Que no te asusten ni la letra ni el sendero de palabras pues, amigo, para la sed de saber, largo trago.
Retorna tanto como quieras que aquí me tendrás manando recuerdos.


domingo, 5 de noviembre de 2023

“¡Tres navíos en el mar… Otros tres en busca van!”. (II)

 

Esta es la segunda jornada en la que disfrutaremos de la prosa y los Recuerdos de Villarcayo de Ricardo San Martín Vadillo sobre el Villarcayo de su infancia y juventud. Recuerdos que todos atesoramos y que se difuminan, junto a cada uno, en la bruma del tiempo pasado. Desde esta bitácora aprovechamos la cordial relación que tenemos con Ricardo para que nos pinte su acuarela de sentimientos más privados que le han acompañado en su recorrido vital y que, afortunadamente, ha decidido compartirlos fuera del círculo familiar más íntimo.
 
"El tiempo no es, sino el espacio entre nuestros recuerdos". 
Henry F. Amiel
 
 
Mis lugares queridos.
 
Entorno, calles, plazas, comercios, edificios públicos, iglesia y ermitas. Un lugar esencial en mi vida fue aquella casa de mi familia materna construida en piedra, en la Plaza Santa Marina en la que me crie. Esa casa fue anteriormente lugar para la escuela y, más tarde, tuvo allí su sede el Centro Republicano. Posteriormente, pusieron mi abuelo y mi tío Félix un almacén de materiales de construcción y mi tío Pedro un taller mecánico. Aquella casa, su extensa huerta, el taller y el almacén suponen un cúmulo de vivencias esenciales para ser lo que he sido, y soy. La casa era el lugar de mi seguridad, del afecto y cariño que recibí de mis abuelos y tíos. La huerta era lugar para el juego: alberca, regatos, pozo tenebroso y amenazante, peligroso; lleno de todo tipo de árboles y arbustos: manzanos (las reinetas algo amargas pero deliciosas), perales, cerezas (rojas y blancas), el guindo, ciruelo, avellano, frambuesas, fresas, y una variedad de hortalizas: lechugas, coles, acelgas, patatas, zanahorias, cebollas, ajos, etc. Había también un gallinero, además de conejos. Todo para consumo interno de la familia.

 
Admiraba la pericia de mi tío Pedro en el torno o arreglando coches, incluso construyendo piezas en la fragua. De mi abuelo Silvestre y de mi tío Félix aprendí a ayudar en el almacén de niño: acarreando ladrillos y tejas; ya de joven cargando sacos de cemento y de yeso o cargando y descargando camiones con materiales de construcción. De mi tía Margarita admiraba su entrega y abnegación por la familia. Margarita cocinaba, fregaba, lavaba, pero también despachaba a los clientes y se encargaba de cobrar facturas. De mi padre admiraba su dedicación y entrega a los enfermos: las 24 horas del día, literalmente, le podían llamar a cualquier hora, incluso de madrugada, y por supuesto sábados y domingos. Me contaba que había “parteado” a una gitana en pleno invierno, en un carro, viendo bajo el carro la nieve y por encima del techo las estrellas; a veces le llamaban cada cuatro horas durante la noche para poner inyecciones de penicilina; recorriendo los pueblos del entorno de Villarcayo en su moto Vespa: en verano con el calor y el polvo de los caminos, en invierno bajo la lluvia, la nieve o las heladas. De mis abuelos paternos, Víctor y Carmen, recuerdo su vida sobria y espartana, con sus animales y las faenas del campo. Decía mi padre que mi abuela Carmen iba a arar y segar al campo con mi tío Antonio recién nacido metido en el cuévano. Mi abuelo Víctor, me enteré pasados los años, tenía por apodo “El Tempranillo”, quizás por lo madrugador que era para ir a labrar el campo. La abuela Carmen le ayudaba en las labores: sembrar, escardar, cosechar, trillar. Recuerdo los bueyes que tenían como animales de tracción y que usaban para trillar la cosecha en la era. Había en el establo una vaca para leche y algún marrano. De aquella casa de la calle Carrigüela recuerdo varios detalles: el arca -que aún conservo- donde se guardaba el trigo, y entre el trigo un jamón de sabor tan intenso que no me gustaba mucho. Y las sopas de ajo que preparaba la abuela Carmen. Todo era sobrio y austero en aquella casa.

