eran la cercanía a los puertos cantábricos, y a las provincias exentas o ser comarcas ganaderas (caso del norte de Castilla).


Varios lugares, desaparecidos o no, llamados "Mercadillos", se hallaban alrededor de ermitas y, en todo caso, lugares como Mercadillo de Mena siguen recordando aquella función.

Los mercaderes de la Edad Media aprovechaban las antiguas calzadas romanas para transportar sus productos llegándolas a llamar “vías del mercado” o "Carrera de los Judíos". La que desde la Bureba, a través de Frías, Herrán y Orduña, llevaba a la costa norte, recibió en el valle de Tobalina el nombre de "Camino mercadero". Y el estado de los caminos condicionaba las ferias y mercados. No valía solo la localización del pueblo frente a la vía sino también el estado de esta.

Las circunstancias arriba indicadas llevaron a que algunos lugares se convirtiesen en puntos de centralización y reventa de ciertos productos como el caso del trigo en Frías, vino en Medina de Pomar y ganado en Villarcayo y Espinosa de los Monteros. La política de mejora y construcción de caminos de los Borbones disparó el número de mercados en el siglo XVIII. Y con los caminos nuevos llegó el abandono de los viejos. Se ve todos los días. Frías decae con la marginación de la ciudad y a Medina de Pomar le ocurrirá otro tanto con la apertura del nuevo camino de Bercedo que pasaba por Villarcayo.

Medina de Pomar

Desde el siglo XI, en algunas localidades se celebró diariamente un mercado, donde también existía alguna tienda permanente y tenderetes para la venta. Alfonso VIII, en el fuero de Frías, le denomina “azog”, equivalente al zoco musulmán. Posteriormente la palabra azogue (azoguejo) también hará referencia a la plaza en que tenía lugar y su almacén, como en Poza de la Sal. Pero lo más normal fue un mercado semanal, mientras se celebraba, claro. Digo esto porque los mercados y las ferias siempre fueron aleatorios -podían concederse o denegarse o suspenderse según el momento-. Y esto tenía gran peso político. Durante el Antiguo Régimen la corona siempre mantuvo esa prerrogativa en sus manos. Se empezó confirmando los existentes y se pasó a denunciar los no concedidos por el rey. En 1834 se insistía en ello.

Otra cosa más: el “Rastro”. Este fue el lugar en que se vendió carne de ganado lanar y cabrío viejo, no reproductor, sacrificado para convertirlo en cecina. Se dio algún caso de cría de ganado a propósito para destinarlo a este tipo de comercialización de menor calidad y precio. Solía ser un día a la semana en el período comprendido entre el otoño y primavera. Por tanto tenemos reglamentadas tres fórmulas comerciales: feria, mercado y rastro en función de su importancia.

Todo muy reglado. Sí. ¿Preocupados por la salud de los villanos? También, sobre todo si pensamos en la peste que emanaba de un mercado. Y más por cobrar los impuestos. ¿Qué creían? De hecho hubo intercambios ocultos en casas particulares y en mercados no autorizados con el fin de ahorrarse tasas. Quizás por ello, cuando se asentaron los gobiernos ilustrados, se concedieron un gran número de mercados para aumentar el control, y la recaudación.

Mercado en Burgos

Pero, ¿quién solicitaba la gracia Real de un mercado, o feria? Los lugares poblados. En casos de dependencia nobiliaria la petición vendría de los monasterios (Oña) o del señor (Lerma). También se conseguía, normalmente, un mercado cuando se obtenía la condición de Villa gracias a que se lo quitaba a la anterior cabeza de comarca, como con el traslado de la capitalidad de Las Merindades a Villarcayo.

En la segunda mitad del XVIII, periodo de expansión económica, serían varias las peticiones para reactivar ferias y Mercados olvidados. También en la primera mitad del siglo XIX donde para paliar la dura crisis se recurría a los mercados. En este tardío período, el mercado sigue manteniéndose, todavía, como núcleo de actividad de intercambio entre unidades campesinas y pequeños artesanos.


En el cuadro se observa los periodos de creación de mercados: desde el siglo XII hasta comienzos del XIV y durante el siglo XV, que son fases expansivas de la economía peninsular. En el siglo XVI casi no se dan concesiones quizá porque ya había demasiados y por la fuerte presión fiscal de Felipe II. Durante los siglos XVIII y XIX la gracia se redujo exclusivamente a pequeños núcleos rurales.

Pensemos que con la llegada de la débil dinastía Trastámara algunos señores se otorgaron ferias y mercados para recaudar para sí los impuestos que conllevaban. ¡Incluso a la fuerza! De hecho, sería uno de los principales motivos de la revuelta comunera en Las Merindades, como los propios sublevados lo expusieron tachando a los Velasco de "lobos robadores".

