Hoy, cuando vemos una feria local no entendemos
la razón de la misma. ¿Acaso no hay tiendas abiertas y bien surtidas durante casi
toda la semana? ¿No está la internet con su “amazón”? ¿Y los centros
comerciales de las grandes ciudades, a los que llegamos por rápidas carreteras,
donde, de paso, nos hacemos un cine? Pues sí, tienen razón. Es cierto. Pero
-porque siempre hay un “pero”- debemos viajar hacia unos tiempos en que nada de
eso existía.
Hasta el siglo XX el transporte de mercancías
pesadas fue lento, dificultoso, caro y expuesto a sobresaltos de ladrones y a
las continuas exacciones y abusos por parte de municipios y poderosos: aduanas,
pontazgos, portazgos, barras... Solo los objetos de lujo y de poco peso como
joyas, paños, calzado, alfarería... eran traídos de lejos a los mercados y
ferias. Por ello, el “mercado” no era nacional sino local.
Los abundantes mercados y ferias eran la mejor
forma de mover los excedentes, abastecer de diversos productos a localidades y
comarcas e intercambiar otros, como el ganado vacuno o pesca del norte por
cereales, vinos y aceite del sur.
No solo eso, sino que los mercados y ferias
influyeron en el desarrollo de diversas poblaciones en una relación cuasi
directa entre la riqueza ganadera y cerealista en el caso de las ferias y más
variedad, abundancia y calidad de comestibles y artesanía en el caso de los
mercados. Al fin y al cabo, eran un punto de encuentro y de creación y
redistribución de riqueza. Cuando la producción excedía el consumo cercano, se
buscaban compradores en las poblaciones circundantes lo que agrandaba el
circuito y los bienes intercambiados. Todo esto se verá influido -o redundará-
por el renacimiento urbano a partir del siglo XII.
En un mercado participaban ciudadanos de a pie,
algún tendero y ciertos buhoneros y revendedores que, en el pasado, solían ser
judíos y moros. Por supuesto eran de poco alcance, y de ventas al detalle. Los
comerciantes más poderosos acudían a las ferias en que se vendía al por mayor. Estas
se caracterizaba por su reducida duración, una reglamentación más compleja que
el mercado, un régimen de privilegios especial y un volumen de mercancías y
ámbito de influencia, mucho más amplio. Llegaban comerciantes desde “tierra de
moros” (simplemente: lejos). Los mercados, en cambio, eran diarios o semanales.
Hoy nos parece mentira fruto del tonto “presentismo
histórico” en el que nos movemos pero desde la Edad Media hasta fines del siglo
XVIII Burgos fue la provincia castellana más mercantil, ciudad exportadora a
través del puerto de Santander. Movía Lana, vino y otros productos.
Mercados y ferias se asociaban a fiestas
religiosas que ejercerían de tractores comerciales, de razón principal, o
complementaria, para acercarse al lugar donde se celebraba el mercado.
Obtenemos, con ello, que las romerías no solo tuvieron sentido religioso. De
hecho, la feria o mercado se identificará con el nombre del santo. De todas
formas, todos los mercados y ferias requirieron aprobación Real sobre la que
influiría en gran medida el aumento de población en esas localidades lo que
devenía en desarrollo económico. Otros factores favorables a la localización de
un mercado o feria eran la cercanía a los puertos cantábricos, y a las
provincias exentas o ser comarcas ganaderas (caso del norte de Castilla).
Varios lugares, desaparecidos o no, llamados
"Mercadillos", se hallaban alrededor de ermitas y, en todo caso,
lugares como Mercadillo de Mena siguen recordando aquella función.
Los mercaderes de la Edad Media aprovechaban las
antiguas calzadas romanas para transportar sus productos llegándolas a llamar
“vías del mercado” o "Carrera de los Judíos". La que desde la Bureba,
a través de Frías, Herrán y Orduña, llevaba a la costa norte, recibió en el
valle de Tobalina el nombre de "Camino mercadero". Y el estado de los
caminos condicionaba las ferias y mercados. No valía solo la localización del
pueblo frente a la vía sino también el estado de esta.
