Dolmen es un
término bretón que significa “mesa de piedra” y, a pesar de ser bastante
ajustado está en desuso en los círculos académicos donde aplican más el de "sepulcros
megalíticos". ¿Y eso? Bueno, este sintagma fue acuñado por el reverendo
Algemon Herbert y engloba tanto a aquellos monumentos con techumbres planas
como a los que adoptan para cubierta otras soluciones como una cúpula.
Dolmen de Busnela
Cuando lleguemos
ante estos dol… sepulcros encontraremos poco más que ruinas aunque originariamente
fueron construcciones formidables y bien ajustadas cuyas paredes eran grandes
lajas clavadas verticalmente en el suelo llamadas “ortostatos”. Sobre ellas,
que delimitan una cámara, descansaba la cubierta. Toda la edificación era
ocultada bajo un montículo de tierra, el túmulo, que podía adoptar en planta
diferentes formas (circular, oval, cuadrada...) y que conseguía proteger y
señalizar la construcción. Su ausencia, como en el caso de Busnela, sería un
marcador de falso dolmen. Por último, el recinto megalítico, convertido bajo el
túmulo en una cripta subterránea, desempeñaba el papel de panteón.
Simplificando,
tendremos tres tipos de dólmenes: los simples, con sólo cámaras poligonales;
los sepulcros de corredor, que añadían a la cámara un angosto pasillo de acceso
que discurría desde la periferia del túmulo; y las galerías cubiertas, en las
que las cámaras, alargadas y de paredes paralelas, cumplían a la vez el papel
de espacio funerario y de acceso.
Con lo que vemos
cuando los visitamos difícilmente nos damos cuenta del esfuerzo que constó
construirlos y de la grandiosidad que representaba para aquellos individuos.
Para que se hagan una idea: hay dólmenes con cubiertas que pesan decenas de
toneladas. Sin descartar los pequeños que cumplen las mismas funciones, ojo. Es
como si –salvando las distancias- solo fueran pirámides las grandes y no
incluyéramos en la clasificación las pirámides de Nubia. Vere Gordon Childe, el
gran teorizador de la Prehistoria, considera que las grandes obras públicas
sólo pudieron fructificar en sociedades complejas y bien organizadas con
capacidad para generar importantes excedentes.
Hubo un tiempo
en que se creyó que estas construcciones europeas eran fruto de la torpeza de
unos habitantes que querían imitar a los egipcios. Sin embargo, desde mediados
del siglo XX, gracias al Carbono 14, quedó claro que la antigüedad de los
dólmenes occidentales superaba en casi dos milenios a la de las pirámides
egipcias o a la de los zigurats mesopotámicos. Nuestros dólmenes son monumentos
erigidos durante el Neolítico, casi todos a lo largo del IV milenio antes de Cristo.
Hombres que trabajaron sin la ayuda de bestias ni de herramientas sofisticadas con
las que desbastar las losas. Las sacaban de las canteras y las desplazaban
hasta las tumbas que podían estar a varios kilómetros de distancia.
Para que se
hagan una idea: trasladar una losa de unas 35 toneladas necesitaba del esfuerzo
de más de 300 hombres adultos y estos necesitan cubrir sus necesidades por
lo cual se añadiría más personas a la empresa. Claro que, también, a menos peso menos
gente. Aun así, los arqueólogos no suelen encontrar aldeas, en el entorno de
los dólmenes, con el tamaño suficiente para albergar contingentes de población suficientes, circunstancia que convenció a Colin Renfrew de que la
construcción hubo de ser fruto de un trabajo cooperativo en el que, además de
los titulares de las tumbas, participaron las comunidades vecinas.
Y, entonces, ¿quién
tenía el honor de ser enterrado ahí? ¿Los que lo construían? Bueno, la
excavación de las cámaras descubre abigarrados osarios con restos de numerosos
individuos. Sin embargo, la irregular conservación de los esqueletos presentes
y la diferente cronología de los elementos de ajuar personal o de las ofrendas
que los acompañan revelan que no todos los residentes entraron a la vez, sino
que, al igual que sucede en los panteones familiares actuales, lo que tenemos
es la suma de inhumaciones individuales a lo largo del tiempo. Los dólmenes
fueron, pues, pese a su carácter subterráneo, sepulcros accesibles. La
construcción de pasillos que desde el exterior y atravesando el túmulo llegaban
a la cámara cumplió la función de facilitar la entrada en los monumentos para
dejar nuevos restos.
Y, en ese “panteón”,
¿Metían el cadáver a pudrirse o sólo los huesos? El caos de huesos haría pensar
que eran osarios pero el análisis de los mismos muestra que, en origen, se
depositó el cadáver. ¿Esto es seguro? Pocas cosas son seguras pero nos respalda
la presencia de huesos muy pequeños que en un traslado se hubiesen perdido.
¿Entonces por
qué los encontramos revueltos si fueron enterrados completos, recostados sobre
uno de los flancos y las piernas plegadas bajo el abdomen? A ese resultado
contribuiría la exposición aérea de los muertos; los desplazamientos de huesos
ocasionados por la desaparición de los tejidos blandos que los recubren;
seguramente, las afecciones producidas por animales; hacer hueco para más
enterramientos; o reubicación cuidadosa en otro lugar del dolmen. Se sopesa,
incluso, que se retirasen huesos para convertirlos en reliquias como sí se ha
comprobado en dólmenes británicos. Estos factores, evidentemente, creaban nuevo
espacio en el interior. Podemos decir que en los dólmenes burgaleses nunca han
pasado del medio centenar los enterramientos. Con ello romperíamos la idea de
que eran tumbas para todos – respondiendo a una pregunta anterior- y durante
generaciones. Es ilustrativo, para todas estas preguntas, la preeminencia de
varones en estos enterramientos (10 a 3 en la cista de Villaescusa). No han
aparecido niños menores de 4 años, lo que obliga a pensar en la existencia de
ritos funerarios alternativos para ellos, tal vez en el espacio doméstico.