Con el tiempo se liberalizaron las ferias y mercados. En 1812 se pedía que el gobierno permitiese tener ferias y mercados a todo pueblo que lo solicitara y fuera estimado oportuno. A mediados del siglo XIX aumentarán las facilidades proponiéndose que quedase como facultad de los respectivos ayuntamientos con acuerdo del representante de la Real Hacienda. Desde 1863 las concesiones correspondieron a las Diputaciones Provinciales y, desde 1877, a los ayuntamientos. Generalmente era una concesión perpetua. ¿Recuerdan que aparecía la Real Hacienda? La concesión siempre conllevó el pago de las tasas de licencia. En el siglo XIII el abad de Oña cobraba a su concejo 170 maravedíes por su otorgamiento. A comienzos del siglo XIX la contribución era de 150 reales.


Nada de eso importaba porque una feria o un mercado eran crecimiento económico. Da la sensación de que las más antiguas concesiones se hicieron a los pueblos en los que el rey tenía puestas muchas esperanzas por ser puntos neurálgicos política, militar o administrativamente y, sin embargo, encontraban muchas dificultades en su desarrollo. El mercado era un empujoncito, vamos.

¿En qué consistía ese empujoncito? Los objetivos y beneficios buscados fueron varios: fomentar la riqueza local; el abastecimiento del lugar; la diversificación de los trabajos, especialmente los artesanos; controlar la función mercantil y regular la economía campesina del entorno; ayudar a la estabilidad social de las localidades; atraer población dada la mejora producida por el mercado…

Para la mayoría de los pueblos, los ingresos del mercado y ferias fueron casi únicos y tan determinantes que de ellos dependerá, en buena parte, la prosperidad del lugar. Miranda de Ebro y Frías fueron un claro reflejo de la vitalidad o decadencia de sus ferias y mercados. El desarrollo urbano de Villarcayo vendrá parejo a su mercado.


Los beneficios también alcanzaron a los lugares del contorno que iban a vender sus excedentes y que de otro modo no hubieran tenido salida. Y más cuando se trataba de ciertos artículos que estaban solo al alcance de las clases pudientes como carnes, cecinas y lácteos. Podría decirse otro tanto de las frutas y hortalizas. Para el campesino, que llevaba una vida de mera subsistencia, resultaba el único aporte económico extraordinario al transformar sus productos en moneda.

El alto interés de que los comerciantes acudieran a los mercados de los respectivos lugares explica las amenazas de los Velasco y Las Merindades para que así lo hicieran en Medina o Villarcayo, respectivamente. En el caso de las ferias, al alto volumen del negocio acompañó un mayor gasto en la estancia y consumo de los feriantes, derechos tributarios varios, salarios de los empleados concejiles... todo lo cual estimulaba la circulación monetaria en su conjunto. Además, en los pueblos con feria o mercado se desarrolló una industria textil básica cuyos excedentes tenían salida, precisamente, en esos mercados.

¡Sin olvidarnos de la protección de caminos y feriantes! Se conseguía declarando el recinto de la feria y las transacciones celebradas en ella como afectos a un régimen jurídico especial, bajo el directo amparo real. Claro que, a veces, la protección oficial fue teórica. Zonas enteras muy transitadas por los mercaderes, como los Montes de Oca, en el camino de Santiago, sufrían continuos asaltos. Incluso en unos años tan seguros socialmente como los de Felipe II, Oña tenía que vigilar sus caminos con una docena de gente armada para proteger a los mercaderes.

Ciudad de Frías

A partir del siglo XIII algunos mercados y ferias fueron francos, o sea, libres de impuestos. El privilegio de exención era gracia exclusiva de la Corona, como dicen las Partidas. La prohibición de ferias y mercados francos sin permiso Real por Enrique IV afectó a casi todas las ferias. En 1491 los Reyes Católicos volverían a reiterar la prohibición. La explicación de tal orden era clara: los derechos producían sustanciosos ingresos al Erario Real que los monarcas no estaban dispuestos a perder o ceder. Y, si lo hacían, era por una altísima compensación.

Un decreto real de 1763 volvió a negar el establecimiento de ferias y mercados francos. Otra consecuencia de este decreto fue que, en 1789 el Rey ordenara que, en adelante, fuese el Consejo de Hacienda quien conociese y determinase las peticiones de mercados y ferias francos o con minoración de tributos. La concesión de franquezas absolutas acarreaba, también, graves pérdidas al lugar interesado al mermar sus ingresos. Por ello, a veces, algunos mercados disfrutaron de una exención parcial.