Las circunstancias arriba indicadas llevaron a
que algunos lugares se convirtiesen en puntos de centralización y reventa de
ciertos productos como el caso del trigo en Frías, vino en Medina de Pomar y
ganado en Villarcayo y Espinosa de los Monteros. La política de mejora y
construcción de caminos de los Borbones disparó el número de mercados en el
siglo XVIII. Y con los caminos nuevos llegó el abandono de los viejos. Se ve
todos los días. Frías decae con la marginación de la ciudad y a Medina de Pomar
le ocurrirá otro tanto con la apertura del nuevo camino de Bercedo que pasaba
por Villarcayo.
Medina de Pomar |
Desde el siglo XI, en algunas localidades se
celebró diariamente un mercado, donde también existía alguna tienda permanente
y tenderetes para la venta. Alfonso VIII, en el fuero de Frías, le denomina “azog”,
equivalente al zoco musulmán. Posteriormente la palabra azogue (azoguejo)
también hará referencia a la plaza en que tenía lugar y su almacén, como en
Poza de la Sal. Pero lo más normal fue un mercado semanal, mientras se
celebraba, claro. Digo esto porque los mercados y las ferias siempre fueron
aleatorios -podían concederse o denegarse o suspenderse según el momento-. Y
esto tenía gran peso político. Durante el Antiguo Régimen la corona siempre
mantuvo esa prerrogativa en sus manos. Se empezó confirmando los existentes y
se pasó a denunciar los no concedidos por el rey. En 1834 se insistía en ello.
Otra cosa más: el “Rastro”. Este fue el lugar en
que se vendió carne de ganado lanar y cabrío viejo, no reproductor, sacrificado
para convertirlo en cecina. Se dio algún caso de cría de ganado a propósito
para destinarlo a este tipo de comercialización de menor calidad y precio. Solía
ser un día a la semana en el período comprendido entre el otoño y primavera. Por
tanto tenemos reglamentadas tres fórmulas comerciales: feria, mercado y rastro
en función de su importancia.
Todo muy reglado. Sí. ¿Preocupados por la salud
de los villanos? También, sobre todo si pensamos en la peste que emanaba de un mercado. Y más por cobrar los impuestos. ¿Qué creían? De hecho
hubo intercambios ocultos en casas particulares y en mercados no autorizados
con el fin de ahorrarse tasas. Quizás por ello, cuando se asentaron los
gobiernos ilustrados, se concedieron un gran número de mercados para aumentar
el control, y la recaudación.
Mercado en Burgos |
Pero, ¿quién solicitaba la gracia Real de un
mercado, o feria? Los lugares poblados. En casos de dependencia nobiliaria la
petición vendría de los monasterios (Oña) o del señor (Lerma). También se
conseguía, normalmente, un mercado cuando se obtenía la condición de Villa gracias
a que se lo quitaba a la anterior cabeza de comarca, como con el traslado de la
capitalidad de Las Merindades a Villarcayo.
En la segunda mitad del XVIII, periodo de
expansión económica, serían varias las peticiones para reactivar ferias y Mercados
olvidados. También en la primera mitad del siglo XIX donde para paliar la dura
crisis se recurría a los mercados. En este tardío período, el mercado sigue
manteniéndose, todavía, como núcleo de actividad de intercambio entre unidades
campesinas y pequeños artesanos.
En el cuadro se observa los periodos de creación
de mercados: desde el siglo XII hasta comienzos del XIV y durante el siglo XV, que
son fases expansivas de la economía peninsular. En el siglo XVI casi no se dan
concesiones quizá porque ya había demasiados y por la fuerte presión fiscal de Felipe II. Durante los siglos
XVIII y XIX la gracia se redujo exclusivamente a pequeños núcleos rurales.
