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domingo, 19 de abril de 2020

¿Hay moros en el horizonte?



Ya hemos visto la presencia de nombres francos y vascos en Castilla. Pero, sorpréndanse, había un porcentaje de población con nombres de origen semítico, árabe o judío. ¿¿Cómo?? Sí, Se ha estudiado principalmente para la cuenca del Duero pero es factible suponer que parte de esa población se acercase, o viviese, en Las Merindades.


Olvidémonos de aquella visión del despoblamiento de Sánchez Albornoz y tengamos en cuenta que existencia de la onomástica semítica es innegable desde principios del siglo X dada la abundante documentación. Entre la toponimia los casos son casi siempre topónimos patronímicos como en el caso de la villa de Obtuman (del Becerro de Cardeña) cerca de Ubierna.

También están los casos de Abelmundar Telluz, poblador de Cerezo, Oveco Hazan en Oca, y Ablazar en Milanes cerca de Hiniestra. Parece que estos nombres semíticos corresponden a una corriente onomástica en decadencia cuando se observa a mediados del siglo X. ¿Por qué? Porque tiene mayor presencia en topónimos, que en este contexto son esencialmente antropónimos fosilizados, y relativamente poco entre los protagonistas de la documentación cenobítica. En San Pedro de Cardeña abundan los nombres aparentemente semíticos en la documentación de este periodo geográficamente concentrada, temprana y más homogénea que en La Bureba. Según esta muestra, hay una proporción de entre el quince y el veinte por ciento del campesinado burgalés con nombres árabes. Y, como estos sujetos aparecen en la documentación cenobítica, muchas veces en trato directo con la iglesia, lo lógico es presuponerles cristianos. Otrosí, el campesinado que aparece en estos textos sería el campesinado más próspero, y por tanto no necesariamente representativo. Y, hablando de representación, tampoco abundan los nombres semíticos entre el clero. Quizás habría que matizar la supuesta concordancia entre antroponimia clerical y laica, y sugerir que la onomástica monacal está más próxima a la de las clases dirigentes, por lo menos durante el siglo IX.


¿Por qué los curas y monjes católicos no tienen nombres árabes o judíos? ¡¡Hombre!!... A bote pronto, hay dos posibilidades: desechaban un hipotético nombre semita en el momento de la ordenación para imponerse otro católico (miren al Papa, por ejemplo) o que el reclutamiento monacal se limitara a las clases donde ya escaseaba tal onomástica. Es decir, o bien había un rechazo general a lo árabe en la sociedad o el monacato era una clase intermedia entre el campesinado más próspero y la elite laica. A este respecto, es interesante que entre los presbíteros rurales sí emerge algún nombre árabe, en menor cuantía que entre el campesinado quizás, pero más que entre el monacato: ¿suponen estos presbíteros rurales otra clase intermedia?

Pero si se acepta que lo que determina la incidencia porcentual de la onomástica árabe es lo social, y si además aceptamos que el campesinado que aparece en la documentación es el campesinado más próspero, y que entre este campesinado próspero detectamos hacia un veinte por ciento de onomástica árabe, pero solo un uno y medio por ciento entre el clero… ¿podemos extrapolar, para abajo, y sugerir que entre el campesinado menos próspero de Castilla la arabización era mayor? Inquietante.


Hay varias explicaciones para aclarar la presencia de este nomenclátor semítico:

A. La explicación mozárabe:

Inmigrantes mozárabes introdujeron esta onomástica en Castilla a partir de mediados del siglo IX. Llegaron fruto de la campaña califal de hostigamiento religioso de los cristianos de Al-Ándalus y sabemos de noticias de repoblación mozárabe en la Cuenca del Duero y otras regiones próximas. Aclarado. No había tanto problema… ¿o sí?

Quizá sí. Los escritos cristianos que cuentan los actos de Córdoba describen una campaña reaccionando a la arabización cultural de la sociedad. No una lucha contra un genocidio. Si no existió persecución masiva es poco probable la emigración masiva. Paulo Álvaro, por ejemplo, residente en Córdoba, seguiría escribiendo diatribas contra el Islam sin sufrir represalia conocida alguna, y los sucesos cordobeses apenas afectarían a la mozarabía sevillana.

Un segundo pilar de esta tesis son las noticias de fundaciones monásticas por mozárabes refugiados. Puede ser cierto para Galicia y León pero para Castilla…no mucho. Entonces ¿a qué tantas vueltas con la migración? Porque la hubo. Pero no en el momento del siglo IX sobre el que trabajamos. La aceptación de la idea vendría de la mano de la fundación de Zamora por emigrantes toledanos en 893 o por éxodos mozárabes del siglo XII provocados por el radicalismo almorávide y almohade. Además, en estos últimos casos se trataría de mozárabes mucho más arabizados onomásticamente que los cordobeses del siglo IX.