Asumámoslo: ayer como hoy las sisas entorpecen el auge económico. Las inmunidades tributarias fueron el elemento más eficaz para el florecimiento del mercado. Por el contrario, los impuestos (portazgos, peajes, pontazgos, rediezmos...) constituyeron un obstáculo a su desarrollo. Su exención aligeró los gravámenes que elevaban los precios en demasía, paralizaban las transacciones y ahuyentaban a vendedores y compradores. Los mercados fueron más sensibles que las ferias a estas circunstancias por lo que, en general, disfrutaron de mayores ventajas fiscales.

Soncillo

La mayoría de las ferias y mercados francos no quedaron exceptuados del pago de alcabalas, aspecto que fue regulado en las Cortes de Burgos, de 1430. Con todo, algún poderoso monasterio, como Rioseco, consiguió del Rey no pagarlas ni en Medina de Pomar ni en Villarcayo para los cereales y ganados que allí vendía. La tasa real puesta a la venta del trigo, resultó ruinosa para los mercados cercanos a la costa norte. Por ello, y ante su decadencia, hubo que suprimirlo en diez leguas tierra adentro: Miranda, Frías y Santa Gadea del Cid.

Mientras que la política del municipio buscó asegurar los impuestos, la tendencia de los comerciantes fue tratar de esquivar el pago de los tributos. A esto pudo deberse el nacimiento de ciertos arrabales extramuros. Las murallas y cercas, tuvieron mucho que ver con la seguridad de los mercados y garantía del cobro de impuestos. A veces, da la sensación de haber sido construidas exclusivamente con este fin.

Toda población de cierta importancia necesitó del comercio diario que solía realizar en las tiendas, del mercado semanal y de la feria -o ferias- anuales. Su control estuvo, siempre, en manos del concejo local a través de funcionarios y recaudadores, regulándole en exclusiva y evitando fraudes. Todo ello para defensa del consumidor y garantía del cobro de impuestos, tanto locales como generales.


Los sábados y domingos fueron los días más apropiados para la celebración del mercado. Sin embargo, por ser el domingo día de precepto, la iglesia lo vio mal. Fueron pocos, o posteriores a 1492, los tenidos en sábados porque los comerciantes judíos no asistirían.

En las Cortes de Burgos, de 1379, se decidió que la octava de Pascua fuera la fecha límite para vender los excedentes de cereales, vino y corderos de los diezmos del año anterior. En consecuencia, por entonces se fijó la celebración de diversas ferias. También se tendió a colocarlas entre el comienzo del verano, para la venta de aperos y ganado de tiro, y a finales del mismo, cuando se disponía de la cosecha y estaban cobradas las rentas y diezmos. Con las ferias de los meses siguientes se trató de solucionar el problema de alimentar los animales en invierno. Existe, pues, una clara y lógica relación entre los días de celebración de las ferias y los ciclos naturales agropecuarios. En cuanto a los rastros, también era un día semanal fijo, aunque dentro de una temporada que solía ser de otoño a primavera en la que no se reproducían los rebaños y, había escasez de pastos.

Es posible que en los primeros momentos de la Edad Media, los mercados se celebrasen en los cementerios, tras las iglesias. Solo en algún fuero, como el de Frías, se precisa los lugares de celebración. A los sitios en que tuvo lugar el mercado se denominó con este nombre. Así sigue haciéndose, por ejemplo, con la plaza del Trigo en Aranda y, en cuanto a la feria, su sitio suele recibir, frecuentemente, el nombre de "Campo del Ferial".


Esos terrenos para las ferias y mercados, como si fuesen una zona peatonalizada de nuestras “modernas” ciudades, terminaban transformados en plazas amplias, porticadas, bajo las que se abrían las tiendas (boticas). ¿Las tiendas traían la urbanización del lugar o al revés? En muchos casos ni una cosa ni la otra porque, o bien no se veía necesario (se celebraban al aire libre); faltaba una tradición de este tipo de construcciones; o por un clima benigno.

Ya hemos comentado que los mercados y ferias gozaban de una especial protección jurídica, de un derecho más severo, señal del interés por la buena celebración que mostraron tanto los reyes como los ciudadanos. Como símbolo de autoridad y castigo, en medio del ferial y plaza del mercado, solía estar la picota y rollo o una argolla, cadena y cepo para penar a ladrones y alborotadores. El mercado tuvo sus propios funcionarios que acudían a resolver las disputas suscitadas, al mismo tiempo que regulaban la marcha general del mismo. Conocemos al sayón o alguacil vigilando las pesas y medidas de lo que, después, se encargará el almotacén. Estos cargos también tenían como misión asegurar la calidad de los productos y vigilancia de los precios, evitando el acaparamiento y especulación, especialmente en los artículos de primera necesidad y en épocas de carestía.