Pensemos que con la llegada de la débil dinastía
Trastámara algunos señores se otorgaron ferias y mercados para recaudar para sí
los impuestos que conllevaban. ¡Incluso a la fuerza! De hecho, sería uno de los
principales motivos de la revuelta comunera en Las Merindades, como los propios
sublevados lo expusieron tachando a los Velasco de "lobos robadores".
Con el tiempo se liberalizaron las ferias y
mercados. En 1812 se pedía que el gobierno permitiese tener ferias y mercados a
todo pueblo que lo solicitara y fuera estimado oportuno. A mediados del siglo
XIX aumentarán las facilidades proponiéndose que quedase como facultad de los
respectivos ayuntamientos con acuerdo del representante de la Real Hacienda.
Desde 1863 las concesiones correspondieron a las Diputaciones Provinciales y,
desde 1877, a los ayuntamientos. Generalmente era una concesión perpetua. ¿Recuerdan
que aparecía la Real Hacienda? La concesión siempre conllevó el pago de las
tasas de licencia. En el siglo XIII el abad de Oña cobraba a su concejo 170 maravedíes
por su otorgamiento. A comienzos del siglo XIX la contribución era de 150 reales.
Nada de eso importaba porque una feria o un
mercado eran crecimiento económico. Da la sensación de que las más antiguas
concesiones se hicieron a los pueblos en los que el rey tenía puestas muchas
esperanzas por ser puntos neurálgicos política, militar o administrativamente y,
sin embargo, encontraban muchas dificultades en su desarrollo. El mercado era
un empujoncito, vamos.
¿En qué consistía ese empujoncito? Los objetivos
y beneficios buscados fueron varios: fomentar la riqueza local; el
abastecimiento del lugar; la diversificación de los trabajos, especialmente los
artesanos; controlar la función mercantil y regular la economía campesina del
entorno; ayudar a la estabilidad social de las localidades; atraer población
dada la mejora producida por el mercado…
Para la mayoría de los pueblos, los ingresos del
mercado y ferias fueron casi únicos y tan determinantes que de ellos dependerá,
en buena parte, la prosperidad del lugar. Miranda de Ebro y Frías fueron un
claro reflejo de la vitalidad o decadencia de sus ferias y mercados. El
desarrollo urbano de Villarcayo vendrá parejo a su mercado.
Los beneficios también alcanzaron a los lugares
del contorno que iban a vender sus excedentes y que de otro modo no hubieran tenido
salida. Y más cuando se trataba de ciertos artículos que estaban solo al
alcance de las clases pudientes como carnes, cecinas y lácteos. Podría decirse
otro tanto de las frutas y hortalizas. Para el campesino, que llevaba una vida
de mera subsistencia, resultaba el único aporte económico extraordinario al
transformar sus productos en moneda.
El alto interés de que los comerciantes
acudieran a los mercados de los respectivos lugares explica las amenazas de los
Velasco y Las Merindades para que así lo hicieran en Medina o Villarcayo,
respectivamente. En el caso de las ferias, al alto volumen del negocio acompañó
un mayor gasto en la estancia y consumo de los feriantes, derechos tributarios
varios, salarios de los empleados concejiles... todo lo cual estimulaba la
circulación monetaria en su conjunto.
Además,
en los pueblos con feria o mercado se desarrolló una industria textil básica
cuyos excedentes tenían salida, precisamente, en esos mercados.
¡Sin olvidarnos de la protección de caminos y
feriantes! Se conseguía declarando el recinto de la feria y las transacciones
celebradas en ella como afectos a un régimen jurídico especial, bajo el directo
amparo real. Claro que, a veces, la protección oficial fue teórica. Zonas
enteras muy transitadas por los mercaderes, como los Montes de Oca, en el
camino de Santiago, sufrían continuos asaltos. Incluso en unos años tan seguros
socialmente como los de Felipe II, Oña tenía que vigilar sus caminos con una
docena de gente armada para proteger a los mercaderes.
