Que no te asusten ni la letra ni el sendero de palabras pues, amigo, para la sed de saber, largo trago.
Retorna tanto como quieras que aquí me tendrás manando recuerdos.


lunes, 30 de mayo de 2016

De curas beneficiados, dineros y rentas en Las Merindades.

La Iglesia (con mayúsculas) ha sido omnipresente y omnipotente. Mucho en los entornos urbanos y muchísimo en las zonas rurales. Pensemos que el clero formaba un cuerpo más o menos privilegiado controlando instituciones como cofradías religiosas, obras pías... Y, sobre todo, incidiendo en las costumbres y en la economía. ¿Y eso? Pues como receptor de una parte de la producción; como agentes económicos, prestando dinero a censo a particulares y concejos; como propietarios de bienes de producción -considerados de forma individual y colectivamente (monasterios, cabildos, etc.)-; y ejerciendo un control social como fieles servidores de la Iglesia y de la Corona.

En general, el clero regular y el clero secular ocupaban un puesto preponderante en el reino de Castilla. Pastoreaban una sociedad atormentada por la búsqueda de la salvación y eran uno de los sectores sociales más significativos. Viendo el paso del siglo XVI al XVII comprobaremos el creciente fervor religioso marcado por un aumento del número de clérigos y de las órdenes monásticas. Y marcado por el gusto por la buena vida, los ingresos y el prestigio que conllevaba.


Ser cura era un buen trabajo. Sobre todo si se era cura beneficiado. Antes de que lo pregunten se lo explicamos: El “beneficio” es un término de origen feudal que designa remuneración de un cargo. Es decir, que los curas cobraban en función del lugar en que estaban, no del trabajo o el rango. Era creado por la autoridad eclesiástica con una duración perpetua que permitía al sacerdote disponer de las rentas asociadas a parte de su oficio: misas, procesiones, horas de Oficio Divino, etc. Al titular se le llamaba beneficiado.

El beneficiado no tenía necesidad de cubrir personalmente su puesto/beneficio, pues podía hacerlo mediante un vicario cuando el titular tenía superiores ocupaciones, era menor de edad, o no quería desplazarse a un lugar lejano o desagradable por algún motivo. También se daba el caso, aún menos justificable, de acumular varios beneficios.

Las rentas de estos beneficios solían estar basadas en impuestos religiosos como los diezmos y las primicias, en cobros por el ejercicio del culto, como los derechos de estola, y en otros ingresos, a veces derivados de propiedades territoriales vinculadas al beneficio como manos muertas. Se procuraba obviar que el derecho canónico prohibía cobrar ninguna cantidad por la administración de los sacramentos (pecado de simonía). De ejercerse el cargo mediante un vicario, este recibiría las congruas (renta mínima de digna supervivencia clerical), y el resto el titular. No se repartía en su integridad entre los beneficiados parroquiales, sino que una parte era para las prestameras, destinadas a sustentar a clérigos de la archidiócesis.

Iglesia de trespaderne

Existían diversas clases de beneficio eclesiástico: beneficio simple/doble, beneficio mayor/menor o beneficio regular/secular. Había distintos tipos también entre los beneficios simples, como por ejemplo la mayordomía y la prestamera.

A veces el beneficio era tan poca cosa que el sacerdote tenía que ayudar en otra parroquia. En Cadiñanos, hacia 1557, había siete curas pero sólo seis beneficios y medio, debido a que residía allí un sacerdote que poseía un beneficio miserable en el pueblo de Quintana Entrepeñas. Habían acordado que ayudase en Cadiñanos para recibir medio beneficio. El extremo era cuando el beneficiado se quejaba del poco valor que tenían los bienes de lo que viviría y solicitaban al visitador que se las cambiara por otras. Pensemos que lo que se recogía como limosna en las misas no era para el beneficiado sino que iba a engrosar los bienes de la parroquia ya que se contabilizaba en las cuentas como ingresos, dentro del cargo, porque el mantenimiento de la iglesia parroquial estaba encomendado a los feligreses.