Concluyendo: en los sepelios neolíticos los difuntos se segregaban. Como hoy,
si lo piensan.
La genética ha
confirmado la vieja tesis de que los enterrados eran miembros de un clan o
grupo familiar unido por lazos de sangre. ¿Confirmamos que es una tumba
familiar? Sí. Nos hallamos ante una comunidad homogénea y consanguínea que, gracias
a los estudios de esmalte dental, no conoció aportes foráneos importantes ni
experimentó cambios de residencia llamativos.
Pero sorprenden
cosas como que en ningún caso en las inmediaciones de los sepulcros parecen
haber existido aldeas de tamaño suficiente para albergar a veinticinco adultos
de ambos sexos (doce hogares, con los niños correspondientes), que es la cifra
que, aplicando una tasa de mortalidad anual de cuatro por mil, propia de
poblaciones prehistóricas, sería necesaria para generar en medio siglo los 47
cadáveres presentes, por ejemplo, en Reinoso. De ahí que cada vez se acepte más
la idea de que esta población se organizaba en células más pequeñas, casi solo
familiares, las cuales, obligadas por el agotamiento periódico de los campos de
cultivo que trabajaban, variarían cada pocos años la posición de sus poblados
pero sin alejarse de las tumbas. Eso entendería la irrelevancia de los
asentamientos y su dificultad para reconocerlos.
Pero el interior
de los dólmenes investigados nos han dicho mucho sobre sus constructores – o al
menos sobre sus “inquilinos”-. Esos agricultores de hace 6.000 años
“disfrutaban” de una alta tasa de mortalidad infantil; pocos superaban los 40
años; eran comunes las afecciones óseas y articulares; las caries y los
abscesos dentales estaban a la orden del día fruto del excesivo consumo de carbohidratos
(cereales). Por cierto, medían unos 1`60 metros.
Su sistema
médico parecía haber perfeccionado las trepanaciones con herramientas de piedra
con una más que aceptable tasa de supervivencia, salvo que los que no superaban
la operación no fuesen enterrados en el megalito. Los investigadores han
llegado a sopesar la idea de que los enterrados sufriesen esta operación como
un rito iniciático religioso.
Hacia el último
tercio del IV milenio los dólmenes decayeron en la función de panteones
colectivos que justificó su construcción. Aunque en la Edad de los Metales
recuperan cierto protagonismo funerario es fruto de un reaprovechamiento de las
estructuras.
Intuimos, por
tanto, la existencia en el neolítico de un ritual funerario al servicio de unas
creencias religiosas y, estas, supeditadas a un orden social. También tenemos
en cuenta otra razón para estas tumbas monumentales: ser símbolos de
reivindicación territorial. Esto nos explicaría la causa de que los dólmenes no
estuviesen junto a las canteras y sí en lugares fáciles de ver desde el entorno
y desde los que se controlan visualmente recursos críticos y espacios
productivos.
Y con toda esta
información llegamos y decimos: el dolmen de Busnela puede no ser un dolmen.
Vamos, casi seguros que no lo es.
Para llegar a
este posible megalito debemos coger la carretera que parte de Santelices a Cidad
de Valdeporres para continuar hacia Busnela. El paisaje que dominaremos a esos
769 metros de altura es de media montaña, con pastos en las partes altas, y
salpicado de bosquetes de robles centenarios y hayas. Cuando nos encontremos
frente a un conjunto de bloques pétreos que se encuentran rematados en su parte
oriental por una pared de siete enormes lastras habremos llegado. Supongo que
esto sería lo que vio José Luis Uríbarri (“El fenómeno megalítico burgalés”). La
longitud de su eje mayor es de unos siete metros y su altura alcanza los
doscientos treinta centímetros. La cámara tiene 3`75 metros de largo por 2
metros de ancho. No se han encontrado evidencias de su uso funerario, al no
estar cubierto por un túmulo que protegiera los restos, pero se ha considerado
tradicionalmente un dolmen, porque lo parece.
Lo que
tendríamos delante se trataría, en realidad, de un afloramiento natural de caliza
ubicado en el extremo de un altozano. Su peculiaridad consistiría en presentar
en su cara sur una amplia concavidad, a modo de abrigo. Los pobladores, en
algún momento del pasado que el cartel indicativo señala hace unos 5.000 años,
mejoraron y completaron el cierre del cubículo colocando grandes losas –esos
ortostatos que mencionábamos- y una cubierta plana al este de la entrada, con
lo cual no es desatinado hablar de un megalito. Sin embargo, la ausencia de
túmulo, de restos humanos o de ajuar y la falta de cualquier otro documento
arqueológico asociado nos reducen el de Busnela a una rareza. Eso sí, una
rareza aprovechada por pastores y sus ganados desde hace cientos de años.
Bibliografía:
“Tumbas de
Gigantes. Dólmenes y Túmulos en la provincia de Burgos”. Miguel A. Moreno
Gallo, Germán Delibes de Castro, Rodrigo Villalobos García y Javier Basconcillos
Arce.
Blog “ZaLeZ”.
Dedicado a David, Amanda, Pello y Jon.
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