Ciudad de Frías |
A partir del siglo XIII algunos mercados y
ferias fueron francos, o sea, libres de impuestos. El privilegio de exención
era gracia exclusiva de la Corona, como dicen las Partidas. La prohibición de
ferias y mercados francos sin permiso Real por Enrique IV afectó a casi todas
las ferias. En 1491 los Reyes Católicos volverían a reiterar la prohibición. La
explicación de tal orden era clara: los derechos producían sustanciosos ingresos
al Erario Real que los monarcas no estaban dispuestos a perder o ceder. Y, si
lo hacían, era por una altísima compensación.
Un decreto real de 1763 volvió a negar el
establecimiento de ferias y mercados francos. Otra consecuencia de este decreto
fue que, en 1789 el Rey ordenara que, en adelante, fuese el Consejo de Hacienda
quien conociese y determinase las peticiones de mercados y ferias francos o con
minoración de tributos. La concesión de franquezas absolutas acarreaba,
también, graves pérdidas al lugar interesado al mermar sus ingresos. Por ello,
a veces, algunos mercados disfrutaron de una exención parcial.
Asumámoslo: ayer como hoy las sisas entorpecen
el auge económico. Las inmunidades tributarias fueron el elemento más eficaz
para el florecimiento del mercado. Por el contrario, los impuestos (portazgos,
peajes, pontazgos, rediezmos...) constituyeron un obstáculo a su desarrollo. Su
exención aligeró los gravámenes que elevaban los precios en demasía,
paralizaban las transacciones y ahuyentaban a vendedores y compradores. Los
mercados fueron más sensibles que las ferias a estas circunstancias por lo que,
en general, disfrutaron de mayores ventajas fiscales.
Soncillo |
La mayoría de las ferias y mercados francos no
quedaron exceptuados del pago de alcabalas, aspecto que fue regulado en las
Cortes de Burgos, de 1430. Con todo, algún poderoso monasterio, como Rioseco,
consiguió del Rey no pagarlas ni en Medina de Pomar ni en Villarcayo para los
cereales y ganados que allí vendía. La tasa real puesta a la venta del trigo,
resultó ruinosa para los mercados cercanos a la costa norte. Por ello, y ante
su decadencia, hubo que suprimirlo en diez leguas tierra adentro: Miranda,
Frías y Santa Gadea del Cid.
Mientras que la política del municipio buscó
asegurar los impuestos, la tendencia de los comerciantes fue tratar de esquivar
el pago de los tributos. A esto pudo deberse el nacimiento de ciertos arrabales
extramuros. Las murallas y cercas, tuvieron mucho que ver con la seguridad de
los mercados y garantía del cobro de impuestos. A veces, da la sensación de
haber sido construidas exclusivamente con este fin.
Toda población de cierta importancia necesitó del
comercio diario que solía realizar en las tiendas, del mercado semanal y de la
feria -o ferias- anuales. Su control estuvo, siempre, en manos del concejo local
a través de funcionarios y recaudadores, regulándole en exclusiva y evitando
fraudes. Todo ello para defensa del consumidor y garantía del cobro de
impuestos, tanto locales como generales.
Los sábados y domingos fueron los días más
apropiados para la celebración del mercado. Sin embargo, por ser el domingo día
de precepto, la iglesia lo vio mal. Fueron pocos, o posteriores a 1492, los
tenidos en sábados porque los comerciantes judíos no asistirían.