A partir de los Concordatos los salarios del clero secular pasan a ser suministrados por la administración del estado. Un sistema similar al de los sacerdotes beneficiados lo podemos encontrar en notarios y registradores.

Iglesia de Rufracos (Wikiburgos)

Por su parte, la legislación de la monarquía cercenaba la posibilidad de que los clérigos ocuparan puestos de seglares y tampoco se les permitía funciones de fedatarios y de recaudadores. Sin embargo, en 1721 y 1737 el cura de Lomana era notario público y apostólico.

Hemos dicho que del diezmo los curas beneficiados percibían las dos terceras partes, salvo en las iglesias de propiedad privada. ¡Y la vida era cada vez más dura! ¡Y los curas eran…cada vez más "curas"! El personal, dada su creciente penuria, se oponía al pago de los diezmos. Se llegó, en 1742, a dictar un Edicto General por esa causa: Que no pagaban.

Pero se sobrevivía porque los trabajadores de Dios recibían otras cantidades, generalmente en especies, como la cantidad fija en concepto de "clavería o recolección", por recoger el diezmo. Algunos concejos, además, les pagaban cantidades por misas (y su cera) dichas el día de la fiesta del patrono o de algún santo. Así el día de S. Juan de Ortega tiene dos reales por ir a San Pantaleón (Merindad de Losa) a decirle misa al pueblo o por la misa de difuntos y por bendecir las varas el día de San Pedro cobraba seis reales y si va a poner las cruces tiene otros dos reales y un desayuno que le da el regidor, y por letanías, misas votivas y rogativas...

Cuadro general de precios por servicios religiosos

Quizá por todo ello el visitador les ordena que se contenten con los derechos acostumbrados: 3 rs. en los entierros, 2 rs. en bautizos, y 4 rs. por las bodas, "que comprende la limosna de misas y velas", prohibiéndoseles recibir "dinero alguno u otro regalo de cualquier calidad" así como el acudir a comer a bautizos, ni casamientos, ni entierro de difuntos, ni aniversarios. Ufff.

Asimismo, tenían prohibido cobrar dinero por confesar. Pero algunos seguían cobrando por entierro con honras más oficio.

Por ello, en ocasiones los vecinos se quejaban de que los derechos de los entierros eran superiores a los de otros lugares cercanos. En San Martín de Don, gracias a la presión popular, se fijaron las tarifas (ver cuadro). Pero, por el coste de los entierros algunas personas debían el de su padre o de su mujer e incluso pedían dinero para poder pagar a la iglesia sus servicios. En cuanto a los derechos por bautizo eran 4 rs. y un capillo. Este es una telita para cubrir ofrendas, un gorro de bebés o una tasa para la iglesia. Todo pagar.

Precios San Martín de Don

Si se comparan estas cantidades con los sueldos del momento una misa valía entre 2'5 y 4 rs., equivaliendo a un día de trabajo de un labrador, 3 rs. (1'5 rs. en dinero y otro tanto en comida), se observan grandes diferencias con los medios de vida. Un entierro rezado podía costar 114 rs. y 15'5 fanegas de trigo y cantado a unos 134 rs. Y 21 fanegas de trigo, lo que equivalía al sueldo anual de un labrador.

Además percibían diversas cantidades en dinero o en especies, procedentes de las últimas voluntades de los difuntos. No olvidemos que se obligaba a los herederos a presentar los testamentos ante el cura beneficiado. Por si acaso…

Campos de Bisjueces

Pero la pérdida de poder adquisitivo del campesinado era evidente a finales del s. XVI y, evidentemente, repercutía en las parroquias "habiéndose informado el licenciado Antonio Serrano, capellán del serenísimo Infante Cardenal, de la suma pobreza de la iglesia de Santotís que es su apellido Santiago del arciprestazgo de Tobalina, de los ornamentos que haya para los pobres de las montañas, de orden de su majestad la reina Nuestra Señora dio una casulla de damasquillo azul con flores negras y blancas y unos corporales y dos purificadores y sentase en este libro porque le constase al señor visitador".