 
La Plaza Santa Marina la recuerdo como lugar donde se celebraba la feria de ganado y la compraventa de las bestias: vacas, bueyes, ovejas, etc. Aún parezco tener en mi pituitaria el olor de las boñigas de los animales. Los tratos se cerraban con un apretón de manos (nunca oí que nadie faltase a su palabra). De aquellas ferias de ganado hay sendas fotos, una de 1930 y otra de 1958 (ésta celebrada entre el Silo y las Casas Nuevas que es espectacular por la cantidad de ganado que se ve).
 
Del padrón del Archivo Municipal de Villarcayo, del año 1950, cojo los nombres de los vecinos que recuerdo y otros que vivían cerca de la casa materna: José Andino Pérez, Paulina Terrones e hijos; Anacleto Varona, Venancia Sainz, hijos (Jesús, Valentín, Adolfo, Pedro, José María, Carlos, María); Tirso de la Hera; Presentación López, Paz Ruiz López; Emiliano Domínguez; Victoria Rodeño, hijo: Fidel; Anastasio Miguel Palacios, Agapita González, hijos (Ana María, Elvira, Jesús, Antonio, Enedina, María Concepción, Alicia); Antonio Lasheras, Inés Ochoa; Félix Condado; Paulina González, hijos: (José Cecilio, Rosa María); Adolfo Iglesias; Adelaida García, hijos: (Inés, Otilia, Teresa, Adolfo, Ángel); Clemente Ruiz, Raimunda Pascual, hijos (Martina, Celestina); Porfirio Aguirre, María Ruiz, hijo: José Luis; Peña, el zapatero; Isidro Alcalá, Luisa Lucas, hijos: (Ginés, Carmen); Julio Danvila, Felisa Díaz de Isla y sus hijos María Josefa, María Felisa, Manuel, Enriqueta “Queta”, José Alfonso y Juan María; Julio Danvila de Isla, María Teresa Castellanos; Tiburcio Peña, Encarnación Varona, hijos: Milagros y José María; Emilia Galaz; Melchor Miguel, Daciana Calvo padres de Francisco, Julia, Celia y Benito; y seguía la lista completa de vecinos de la Plaza y calle Santa Marina. No me olvido de Paquito y sus hermanas, las Macanas, que tenían una vaquería donde a mí me mandaban a comprar la leche.

 
La iglesia de Santa Marina, la antigua, era bella, con la belleza que da los años. Estaba hecha en piedra y tenía adosado un alto campanario. Yo subía, con otros niños, a ese campanario desde cuyos vanos se divisaban los tejados del pueblo en todas las direcciones. Aquella iglesia era lugar para las misas de los domingos y festividades. Se predicaba desde el púlpito, había reclinatorios en propiedad y diversas capillas como aquella tan preciosa la de la familia Danvila, delante, a la derecha. En el coro había un enorme órgano que sonaba por medio del aire de un fuelle (¿Dónde fue a parar?). Las campanas marcaban con sus diferentes toques los acontecimientos del pueblo. Se volteaban las cuatro a mano con habilidad y peligro. Yo me sentía impresionado por el tamaño de dos de ellas, desde el interior ¡gigantescas! Las escaleras para acceder al campanario tenían algunos peldaños carcomidos y había que mirar dónde pisabas. Arriba anidaban las palomas con su eterno y cansino arrullo. Yo, como muchos de mis amigos, fui monaguillo. Me vestía con una casulla roja y un alba blanca con bordados en cuello y manos: ayudábamos en el rito de la misa con las vinagreras, tocando la campanilla en el momento de la Consagración o portando el incensario, otras veces el hisopo, la cruz o las velas en los entierros. En los bautizos salíamos al exterior para recoger los céntimos (perras gordas y chicas), así como los caramelos que lanzaban al aire los padrinos del bautizado. En la Sacristía comíamos los recortes de las hostias sin consagrar y libábamos aquel vino dulce destinado al cáliz. En la iglesia flotaba un olor a cera consumida que continúa dentro de mí.
 