En las Cortes de Burgos, de 1379, se decidió que
la octava de Pascua fuera la fecha límite para vender los excedentes de
cereales, vino y corderos de los diezmos del año anterior. En consecuencia, por
entonces se fijó la celebración de diversas ferias. También se tendió a
colocarlas entre el comienzo del verano, para la venta de aperos y ganado de
tiro, y a finales del mismo, cuando se disponía de la cosecha y estaban
cobradas las rentas y diezmos. Con las ferias de los meses siguientes se trató
de solucionar el problema de alimentar los animales en invierno. Existe, pues,
una clara y lógica relación entre los días de celebración de las ferias y los
ciclos naturales agropecuarios. En cuanto a los rastros, también era un día
semanal fijo, aunque dentro de una temporada que solía ser de otoño a primavera
en la que no se reproducían los rebaños y, había escasez de pastos.
Es posible que en los primeros momentos de la
Edad Media, los mercados se celebrasen en los cementerios, tras las iglesias.
Solo en algún fuero, como el de Frías, se precisa los lugares de celebración. A
los sitios en que tuvo lugar el mercado se denominó con este nombre. Así sigue haciéndose,
por ejemplo, con la plaza del Trigo en Aranda y, en cuanto a la feria, su sitio
suele recibir, frecuentemente, el nombre de "Campo del Ferial".
Esos terrenos para las ferias y mercados, como
si fuesen una zona peatonalizada de nuestras “modernas” ciudades, terminaban
transformados en plazas amplias, porticadas, bajo las que se abrían las tiendas
(boticas). ¿Las tiendas traían la urbanización del lugar o al revés? En muchos
casos ni una cosa ni la otra porque, o bien no se veía necesario (se celebraban
al aire libre); faltaba una tradición de este tipo de construcciones; o por un
clima benigno.
Ya hemos comentado que los mercados y ferias gozaban
de una especial protección jurídica, de un derecho más severo, señal del interés
por la buena celebración que mostraron tanto los reyes como los ciudadanos.
Como símbolo de autoridad y castigo, en medio del ferial y plaza del mercado, solía
estar la picota y rollo o una argolla, cadena y cepo para penar a ladrones y
alborotadores. El mercado tuvo sus propios funcionarios que acudían a resolver las
disputas suscitadas, al mismo tiempo que regulaban la marcha general del mismo.
Conocemos al sayón o alguacil vigilando las pesas y medidas de lo que, después,
se encargará el almotacén. Estos cargos también tenían como misión asegurar la
calidad de los productos y vigilancia de los precios, evitando el acaparamiento
y especulación, especialmente en los artículos de primera necesidad y en épocas
de carestía.
Desde el siglo XVII Las Merindades nombraron un
administrador de sus ferias, asistido por el escribano. Otros funcionarios
fueron los corredores del peso y de la cuatropea. Para el pago del correspondiente
salario de estos funcionarios, se solía imponer una tasa. La obsesiva
vigilancia y comprobación de los pesos y medidas venía de una generalizada
tendencia a la falsificación que era duramente reprimida. A veces su fijación
presentó dificultades provenientes de la conocida anarquía de los patrones.
Solo la villa cabeza de partido, en la que se
celebraba el mercado, disponía y custodiaba la media fanega o almud medieval y
los pesos y medidas oficiales para todos los lugares de su ámbito municipal y,
aún, comarcal. Así lo constata el cartulario de Oña en el caso de Medina de
Pomar. Tal hecho lo reconocía, también, el valle de Mena todavía a comienzos
del siglo XIX: "No hay ni ha habido
nunca padrón de media fanega porque en este valle no se celebra mercado. Y se
usa el de Arciniega porque es el más importante y más cercano". El
fiel medidor era quien fiscalizaba y vigilaba este aspecto. Las ordenanzas
municipales solían exigir un contraste anual. No siempre las medidas fueron
iguales: Tanto el almud como la fanega, tuvieron mayor capacidad en Las
Merindades que al sur del cañón de la Horadada. Aquí equivalía a 16 celemines. En
cambio los pesos y las demás medidas eran los de Burgos por lo que, de vez en
cuando, eran llevadas a la capital para su comprobación.
