A veces es difícil encontrar un tema para una
fecha determinada. Mala costumbre. Quizá por ello recurriré para esta entrada
del día de Todos los Santos y del día de Difuntos a un artículo periodístico de
Mariano José de Larra (Madrid, 1809-1837). Autor costumbrista romántico y
crítico del que todos conocemos sus “artículos de costumbres”. Era capaz de
retratar las carencias de la sociedad española de su momento. Su
padre llegó a ser médico del infante Francisco de Paula, hermano de Fernando
VII. Mariano picoteó estudios de medicina y luego de derecho, en 1825, primero
en Valladolid y después en Valencia. Por esta época se enamoró de una mujer que
resultó ser la amante de su padre. Desgarrador.
Puede ser que su visión crítica naciese del
exilio de su familia en Francia que comparaba con la España que observaba día a
día. Ideal frente a realidad. ¿Qué visión gana? Sus artículos se encontraban en
“El Duende Satírico del Día” y en “El Pobrecito Hablador” hasta que la censura
prohibió esas publicaciones.
En 1829 casó con Josefa Wetoret Velasco que… ¡acabó en
separación! En 1833 inició una nueva etapa de su carrera, con el seudónimo de
Fígaro, en la “Revista Española” y “El Observador”, donde además de sus cuadros
de costumbres insertó crítica literaria y política al amparo de la relativa
libertad de expresión propiciada por la corona de Isabel II. En 1835 visitó Portugal
–dado que era la mejor salida hacia el resto de Europa por la guerra civil-,
Londres, Bruselas y París, donde conoció a Víctor Hugo y Alejandro Dumas. De
regreso en Madrid, trabajó, sobre todo, para el periódico “El Español”.
Para un periodista estos eran unos años
excitantes. Los años 1834, 1835 y 1836 habían sido de lucha entre la monarquía,
que quería conservar todo lo que fuese posible del antiguo régimen, y la sociedad
que reclamaba constitución. De aquí surgirá el Estatuto Real, una cicatera concesión
que tuvo enfrente a la parte del mundo político más liberal. Unidos a la
presión de la guerra se arrancó la promesa de reformar el Estatuto en 1835.
El gabinete del presidente de gobierno moderado
Francisco Javier Istúriz, en mayo de 1836, anunció la convocatoria de las
Cortes revisoras que debían ocuparse en formar una nueva Constitución. Esto,
sorprendentemente, acentuó las disensiones políticas y odios personales. Cosas
entre Isturiz y Mendizábal. Mariano José se decantó por los conservadores ante
su miedo a desgarrar más a la nación. Entonces ya era diputado por la provincia
de Ávila (1836), aunque el motín de La Granja de San Ildefonso impidió que
entrara en funciones.
¿Y ese motín que fue? Fue el motín de los
sargentos. ¿Y? Nos referimos al que dieron un grupo de sargentos de la
guarnición y de la Guardia Real del palacio de La Granja de San Ildefonso
(Segovia), donde se encontraba la regente con su hija Isabel de cinco años de
edad. Estos obligaron a María Cristina a restaurar la Constitución de 1812 y a
que nombrara un gobierno liberal progresista presidido por José María Calatrava
con Juan Álvarez Mendizábal,
que
había sido el Presidente del Gobierno hasta el 15 de mayo de 1836, – el de la
famosa desamortización- en la cartera de Hacienda.
En los escritos de Mariano José se refleja su
desaliento, e inconformidad, ante los problemas purulentos que asediaban España
y el dolor que le produjo su separación definitiva de Dolores Armijo. Los de su
última etapa se fijan en los excesos del liberalismo; en la amargura del hombre
desengañado; y en la aspereza, el coraje y la melancolía. Está desilusionado. Esto
también se verá en el que leeremos a continuación: “El día de difuntos de 1836”.
Como si fuese una columna periodística de nuestros días –entre sentencias de
Sedición y elecciones reincidentes- rezuma un hondo pesimismo.
El día de Difuntos de 1836
Fígaro
en el cementerio (Mariano José de Larra).
Beati
qui moriuntur in domino
“En
atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no deja de contribuir a
esta especie de felicidad que dentro de mí mismo me he formado, no tengo muy
presente en qué artículo escribí (en los tiempos en que yo escribía) que vivía
en un perpetuo asombro de cuantas cosas a mi vista se presentaban. Pudiera
suceder también que no hubiera escrito tal cosa en ninguna parte, cuestión en
verdad que dejaremos a un lado por harto poco importante en época en que nadie
parece acordarse de lo que ha dicho ni de lo que otros han hecho. Pero
suponiendo que así fuese, hoy, día de difuntos de 1836, declaro que si tal
dije, es como si nada hubiera dicho, porque en la actualidad maldito si me
asombro de cosa alguna. He visto tanto, tanto, tanto... como dice alguien en “El
Califa”. Lo que sí me sucede es no comprender claramente todo lo que veo, y así
es que al amanecer un día de difuntos no me asombra precisamente que haya
tantas gentes que vivan; sucédeme, sí, que no lo comprendo.