Recuerdo los días de mayo, saliendo la gente por las calles de Villarcayo a rezar y cantar con el fresco de la mañana: “Venid y vamos todos, con flores a María, con flores a María, que Madre nuestra es…” o los cánticos dentro de la iglesia: “Cantemos al amor de los de los amores, cantemos al Señor, Dios está aquí, venid adoradores adoremos a Cristo Redentor. Gloria a Cristo Jesús, cielos y tierra bendecid al Señor…”. Lo mismo que recuerdo las preguntas y respuestas del Catecismo: “¿Eres cristiano? Soy cristiano por la gracia de Dios. ¿Qué es ser cristiano? Ser cristiano es ser discípulo de Cristo…” Todas aquellas enseñanzas religiosas dejaron en mí una profunda huella.

 
Lo que impresionaban las capillas, las rejas, el altar mayor, el órgano del coro, el olor a incienso. Se decía la misa en latín, en mi memoria aún perdura un fragmento del Padre Nuestro en latín, lo aprendí de tanto oírlo:
 
“Pater noster, qui es in caelis
sanctificetur Nomen Tuum;
adveniat Regnum Tuum;
fiat voluntas Tua…”
 
Y el valor de la confesión, del perdón de los pecados, de seguir las enseñanzas de Cristo. A lo largo de mi vida siempre he dudado: “¿Qué es tener fe? Es creer en lo que no vimos”, recitaba el Catecismo. No podía, me debatía en la duda y en los interrogantes. ¿Era esta la única vida? ¿Había otra vida tras ésta? ¿Cómo era posible eso de “Un solo Dios y tres Personas distintas: ¿Padre, Hijo y Espíritu Santo”? ¿Quién era el Espíritu Santo? ¿Qué era eso de “la comunión de los Santos”? En esa duda permanente viví infancia, parte de la juventud, como adulto y ahora con 74 años también.

 
No lejos de mi casa estaban las escuelas (hoy en día Biblioteca y salón de actos). Unos treinta niños en cada clase, sentados en aquellos pupitres inclinados, con un agujero para el tintero y asiento abatible (era travesura común levantar el asiento del niño de delante cuando se iba a sentar ocasionándole un sonoro y doloroso culetazo y el general regocijo del resto de la clase). A veces escribíamos con el pizarrín sobre la pizarra portátil, borrando con un trapo… o con la manga de la camisa. Del techo colgaban, a veces muñecos, de papel sostenidos por un hilo y lanzados al techo con papel masticado que se quedaba adherido al techo y mecido por el aire. En invierno se encendía la estufa de serrín, con un tiro en el centro, pero nosotros, pícaros, dábamos una patada en el lateral de la estufa, caía el serrín incandescente, atoraba el tiro y se producía una llamarada que levantaba las arandelas de la tapa (regocijo general y algunas pestañas quemadas).
 
Todo nuestro saber procedía de una única Enciclopedia Álvarez, ilustrada con trazos esquemáticos. Allí estaba todo: cálculo, geometría, ciencias naturales, geografía, historia, literatura, historia sagrada y formación del espíritu nacional. Las transgresiones infantiles o conductas indebidas se castigaban con un tirón de orejas, un palmetazo con la regla o un rato arrodillado de cara a la pared (para casos graves sosteniendo uno o más libros en cada mano). En los recreos íbamos a orinar en alguna esquina (recuerdo aquel agrio olor a orines en los muros de piedra), jugábamos “al burro”, a los tarjos, a las tabas, al pincho, al tres en raya, a “ojo buey, punzón o tijerillas”, a la cadena, a… ¡a mil cosas! En los recreos se repartía la leche en polvo y el queso de la ayuda americana.

 
Pero además de las enseñanzas de la escuela y sus maestros recibí el ejemplo en casa del trabajo de mi padre, mis tíos y abuelos. Ese ejemplo de constancia, esfuerzo y laboriosidad fue esencial en mi infancia y juventud. Me insistían en las reglas de urbanidad y de comportamiento social. En estos momentos acaricio la “cartilla” con reglas de urbanidad: “Reglas de urbanidad y buenas maneras”, de Ezequiel Solana… y mi familia me insistía en ser responsable, en respetar a los demás.