El clero de la zona llamada Montañas de Burgos era bastante pobre lo que afectaba a sus funciones. Hemos visto que había beneficiados no residiendo en su destino, incluso lo hacían bastante lejos, lo cual, unido a las malas comunicaciones producían un deficiente servicio espiritual. Había feligreses que debían desplazarse a otro pueblo (en el s. XVIII se bautizó una niña en Plágaro por la gran necesidad y por no haber quien lo hiciese en la iglesia de Mijaralengua, propiedad del abad de Rosales).

En Pajares, a mediados del s. XVI uno de los beneficiados estaba ausente por ser canónigo de Oviedo; en 1707 la iglesia de Rufrancos no tenía quien la sirviera; en 1743 residían fuera de la parroquia los beneficiados de Leciñana y el de Lomana, éste de forma permanente en Extramiana (Merindad de Cuesta Urna), "donde es capellán", y el cura beneficiado de Santocildes murió en la villa de Berguenda (Álava) donde era preceptor de Gramática. En Parayuelo el beneficiado residía en Lechedo y sus funciones eran realizadas por un clérigo sirviente.

Santotís

Los visitadores, conscientes de estas circunstancias, toman medidas; en 1755 se ordena al cura que resida en Rufrancos. En 1752 el citado sacerdote era capellán de Nofuentes (Merindad de Cuesta Úrria), distante unos 18 km. del lugar del beneficio. Quizá por ello el vicario de Tobalina, residente en Quintana Martín Galíndez, tenía licencia para ejercer el ministerio donde no hubiera cura beneficiado.

Subrayo lo arriba indicado: que algunos beneficiados veían aumentadas sus rentas por el hecho de ser capellanes de lugares muy alejados, y a pesar de que no podían atenderlos reivindican los pagos. En 1694, el beneficiado de Valujera era capellán de una capellanía fundada por D. Luis de Inestrosa en la iglesia parroquial de Sto. Tomás de Córdoba, capilla de Sta. Lucía, y da poder para que se le devuelva todo aquello a lo que había tenido derecho "maravedís, pan y otras cosas de que compone la renta".

Iglesia de escaño

Entre 1707 y 1717 se observa una variación del valor del beneficio que se incrementa en el caso de Rufrancos, Pajares, Quintana... y disminuye en Barredo, Hedeso, Lozares, los dos Montejo, Ranedo, Revilla, Villanueva de los Montes,... yendo acompañado a sí mismo de un aumento en el número de beneficiados en el primer caso y de disminución en el segundo, debido a un descenso de la población y a un empobrecimiento general.

Los curas, incluidos los beneficiados, poseían preponderancia social que se reflejaba en el hecho de llevar tratamiento de don, ser los abades de las cofradías y patronos de las arcas de misericordia, etc. Su estatus quedaba puesto de manifiesto incluso en sus escritos, así Vicente Sebastián de Herrán manifiesta en su testamento ser propietario de "una casa que es bien notoria" e incluso colocan letreros en sus viviendas que lo indican, como Bernardino Sainz de Marañón, en Pedrosa.

Los sacerdotes, como beneficiarios, eran propietarios de viviendas, heredades, viñas, colmenas, incluso ganadería, que utilizaban en provecho propio o ponían a renta, siendo dueños de medios de producción, principalmente bodegas, lagares y molinos que eran objeto de compra-venta y alquiler.