En esta
duda estaba deliciosamente entretenido el día de los Santos, y fundado en el
antiguo refrán que dice: “Fíate en la Virgen y no corras” (refrán cuyo origen
no se concibe en un país tan eminentemente cristiano como el nuestro),
encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no tardó en cubrir mi
frente una nube de melancolía; pero de aquellas melancolías de que sólo un
liberal español en estas circunstancias puede formar una idea aproximada.
Quiero dar una idea de esta melancolía; un hombre que cree en la amistad y
llega a verla por dentro, un inexperto que se ha enamorado de una mujer, un
heredero cuyo tío indiano muere de repente sin testar, un tenedor de bonos de
Cortes, una viuda que tiene asignada pensión sobre el tesoro español, un
diputado elegido en las penúltimas elecciones, un militar que ha perdido una
pierna por el Estatuto (Estatuto Real de 1834, una especie de
carta otorgada por la reina que es empleado para asociarlo a los soldados que
defienden una postura conservadora de democratizar España), y se ha quedado sin pierna y sin Estatuto (En este momento regía
la Constitución de 1812), un grande que
fue liberal por ser prócer, y que se ha quedado sólo liberal (ha perdido el
escaño), un general constitucional que
persigue a Gómez (Miguel Gómez Damas, un carlista que en esas fechas
realizaba su expedición a lo largo y ancho de España acosado por los liberales
pero sin enfrentarse. Salió y entró en territorio carlista a través de Las
Merindades), imagen fiel del hombre
corriendo siempre tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un
redactor del Mundo en la cárcel en virtud de la libertad de imprenta, un
ministro de España y un rey, en fin, constitucional (la de 1812), son todos seres alegres y bulliciosos,
comparada su melancolía con aquella que a mí me acosaba, me oprimía y me
abrumaba en el momento de que voy hablando.
Volvíame
y me revolvía en un sillón de estos que parecen camas, sepulcro de todas mis
meditaciones, y ora me daba palmadas en la frente, como si fuese mi mal de
casado, ora sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi
dinero, como si mis faltriqueras fueran el pueblo español y mis dedos otros
tantos gobiernos, ora alzaba la vista al cielo como si en calidad de liberal no
me quedase más esperanza que en él, ora la bajaba avergonzado como quien ve un
faccioso más, cuando un sonido lúgubre y monótono, semejante al ruido de los
partes, vino a sacudir mi entorpecida existencia.
–¡Día
de Difuntos! –exclamé.
Y el
bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que
han sido, parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como si presagiase su
propia muerte. Ellas también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus
tristes acentos son el estertor del moribundo; ellas también van a morir a
manos de la libertad, que todo lo vivifica, y ellas serán las únicas en España
¡santo Dios!, que morirán colgadas. ¡Y hay justicia divina!
La
melancolía llegó entonces a su término; por una reacción natural cuando se ha
agotado una situación, ocurriome de pronto que la melancolía es la cosa más
alegre del mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero de
diversión...
–¡Fuera
–exclamé–, fuera! –Como si estuviera viendo representar a un actor español–:
¡fuera! –como si oyese hablar a un orador en las Cortes. Y arrojeme a la calle;
pero en realidad con la misma calma y despacio como si tratase de cortar la
retirada a Gómez. (Toque irónico y frustrado porque los generales
liberales no se enfrentaron –mucho- al carlista. Excepto un teniente en Trespaderne).
Dirigíanse
las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de
unas en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al
cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!
Vamos
claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo
espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de
Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el
nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón
la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.
Entonces,
y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los
muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy
capaz las calles del grande osario.
–¡Necios!
–decía a los transeúntes–. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por
ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos,
insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio
epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros
sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad,
la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan
contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni movilizados; ellos no
son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del
celador del cuartel (Nos habla del miedo entre la juventud a ser
alistados. Llegaban, incluso, a cortarse los pulgares o arrancarse los incisivos); ellos son los únicos que gozan de la
libertad de imprenta, porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y
que ningún jurado se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no
reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí les puso,
y ésa la obedecen. (Recordemos que estamos en plena guerra civil, la de
1833 a 1840 llamada primera carlistada)
–¿Qué
monumento es éste? -exclamé al comenzar mi paseo por el vasto cementerio–. ¿Es
él mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de otros
esqueletos? “¡Palacio!” Por un lado mira a Madrid, es decir, a las demás
tumbas; por otro mira a Extremadura, esa provincia virgen... como se ha llamado
hasta ahora. Al llegar aquí me acordé del verso de Quevedo: “Y ni los v... ni
los diablos veo”. En el frontispicio decía: “Aquí yace el trono; nació en el
reinado de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire colado”. (Referencia
al Motín de la Granja y a la pérdida de poder regio). En el basamento se veían cetro y corona y demás ornamentos de la
dignidad real. “La Legitimidad”, figura colosal de mármol negro, lloraba
encima. Los muchachos se habían divertido en tirarle piedras, y la figura
maltratada llevaba sobre sí las muestras de la ingratitud.