Cuando observamos la onomástica semítica castellana a principios del siglo X parece bien arraigada entre el campesinado castellano, diseminada, al menos, por todo el alfoz burgalés en una variedad de comunidades rurales que nos indica que no es una inmigración reciente. Explícitamente, en el caso de Rodrigo Abolmundar, tenemos indicios de que su familia llevaba dos, tres o más generaciones en Castilla. Y sin embargo, los acontecimientos con más visos de haber provocado migración tuvieron lugar hacia finales del siglo IX y principios del siglo X. Sobre todo pensamos en el conflicto Córdoba-Toledo, no resuelto hasta 932, y en la noticia de la repoblación de Zamora en el año 893, poblado con mozárabes toledanos, acontecimientos cuya cronología difícilmente explica la onomástica castellana arraigada ya a principios del siglo X.

Otro problema con la teoría mozarabista es la distribución social de la onomástica semítica: entre el campesinado y no entre el clero. Evidentemente lo semítico en Castilla tendrá un origen remoto exterior, pero su conservación entre el campesinado, y escasez entre capas más expuestas a influencias mozárabes (el clero), sugiere un fenómeno que a corto plazo consideraríamos autóctono.


Además, esa emigración mozárabe, martirizada y fundadora de cenobios en León, tenía que haber dejado más huella entre el clero castellano. Y, rematando, ¿alguien lleva el nombre de su enemigo? Los Sajonia-Coburgo-Gotha cambiaron su nombre de familia por Windsor en la primera guerra mundial por no usar un nombre del enemigo alemán. Pues lo mismo en un grupo militantemente cristiano y anti-árabe. Y esto es más absurdo todavía cuando se aprecia que ni siquiera en al-Ándalus la población mozárabe parece haber llevado nombres semíticos. No es verosímil que la onomástica árabe que aparece en Castilla a principios del siglo X se deba a una llegada mozárabe, cuyo motivo de emigración fuera el rechazo de la arabización e islamización, cuando en el mismo al-Ándalus la población mozárabe no utilizaba tal onomástica.

Cada vez más autores rechazan la solución mozárabe. En referencia a Castilla, Juan José García González parece referirse a explicaciones no-andalusíes cuando habla de “sociedades nativas de las llanadas parcialmente islamizadas”. Estepa identifica indicios cronológicos que sugieren que la presencia de esta onomástica es anterior al supuesto momento de las inmigraciones mozárabes. Desde otra perspectiva Sánchez Badiola insiste en la ausencia de indicios sociales de inmigración. Por último, para Mediano la mezcolanza de nombres semíticos y latino-germánicos en las mismas familias, lo que él define como la “indiferencia onomástica”, no cuadra con una población que huye del “yugo musulmán”.


La explicación hebrea:

Pues bien, si Hozen, Rahema y Abolmondar no son inmigrantes de Al-Ándalus, ¿cómo se explica esta onomástica en la Castilla condal? Pues, porque podrían ser judíos, y no moros: Los judíos estaban marginados en el contexto altomedieval pero, muy posiblemente, eran una minoría relevante en la Castilla protocondal. Glick sugiere que esta comunidad experimentaría una arabización cultural relativamente temprana, y en cuanto a onomástica esto parece muy probable dada que ambos pueblos semíticos compartían toda la antroponimia bíblica. Si la comunidad judía supusiera el diez por ciento de la población burgalesa nos ofrecería una buena explicación para gran parte de la onomástica semítica castellana que nos ocupa.

Los nombres más corrientes entre los judíos hispanos medievales parecen haber sido Yshaq, Yuçef, Abraham, Moseh, Yom Tov, Semu’el, Yehudah, Selomoh, Sem Tov y Haym (Vital), y sus numerosos derivados y variaciones multiplicadas por el desencuentro fonético y alfabético entre hebreo y romance. Entre la documentación cardeniense contemplada sólo Abraham y Zuleiman corresponden a esta lista, pero este último tiene forma árabe. Además, esta comunidad parece ser cristiana, y así la explicación judía necesitaría un proceso demasiado complejo (no sólo una arabización precoz, sino también una posterior cristianización) para que la consideremos la hipótesis prioritaria para más que una pequeña proporción de la onomástica semítica cardeniense.


La explicación berebere:

Este sustrato onomástico podría proceder de los descendientes de los conquistadores que acompañaron a Tariq hacia 712, la inmensa mayoría de ellos bereberes. Además, según Lagardère, los triunfantes magrebíes, a diferencia de los árabes, provenían de una cultura agropecuaria y llegaban con la intención de colonizar los territorios ganados. No queda probada la presencia de bereberes en Castilla en la segunda mitad del siglo VIII, pero es una hipótesis digna de consideración sobre todo cuando Oliver Asín encuentra tantos ecos toponímicos del septentrión africano en nuestro espacio.

Un escollo para esta teoría es la prohibición malikí de que población musulmana se quedara bajo dominio político no islámico, y ante la observada ausencia de una política andalusí de reconquista de Castilla, la implicación sería que el noroeste peninsular careciera de una numéricamente relevante población musulmana. No obstante, también se puede argüir que cualquier legislación tiende a reflejar una realidad social, y no preocuparse tanto para legislar en contra de fenómenos inexistentes. Es más, sabemos que los bereberes eran desafectos del sistema árabe, y que además en algunos casos no habían llegado a convertirse al Islam, o su conversión había sido reciente y quizás superficial.