Torre del Abad del monasterio de Rioseco

Estas propiedades les llovían gracias a los testamentos, a las donaciones al ingresar en los conventos, el pago de deudas y la compra de partes en el mercado. Podía ser propiedad de un sacerdote a título personal, de una fundación, de la parroquia como parte del beneficio y de un convento. El cabildo de Medina de Pomar tenía dos molinos en el Trueba, tras el monasterio de San Francisco y en Santurde. Los dos beneficiados de San Martín del Don tenían un molino que sería trabajado por un sirviente o arrendado. Lo mismo ocurría en Herran, Bisjueces, Munilla de Arreba… El hospital de la Vera Cruz de Medina de Pomar… Los seis molinos de Santa María de Rioseco…

Añado ejemplos de molinos adscritos a capellanías como uno de los dos de Angosto (aldea de Medina de Pomar) que lo era de la capellanía fundada por Francisco García Salazar, beneficiario de Villalacre, y que gozaba Joseph del Río cura de Quintanilla de Pienza. Idem en San Millán de San Zadornil, Murita o Cigüenza.

Y los sacerdotes poseían cantidades de dinero que prestaban, obteniendo pingües beneficios. Esta preponderancia se reflejaba incluso a la hora de la muerte; sus sepulturas ocupaban un lugar principal dentro del templo, situándose generalmente en la primera fila y en la zona del Evangelio por lo que debían pagar sumas que iban entre 15 rs. y 36 rs. y no reparaban en enterrarse con ornamentos (casullas,...) privando de patrimonio a la iglesia parroquial con la consiguiente reclamación a los herederos por parte del mayordomo, como ocurrió a mediados del s. XVI en Barcina del Barco donde se enterró al beneficiado con una casulla valorada en 100 rs.

Valujera

Los curas beneficiarios estaban exentos de la sisa (Impuesto que se cobraba sobre géneros comestibles), y por eso en las juntas del Valle de Losa de 1682 se acordó que en caso de pasar "dichas sesenta cantaras pagan la sisa como cualquier vecino", y en 1636 Felipe IV a petición del Condestable D. Bernardino dio una Previsión sobre la alcabala que debían pagar los clérigos. No solo en ese impuesto sino que, evidentemente, estaban exentos de dezmar (¡Qué bonito verbo!) los productos obtenidos en las tierras cultivadas por ellos mismos. Si bien contribuían con el impuesto del diezmo y del excusado. Este segundo era una quita al diezmo de la iglesia y que se llevaba la Corona.

Algunos beneficiados fundaban mayorazgos sobre diversos bienes (casas, corrales, heredades,...) en algún sobrino, así a principios del s. XVII Juan Fernández de la Pradilla lo hace en el suyo y en el hijo mayor de éste, prefiriendo siempre el varón a la hembra. Por el contrario, cuando morían pobres sus herederos se hacían cargo de las deudas, así a principios del s. XVII en La Prada, Juan de Besga, autor de un cuadro de S. Juan Bautista de vara y media de alto valorado en 45 rs., lo cede a la parroquia local "en cuenta de lo que dejo debiendo mi tío cura". Otras veces dejaban todos sus bienes para misas con la consiguiente protesta y recurso de sus herederos ante los tribunales en Burgos y Valladolid.

Monasterio de Oña

En ocasiones se suscitaban diferencias entre varios curas, teniendo que dirimirse en los tribunales, tal como ocurría entre los beneficiados de diferentes pueblos del Valle de Tobalina, enfrentados con el todopoderoso Convento de Nuestra Señora de Vadillo en Frías a causa de los diezmos, que este último pretendía cobrar de los productos obtenidos en tierras que pertenecieron a vecinos de Frías en épocas anteriores, teniendo que intervenir el obispo. Falló a favor del cabildo y dio lugar a toda una historia de "concordias" entre el cabildo y el cura beneficiado de aquellos pueblos. Incluso surgieron disputas entre el cabildo de Frías y el Monasterio de Oña.

El Catastro de Ensenada refleja que sólo un tercio de los beneficiados de nuestros pueblos tenían criada (con "a"). Si bien los conventos se servían de criados, así como de mayordomos que se encargaban de las cobranzas y de algunas compras. El número de varones supera al de mujeres, lo que puede deberse a no levantar habladurías y a que el criado podía desempeñar otras funciones como la de labrador. O molinero.