Los precios de los cereales estuvieron sometidos
a tasación, aunque no fuera respetado y oscilaran a tenor de la abundancia o
escasez, es decir, de las oferta y la demanda. Ya se ha indicado que en los
mercados más norteños, dentro de las diez leguas del mar, no rigió la tasa. En
la venta privada de cereales también se recurrió a menudo a los precios
oficiales que regían en sus respectivos lugares como consta que alguna se vez
se hizo en Las Merindades. Con la fijación de precios también se aspiró a controlar
la reventa, algo frecuente y temido. El hecho de encontrarse algunas villas
cerca de las provincias exentas (Vizcaya o Álava, en este caso) incentivó el
contrabando.
La reventa fue un problema difícil de erradicar.
Era empleada como forma de ganar algo por grupos marginados como moros y judíos.
La cuestión estaba en que ocasionaban un aumento artificial de los precios, a
veces especulando tras acaparar ciertos productos. Por esto se prohibía. Pero
la repetición de los bandos y prohibiciones indican que no fue obedecido.
Villasana de Mena |
La insistencia de Madoz en que las transacciones
de los mercados y ferias más importantes de la provincia de Burgos se
realizaban en dinero contante, muestra que todavía no había desaparecido el
trueque. La presencia de montañeses vendiendo aperos de madera y ganado, hace
sospechar en un pago con cereales, que tanto necesitaban. Bueno, era la forma
habitual de pagar a los artífices trasmeranos que actuaron por Las Merindades y
aledaños durante los siglos XVI y XVII.
Los vendedores de mercado solían ser los propios
campesinos o artesanos. También había intermediarios de otros productos como,
por ejemplo, los carniceros, vendedores del pescado norteño o de productos de
otros climas como aceite, vino de calidad y algún tipo de frutas y, en general,
los trajineros. Es de suponer que con el tiempo algunos campesinos abandonarían
el campo y ciertos oficios artesanales para dedicarse exclusivamente al comercio
y a la reventa en tiendas fijas cuando acaecía cierta prosperidad.
En la Edad Media llegaban a los mercados de
Castilla y de Las Merindades gentes de lejos, de Francia o Al Ándalus por
ejemplo, con productos especiales. Se sabe de moros y judíos que hacían de buhoneros,
perfumeros, ropavejeros... y, en general, revendedores de objetos de bajo valor.
Los judíos de Medina de Pomar importaban paños de Francia que revendían tanto en sus
tiendas fijas como en el mercado local. Los "moriscos" de Bustillo
fueron activos trajineros con géneros cargados en los puertos septentrionales.
De la gran actividad del comercio marítimo que
adquiere la costa cantábrica en la Baja Edad Media, se beneficiaron los
mercados de Las Merindades que redistribuían granos y vino con Tierra de
Campos, Bureba, Llanos de Castilla y La Rioja. Algún mercado, como el de Melgar,
hizo de intermediario en el abastecimiento para la reventa del calzado llevado
a otros mercados como el de Villarcayo. Otro tanto cabría decir del de Poza de
la Sal en cuanto a la sal.
Debió de ser muy importante el comercio de la
sal en todos los mercados y ferias por su absoluta necesidad en el condimento y
conservación de alimentos así como por las importantes salinas del norte
controladas por la corona, monasterios y grandes señores, como los Velasco.
Por la variedad y cuantía de lo comercializado
había ferias de distintos rangos y características. Pero no piensen que fue la
de Burgos la más sobresaliente sino que lo fueron las de Miranda de Ebro,
Melgar, Medina de Pomar, Villarcayo, Briviesca y, en tiempos cercanos, las de Lerma,
Espinosa de los Monteros, Soncillo y Salas de los Infantes. Las ferias más
norteñas, especialmente las de Medina de Pomar y Miranda, fueron centros reguladores
entre la costa y la Meseta. En todos los casos centradas en el comercio del
ganado, granos y vino. El ganado de labor procedió de Asturias y Santander. A
Villarcayo llegaron "grandes manadas" transportándose a la Rioja,
Aragón y tierra de Sigüenza. En Medina de Pomar destacó el mular. El lanar era abundante
en el sur y, en todos los lugares, el de cerda para vender cebado o comprar
para la recría. Los campesinos, a pequeña escala, vendían ganado de cerda,
gallinas, huevos, palomas, caza... cuyo dinero líquido reinvertían en la compra
de las cosas más imprescindibles para la casa. También se compraban y vendían
hierro, paños, y pescado fresco y salado. A la celebración acompañaban una
serie de comerciantes con las más variadas ofertas: quincalla, paños,
especias...