Desde el siglo XVII Las Merindades nombraron un administrador de sus ferias, asistido por el escribano. Otros funcionarios fueron los corredores del peso y de la cuatropea. Para el pago del correspondiente salario de estos funcionarios, se solía imponer una tasa. La obsesiva vigilancia y comprobación de los pesos y medidas venía de una generalizada tendencia a la falsificación que era duramente reprimida. A veces su fijación presentó dificultades provenientes de la conocida anarquía de los patrones.


Solo la villa cabeza de partido, en la que se celebraba el mercado, disponía y custodiaba la media fanega o almud medieval y los pesos y medidas oficiales para todos los lugares de su ámbito municipal y, aún, comarcal. Así lo constata el cartulario de Oña en el caso de Medina de Pomar. Tal hecho lo reconocía, también, el valle de Mena todavía a comienzos del siglo XIX: "No hay ni ha habido nunca padrón de media fanega porque en este valle no se celebra mercado. Y se usa el de Arciniega porque es el más importante y más cercano". El fiel medidor era quien fiscalizaba y vigilaba este aspecto. Las ordenanzas municipales solían exigir un contraste anual. No siempre las medidas fueron iguales: Tanto el almud como la fanega, tuvieron mayor capacidad en Las Merindades que al sur del cañón de la Horadada. Aquí equivalía a 16 celemines. En cambio los pesos y las demás medidas eran los de Burgos por lo que, de vez en cuando, eran llevadas a la capital para su comprobación.

Los precios de los cereales estuvieron sometidos a tasación, aunque no fuera respetado y oscilaran a tenor de la abundancia o escasez, es decir, de las oferta y la demanda. Ya se ha indicado que en los mercados más norteños, dentro de las diez leguas del mar, no rigió la tasa. En la venta privada de cereales también se recurrió a menudo a los precios oficiales que regían en sus respectivos lugares como consta que alguna se vez se hizo en Las Merindades. Con la fijación de precios también se aspiró a controlar la reventa, algo frecuente y temido. El hecho de encontrarse algunas villas cerca de las provincias exentas (Vizcaya o Álava, en este caso) incentivó el contrabando.

La reventa fue un problema difícil de erradicar. Era empleada como forma de ganar algo por grupos marginados como moros y judíos. La cuestión estaba en que ocasionaban un aumento artificial de los precios, a veces especulando tras acaparar ciertos productos. Por esto se prohibía. Pero la repetición de los bandos y prohibiciones indican que no fue obedecido.

Villasana de Mena

La insistencia de Madoz en que las transacciones de los mercados y ferias más importantes de la provincia de Burgos se realizaban en dinero contante, muestra que todavía no había desaparecido el trueque. La presencia de montañeses vendiendo aperos de madera y ganado, hace sospechar en un pago con cereales, que tanto necesitaban. Bueno, era la forma habitual de pagar a los artífices trasmeranos que actuaron por Las Merindades y aledaños durante los siglos XVI y XVII.

Los vendedores de mercado solían ser los propios campesinos o artesanos. También había intermediarios de otros productos como, por ejemplo, los carniceros, vendedores del pescado norteño o de productos de otros climas como aceite, vino de calidad y algún tipo de frutas y, en general, los trajineros. Es de suponer que con el tiempo algunos campesinos abandonarían el campo y ciertos oficios artesanales para dedicarse exclusivamente al comercio y a la reventa en tiendas fijas cuando acaecía cierta prosperidad.

En la Edad Media llegaban a los mercados de Castilla y de Las Merindades gentes de lejos, de Francia o Al Ándalus por ejemplo, con productos especiales. Se sabe de moros y judíos que hacían de buhoneros, perfumeros, ropavejeros... y, en general, revendedores de objetos de bajo valor. Los judíos de Medina de Pomar importaban paños de Francia que revendían tanto en sus tiendas fijas como en el mercado local. Los "moriscos" de Bustillo fueron activos trajineros con géneros cargados en los puertos septentrionales.


De la gran actividad del comercio marítimo que adquiere la costa cantábrica en la Baja Edad Media, se beneficiaron los mercados de Las Merindades que redistribuían granos y vino con Tierra de Campos, Bureba, Llanos de Castilla y La Rioja. Algún mercado, como el de Melgar, hizo de intermediario en el abastecimiento para la reventa del calzado llevado a otros mercados como el de Villarcayo. Otro tanto cabría decir del de Poza de la Sal en cuanto a la sal.