Por lo tanto, en vez del paradigma tradicional de un abandono de la Meseta Norte por parte de los bereberes, contemplaríamos como el estado musulmán les abandona a ellos. No sugerimos que estos renegados bereberes supusiesen la mayoría de la población castellana, pues en tal caso esperaríamos alguna referencia al fenómeno en la cronística árabe, pero sí que una permanencia residual de esta gente habría prolongado la influencia cultural arabizante en la Castilla desestructurada.

Entonces, ¿por qué los nombres árabes no están entre la élite y sí entre el campesinado? Touche, es un fallo de la teoría. Quizás la huella bereber se observa mejor entre la antroponimia que acompaña la voz castro (Melgar, Gundisalvo ibn Muza, Abduzi, Marzaref, Mutarraf, Hevoz, Aldeireite, Ardón, Froila, Pepe, Domnino), indicativa quizás de la clase que jerarquizaba la “desestructurada” Meseta, antes de la reestructuración, aunque esto es poco más que una intuición por el momento, y falta por contextualizar espacial y cronológicamente las combinaciones castro y nombre.


La explicación nativa:

Por último, queda la solución de que esta onomástica fuese de la población indígena de aquella Castilla que se habría arabizado culturalmente, contemplando como marco cronológico para este proceso arabizante tanto los cuarenta años durante los cuales Castilla estuvo integrada en al-Ándalus, como el siglo largo siguiente cuando la Castilla meseteña permaneció desestructurada y al margen de cualquier superestructura política.

Existiría una arabización relativamente rápida resultado de la conquista del Ducado de Cantabria. Siguiendo a Pedro Chalmeta, entendemos que el proceso conquistador, con la introducción de personal de fuera, la ruptura de los sistemas políticos anteriores y la redistribución de la tierra, crearía un clima más propicio para el cambio que el paradigma pactista experimentado en gran parte de la Península. Pudo haber una islamización religiosa temprana en el noroeste peninsular que se deduce del testimonio del Ajbar Maymu’a, “en el año fueron vencidos y arrojados los musulmanes de toda Galicia, volviéndose a hacer cristianos todos aquellos que estaban dudosos de su religión”. A continuación, durante el siglo desestructurado que se extiende de 750 a 850 aproximadamente, ante la ausencia de viables y atractivas alternativas culturales al modelo andalusí se mantendría el grado de arabización antes alcanzado. La recristianización cultural sólo tendría lugar a partir de la reestructuración política del espacio durante la segunda mitad del siglo IX, proceso ejemplificado por la “fundación” de Burgos en 884.


Por su parte Bulliet entiende que la islamización hispana fue lenta y acumulativa. Si aceptamos su tesis ¿cómo podemos mantener que, en apenas 40 años, en Castilla la aculturación islámica penetrara tan profundamente que 150 años después de la retirada musulmana todavía un veinte por ciento de la población muestra indicios de arabización por lo menos onomástica?

Pues por tres motivos:

  • En primer lugar, por la razón empírica de la existencia (y abundancia) de la onomástica semítica, cuando la única otra solución propuesta hasta ahora (la inmigración mozárabe) carece de sentido. Es decir, la aceptamos por exclusión de otra teoría.
  • En segundo lugar porque la tesis de Bulliet padece algunas deficiencias metodológicas que ponen en cuestión su aplicabilidad en el escenario peninsular. La más significativa es que la muestra que utiliza Bulliet para Al-Ándalus es demasiado reducida para tener un significado estadístico. Pero además la muestra es escasamente representativa de la sociedad en general, ya que Bulliet estudiaba esencialmente una clase media-alta (los juristas islámicos) y no el campesinado que es la clase entre los cuales abunda la onomástica árabe en Castilla.
  • En tercer lugar, porque el espacio que estudiamos y sus circunstancias históricas son radicalmente diferentes a los espacios que la tesis de Bulliet contempla, que son espacios pactistas, otros plenamente integrados en al-Ándalus, y sobre todo espacios musulmanes fuera de Hispania.



A la hora de investigar la documentación del siglo X no se debería ignorar apriorísticamente los acontecimientos geopolíticos del siglo VIII. Las crónicas insinúan que el espacio que abunda en onomástica árabe a principios del siglo X fue conquistada dos siglos antes, y más explícitamente nos cuentan que siglo y medio antes de aparecer esta onomástica se culminaban 40 años de control político islámico, seguido por una desestructuración que ralentizaría la introducción posterior de modelos culturales alternativos. Evidentemente, la presencia de nombres semíticos estaría en mayor grado más cerca de la zona de contacto con los musulmanes.




Bibliografía:

 “Antroponimia vasca en la Castilla condal”. David Peterson.
“Francos y vascos en el norte de Castilla (IX-XIII): los cambios en las denominaciones personales”. Emiliana Ramos Remedios.
“Frontera y lengua en el alto Ebro, siglos VIII-XI. Las consecuencias e implicaciones de la invasión musulmana”. David Peterson.


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