 
El Ayuntamiento y su entorno también era lugar de juegos infantiles. En los huecos de la antigua solería jugábamos los niños a las canicas y a los tarjos, y cambiábamos cromos. Entrábamos en el edificio, subíamos las escaleras y desde allí nos montábamos a horcajadas en el pasamanos y nos dejábamos deslizar a toda velocidad hasta “aterrizar” sobre el suelo de la entrada. ¡Éramos temerarios e imaginativos! No había toboganes o columpios entonces por el pueblo, pero aquella lustrada barandilla, con su curva y pendiente, cumplía las funciones de tobogán improvisado. No sé cómo no ocurrió un accidente porque una caída desde arriba hubiera sido mortal. En los bancos exteriores, en ambos extremos de los soportales, iba la gente a escuchar los conciertos de la banda de música en días en lluvia.
 
En el exterior, en un banco de piedra, junto a la carretera ponían Roque y Marina su puesto de golosinas. Me encantaban sus tofes de marca “El Avión”, su regaliz y aquel duro chicle de marca “Bazooca”. ¡Es curioso cómo funciona la mente y cómo atesora ciertos recuerdos infantiles! En la plaza, frente al Ayuntamiento, las noches de verano actuaban los cómicos ambulantes (payasos, equilibristas, magos, etc.) La gente se sentaba en el suelo o llevaban una silla en la que sentarse. Durante el intermedio los cómicos “pasaban la gorra” para recoger un donativo o rifaban algo entre el público. Dentro del Ayuntamiento, además de los despachos oficiales, había un lugar para sala de telégrafos. En una dependencia, con acceso exterior, estuvieron durante algunos años los Juzgados.

 
Recuerdo el Soto, las Acacias, ambos lugares de juegos y paseos. Mi vida en Villarcayo está marcada por el paisaje: El Soto, las Acacias, la presa de Churruca, las Francesas, la Hoya, la presa de Danvila, el puente de Villacanes, la Abadía de Rueda, Peña la Arena, el callejón de Pajaritos... En el Soto vi jugar al Nela C.F. (recuerdo a Genín, “Zebra”, Remi, Fernando Alcalá y su hermano), durante el descanso los jugadores tomaban gaseosas de Andino.
 
El río Nela era, y es, lugar de entretenimiento para gentes de todas las edades. Pero no sólo de entretenimiento, se lavaba la ropa donde hoy está el puente que lleva al bar de las Tres Villas. Allí las mujeres, arrodilladas, con una tabla de madera y jabón “Lagarto” enjabonaban todo tipo de ropas, estrujaban, aclaraban y tendían sobre la hierba de la orilla. Siempre fui un enamorado del río Nela y de sus riberas. Era el lugar para bañarnos, ir de excursión, construir cabañas, pescar negrises, coger ranas, recoger juncos, realizar meriendas, hacer fogatinas, etc. Dentro de él aprendí a nadar (más o menos) con ayuda y las indicaciones de mi padre en las cálidas mañanas de julio y agosto en la maternal presa de Churruca. En el Nela pesqué mi primera trucha entre clase y clase, o más bien me pescó ella a mí porque desde ese momento me aficioné a esta actividad (con cucharilla, mosca o a pez) siempre siguiendo los consejos y enseñanzas de mi tío Félix que era un excelente pescador. Recuerdo haber cogido un ejemplar de más de dos kilos en Gazapillos, con cucharilla, en la parte intrincada del río, por debajo de las carboneras. Yo no era un pescador excelente, pero sí un pescador que disfrutaba con las mañanas en el río, el frescor matutino, los olores, la emoción de la picada, la lucha de la trucha por soltarse y la satisfacción de sacarla del río y meterla en mi cesta entre juncos. Gazapillos es para mí un lugar mítico, de ensueño juvenil. De ese lugar dejé escrito esto hace años: “Yendo desde Villarcayo a Brizuela y Puentedey, a la derecha, como a dos kilómetros de Brizuela, justo antes de las Ánimas, (esa tradición cristiana de levantar lugares de oración junto a la carretera), queda Gazapillos, lugar que siempre relacioné con la pesca. Es un lugar alejado de los senderos más próximos y accesibles. Hay que llegar allí desde la carretera (así me lo enseñó Félix), abrirse paso entre zarzas y matojos, cruzar la antigua vía del tren y luego comenzar a ascender por un estrecho y cerrado camino de monte. Recuerdo la emoción contenida cuando iba con Félix a pescar y recorría este sendero (a veces caminábamos a la vez que montábamos las cañas). Una vez arriba, alcanzábamos la antigua carbonera y dábamos vista al río que raudo fluía entre alisos y avellanos. Una vez que habíamos descendido a nivel del río, comenzaban las primeras tiradas con cucharilla y sentía la emoción de saber que en cualquier lance y momento podía surgir la picada: el tirón seco de la trucha al trabarse con los anzuelos”. A Gazapillos dediqué un poema contenido en mi libro Las Merindades en dibujos (2016).