¿Y este
mausoleo a la izquierda? “La armería.” Leamos: “Aquí yace el valor castellano,
con todos sus pertrechos”. Los Ministerios: “Aquí yace media España; murió de
la otra media”. Doña María de Aragón: “Aquí yacen los tres años”. Y podía
haberse añadido: aquí callan los tres años. Pero el cuerpo no estaba en el
sarcófago; una nota al pie decía: “El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en
el año 23, y allí por descuido cayó al mar”. (Referencia al Trienio
Liberal). Y otra añadía, más moderna sin
duda: “Y resucitó al tercero día”. (La restitución de la Constitución de
1812 gracias a el Motín de la Granja).
Más
allá: ¡Santo Dios!, “Aquí yace la Inquisición, hija de la fe y del fanatismo:
murió de vejez”. Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o
todavía no la habían puesto, o no se debía de poner nunca. (Se
refiere a que oficialmente la Inquisición fue abolida en el Trienio Liberal
(1820-1823) a pesar de que en la Década Ominosa se crearon las Juntas de Fe que
asesinaron a su última víctima en 1826. Sólo 10 años antes).
Alguno
de los que se entretienen en poner letreros en las paredes había escrito, sin
embargo, con yeso en una esquina, que no parecía sino que se estaba saliendo,
aun antes de borrarse: “Gobernación”. ¡Qué insolentes son los que ponen
letreros en las paredes! Ni los sepulcros respetan.
¿Qué es
esto? ¡La cárcel! “Aquí reposa la libertad del pensamiento”. ¡Dios mío, en
España, en el país ya educado para instituciones libres! Con todo, me acordé de
aquel célebre epitafio y añadí involuntariamente:
Aquí el
pensamiento reposa,
en su
vida hizo otra cosa.
Dos
redactores del Mundo (Diario moderado aparecido en junio de 1836) eran las figuras lacrimatorias de esta
grande urna. Se veían en el relieve una cadena, una mordaza y una pluma. Esta
pluma, dije para mí, ¿es la de los escritores o la de los escribanos? En la
cárcel todo puede ser.
“La
calle de Postas”, “la calle de la Montera”. Éstos no son sepulcros. Son
osarios, donde, mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la
buena fe, el negocio (Detalle del mal estado económico del país). Sombras venerables, ¡hasta el valle de
Josafat!
Correos.
“¡Aquí yace la subordinación militar!”
Una
figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en la boca; en la otra
mano una especie de jeroglífico hablaba por ella: una disciplina rota.
Puerta
del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de mentiras.
La
Bolsa. “Aquí yace el crédito español”. Semejante a las pirámides de Egipto, me
pregunté, ¿es posible que se haya erigido este edificio sólo para enterrar en
él una cosa tan pequeña? La Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol,
éste es el sepulcro de la verdad. Única tumba de nuestro país donde a uso de
Francia vienen los concurrentes a echar flores.
La
Victoria. Ésa yace para nosotros en toda España. Allí no había epitafio, no
había monumento. Un pequeño letrero que el más ciego podía leer decía sólo: “¡Este
terreno le ha comprado a perpetuidad, para su sepultura, la junta de
enajenación de conventos!” ¡Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de ayer a
hoy! ¿Irá otro tanto de hoy a mañana?
Los
teatros. “Aquí reposan los ingenios españoles”. Ni una flor, ni un recuerdo, ni
una inscripción. “El Salón de Cortes”. Fue casa del Espíritu Santo; pero ya el
Espíritu Santo no baja al mundo en lenguas de fuego.
Aquí
yace el Estatuto,
vivió y
murió en un minuto.
(Recordatorio al Estatuto Real)
Sea por
muchos años, añadí, que sí será: éste debió de ser raquítico, según lo poco que
vivió.
“El
Estamento de Próceres”. Allá en el Retiro. Cosa singular. ¡Y no hay un
Ministerio que dirija las cosas del mundo, no hay una inteligencia previsora,
inexplicable! Los próceres y su sepulcro en el Retiro. El sabio en su retiro y
villano en su rincón.
Pero ya
anochecía, y también era hora de retiro para mí. Tendí una última ojeada sobre
el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel
aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la
inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa;
entonces no vi más que un gran sepulcro: una inmensa lápida se disponía a
cubrirle como una ancha tumba. No había “aquí yace” todavía; el escultor no
quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente
delineados.
“¡Fuera
–exclamé– la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces!
¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia!” Todas estas palabras
parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas
del día de Difuntos de 1836. Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche.
El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible
cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida,
de ilusiones, de deseos. (Evidentemente el cementerio que ha estado
recorriendo el autor era España, su capital política, la Nación de 1836 con su
levantamiento carlista en las provincias forales y en Cataluña y una
administración y economía anquilosadas)
¡Santo
cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué
dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! “¡Aquí yace la
esperanza!” (Aquí se refiere a su romántica desesperación
por su situación personal).
¡Silencio,
silencio!
El Español,
n.º 368, 2 de noviembre de 1836”.
Bibliografía:
“Obras completas de Mariano José de Larra”
Montaner y Simón editores (Barcelona 1886)
“Obras completas de Fígaro”. Méjico 1845
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