Durante las ferias, solían señalarse pastos para
el ganado en venta. No consta que se hiciera expresamente en Las Merindades lo
que presupone que eran de libre aprovechamiento en tales días. En cambio,
tenemos el caso opuesto de las ferias de Quejana y Gordejuela en donde se
exigía a los meneses ciertas tasas por la utilización de sus pastos, lo que fue
denunciado por ir contra las leyes generales del reino.
Estaba prohibido, por no poderse cobrar las
alcabalas, el comprar géneros y ganado en los caminos, antes de llegar los
vendedores a las ferias. Siempre hubo una profunda desconfianza hacia estos
negocios pues escapaban fácilmente a los controles en materia de pesos, medidas,
precios y calidad. En general, se prohibió la compra de productos alimenticios
para revenderlos pues los municipios tendían a evitar los intermediarios en
este apartado.
Como en tantos otros pueblos, en las ordenanzas de
Frías del siglo XV se prohibía comprar antes de llegar y ponerse en venta en la
plaza, especialmente a los mulateros que trajeren pescado fresco, tan consumido
en los pueblos a causa de los muchos días de abstinencia. Incluso a los propios
vecinos del pueblo se les vedaba el comprar queso, hortalizas, ollas, frutas y
otras menudencias, hasta las dos horas de mediodía. En las ordenanzas de 1525,
se prohibía a fruteras y tenderas comprar hasta cierta hora. Otro tanto se
exigió a los pañeros en tiempo de feria. Está claro que quería evitarse el
acaparamiento y con ello la subida de precios. También se prohibía el comprar
trigo ni cebada para revender. Estudio aparte merecían los especuladores de altos
vuelos, especialmente de cereales, que compraban al acabar el verano y
revendían a alto precio en primavera, cuando escaseaba.
Los motivos de suspensión o desaparición de
mercados y ferias, fueron varios. En primer lugar la falta de asistencia que,
en algunos casos, lo fue al poco de su inicio. Otras por no responder a
efectivas necesidades de la vida económica local o por la competencia de alguno
muy activo cercano. Otras por guerras o revoluciones (Valle de Mena), o pestes,
como sabemos de las de Oña. Las ferias medievales sufrirían una grave crisis
con los desórdenes habidos durante la minoría de edad de Alfonso XI. Con la
Peste Negra y guerra civil fueron suspendidas varias de ellas. Con Felipe II
llega un nuevo periodo de declive al suprimir exenciones y aumentar
sustancialmente la cuantía de las alcabalas. Durante el siglo XVIII le toca,
también, a los mercados debido a las aduanas, fielatos y la aparición de
importantes centros comerciales e industriales.
Más aún, las tiendas se generalizan haciéndose
fijas y diarias en todo núcleo de cierta importancia y más en la plaza pública
en donde, precisamente, solían celebrarse los mercados. "Estas ferias van en decadencia por la facilidad con que se hace el
tráfico diariamente y por el número que de ellas se ha concedido por el
gobierno a algunos pueblos", se decía de Las Merindades a mediados del
siglo XIX.
Bibliografía:
“Mercados y ferias en la provincia de Burgos”.
Inocencio Cadiñanos Bardecí.
“Retratos de Villarcayo de Merindad de Castilla
la Vieja”.
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