 
El frontón era lugar para juego de pala o a mano (¡cómo dolían las manos con aquellas pelotas!) Junto al frontón estaba la pescadería de las Zampadas (hermanas Balbina y Luisa) y “la parada” (lugar para el remonte de las yeguas). No lejos estaban las Casas Nuevas. Por cierto, conservaron ese nombre hasta muchos años después de su construcción en los años cincuenta; allí hubo en algún momento una biblioteca, en uno de los pisos. Allí me aficioné a la lectura.
 
Desde la Plaza Santa Marina por el estrecho callejón entre la casa de Danvila y la del Contratista estaba el acceso al Soto, el colegio de monjas de las “Hermanas de la Sabiduría”, las Acacias y el campo de futbol en el Soto donde los domingos por la tarde íbamos a ver jugar al Nela CF y al final, pasado el matadero, el río. Con él el puente de Villacanes, el camino de la Quintana de Rueda y en el altozano el campo de aviación bajo el cual descansaba la presa de Danvila y su molino harinero, también la Fuente de los Italianos (lugar para meriendas), todo protegido por peligrosos perros.

 
Mas allá de la Hoya y las Francesas, a la derecha, por encima de la presa de Churruca, se llegaba a la Abadía de Rueda, lugar mágico, con su misterio, su abandono, sus piedras y destartaladas estancias, su claustro de capiteles espoliados, su escalera de piedra donde resonaban nuestros pasos temerosos; todo ello lugar de descubrimiento, de juego, de miedo.
 
El Nela siempre ha poseído parte de mi corazón. Cuando hice el viaje de norte a sur, de Villarcayo a Alcalá la Real (Jaén), además de mis tíos y abuelos, lo que más eché en falta fue el agua del Nela, sus riberas y las aventuras que me proporcionaba. Algunas de esas aventuras con notable peligro, como aquella vez que me tiré de cabeza desde lo alto de la presa de Churruca y me di tal golpe que pude haberme matado o haber quedado tetrapléjico. O aquella otra vez, en la misma presa de Churruca, en que se me quedó bloqueada la mano dentro de una cueva tratando de agarrar una trucha y que pude acabar ahogado.

 
Para mi Villarcayo no es sólo el pueblo, el centro urbano, son sus alrededores y los lugares junto al Nela: Piedra Lisa, el puente de Bocos, las corrientes de Brizuela, la campa del zorro junto a Escaño, su iglesia románica y la diminuta iglesia de Escanduso (la más pequeña de Europa), los prados de Tubilla y cien lugares más que recorrí en mi juventud con mi moto Torrot.
 
Villarcayo era un pueblo pequeño donde todos, o casi todos, los vecinos nos conocíamos. Las familias vivían de la agricultura, de servicios o de pequeños negocios familiares. No había grandes ricos (quitando a Danvila) ni muchos pobres, todo el mundo tenía para vivir. No había necesidad, ni se pasaba hambre. O así lo percibía yo.

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