Debió de ser muy importante el comercio de la sal en todos los mercados y ferias por su absoluta necesidad en el condimento y conservación de alimentos así como por las importantes salinas del norte controladas por la corona, monasterios y grandes señores, como los Velasco.

Por la variedad y cuantía de lo comercializado había ferias de distintos rangos y características. Pero no piensen que fue la de Burgos la más sobresaliente sino que lo fueron las de Miranda de Ebro, Melgar, Medina de Pomar, Villarcayo, Briviesca y, en tiempos cercanos, las de Lerma, Espinosa de los Monteros, Soncillo y Salas de los Infantes. Las ferias más norteñas, especialmente las de Medina de Pomar y Miranda, fueron centros reguladores entre la costa y la Meseta. En todos los casos centradas en el comercio del ganado, granos y vino. El ganado de labor procedió de Asturias y Santander. A Villarcayo llegaron "grandes manadas" transportándose a la Rioja, Aragón y tierra de Sigüenza. En Medina de Pomar destacó el mular. El lanar era abundante en el sur y, en todos los lugares, el de cerda para vender cebado o comprar para la recría. Los campesinos, a pequeña escala, vendían ganado de cerda, gallinas, huevos, palomas, caza... cuyo dinero líquido reinvertían en la compra de las cosas más imprescindibles para la casa. También se compraban y vendían hierro, paños, y pescado fresco y salado. A la celebración acompañaban una serie de comerciantes con las más variadas ofertas: quincalla, paños, especias...


Durante las ferias, solían señalarse pastos para el ganado en venta. No consta que se hiciera expresamente en Las Merindades lo que presupone que eran de libre aprovechamiento en tales días. En cambio, tenemos el caso opuesto de las ferias de Quejana y Gordejuela en donde se exigía a los meneses ciertas tasas por la utilización de sus pastos, lo que fue denunciado por ir contra las leyes generales del reino.

Estaba prohibido, por no poderse cobrar las alcabalas, el comprar géneros y ganado en los caminos, antes de llegar los vendedores a las ferias. Siempre hubo una profunda desconfianza hacia estos negocios pues escapaban fácilmente a los controles en materia de pesos, medidas, precios y calidad. En general, se prohibió la compra de productos alimenticios para revenderlos pues los municipios tendían a evitar los intermediarios en este apartado.

Como en tantos otros pueblos, en las ordenanzas de Frías del siglo XV se prohibía comprar antes de llegar y ponerse en venta en la plaza, especialmente a los mulateros que trajeren pescado fresco, tan consumido en los pueblos a causa de los muchos días de abstinencia. Incluso a los propios vecinos del pueblo se les vedaba el comprar queso, hortalizas, ollas, frutas y otras menudencias, hasta las dos horas de mediodía. En las ordenanzas de 1525, se prohibía a fruteras y tenderas comprar hasta cierta hora. Otro tanto se exigió a los pañeros en tiempo de feria. Está claro que quería evitarse el acaparamiento y con ello la subida de precios. También se prohibía el comprar trigo ni cebada para revender. Estudio aparte merecían los especuladores de altos vuelos, especialmente de cereales, que compraban al acabar el verano y revendían a alto precio en primavera, cuando escaseaba.


Los motivos de suspensión o desaparición de mercados y ferias, fueron varios. En primer lugar la falta de asistencia que, en algunos casos, lo fue al poco de su inicio. Otras por no responder a efectivas necesidades de la vida económica local o por la competencia de alguno muy activo cercano. Otras por guerras o revoluciones (Valle de Mena), o pestes, como sabemos de las de Oña. Las ferias medievales sufrirían una grave crisis con los desórdenes habidos durante la minoría de edad de Alfonso XI. Con la Peste Negra y guerra civil fueron suspendidas varias de ellas. Con Felipe II llega un nuevo periodo de declive al suprimir exenciones y aumentar sustancialmente la cuantía de las alcabalas. Durante el siglo XVIII le toca, también, a los mercados debido a las aduanas, fielatos y la aparición de importantes centros comerciales e industriales.

Más aún, las tiendas se generalizan haciéndose fijas y diarias en todo núcleo de cierta importancia y más en la plaza pública en donde, precisamente, solían celebrarse los mercados. "Estas ferias van en decadencia por la facilidad con que se hace el tráfico diariamente y por el número que de ellas se ha concedido por el gobierno a algunos pueblos", se decía de Las Merindades a mediados del siglo XIX.


Bibliografía:

“Mercados y ferias en la provincia de Burgos”. Inocencio Cadiñanos Bardecí.
“Retratos de Villarcayo de Merindad de Castilla la Vieja”.



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