Bibliografía:

“Ingenios hidráulicos en Las Merindades de Burgos” por Roberto Alonso Tajadura.
www.Eumed.net
“Los beneficios parroquiales: un acercamiento al estudio del clero secular” por Silvia María Pérez González. Universidad Pablo de Olavide (Sevilla)
“Iglesia y sociedad en la edad moderna: La Merindad menor de Castilla Vieja” por María José Lobato Fraile.



lunes, 23 de mayo de 2016

¡¡Esta boda es una ruina!! (el condestable casa a una hija)

La boda es, probablemente la mayor celebración que se produce en la vida de una persona. Sin más. Y, en el caso de una muchacha del siglo XV –por centrarnos- lo sería en mayor grado. Aún sin amor.

Porque cuando Castilla salía de la Edad media el matrimonio de los nobles aportaba varios pluses: el joven accedía al mundo adulto; el clan familiar mostraba “músculo financiero” y preminencia social; la boda actuaba como una alianza entre familias para asuntos económicos, militares o políticos; si el matrimonio era ventajoso para esa parte significaba un avance social y la posible supervivencia del linaje. Claro que, independientemente de estos factores que seguramente influyesen en la determinación del muchacho o la muchacha, la decisión final era de ellos y expresada libremente ante el altar.

Escudo ducado de Gandía

Eso sí, ¡A ver quién se atrevía a contradecir al cabeza de familia! ¡Con todo lo que se había puesto en la balanza! Y, por otro lado, para ciertos grupos sociales no había tantos candidatos entre los que elegir y que no tuviesen algún grado de consanguineidad –real o “interesado”-. De todas formas eran matrimonios entre personas muy jóvenes que no solían oponerse a las decisiones paternales y que no estaban deseosos de afrontar los riesgos y las dolorosas certidumbres de esa postura.

Por tanto, “papito” decidía la pareja matrimonial del nene o la nena. Punto. Eran los padres –o sus representantes- quienes organizaban todo. La boda más importante era la del primogénito portador del nombre de la familia, donde se buscaba que fuese lo más ventajosa posible. Aunque para todos los descendientes se buscaba lo dicho: fortuna, nivel social e influencia política. Incluso en las segundas o terceras nupcias del hijo o hija, que también se daban porque, estas personas, eran peones que no se podían dejar libres (célibes o viudos).


Este era el condicionante social en el que nadaba la vida de los jóvenes de noble cuna del final de la edad media y principios del renacimiento. Y así fue el 5 de abril del año del Señor de 1571 cuando firmaban en Berlanga, ante el escribano Diego López de Espinosa, las capitulaciones matrimoniales de don Francisco Tomás de Borja Centelles (1551-1595), VI duque de Gandía, y doña Juana de Velasco y Aragón, segunda hija del duque de Frías cuya fecha de nacimiento desconocemos pero que no sería mayor que su esposo y que falleció en 1595, un día antes que su esposo.

La rubrican el condestable don Iñigo II Fernández de Velasco y Tovar –padre de la afortunada novia-  y don Francisco Juan Roca, deán de Gandía y canónigo de la Metropolitana de Valencia en nombre y con poder del Duque de Gandía, don Carlos, hijo de Francisco de Borja (el que luego sería San Francisco de Borja). La fecha de la boda se fijó seis meses después de la llegada del Breve Papal, ya que, debido al parentesco, era necesaria la dispensa de Roma. Por ambas partes eran descendientes de Fernando II de Aragón, Fernando el Católico, que tuvo, al menos, diez hijos entre legítimos e ilegítimos.

Los lazos familiares se anudaron más con este matrimonio que tuvo lugar en Berlanga de Duero en enero (según la casa ducal de Medinaceli) u octubre del año siguiente del 1572. Debemos saber que don Iñigo mantenía relaciones cordiales con Francisco de Borja y Aragón -III General de la Compañía de Jesús, IV duque de Gandía, I marqués de Lombay, Grande de España y Virrey de Cataluña- abuelo de su yerno. Estando la Corte en Valladolid, Felipe II comisionó al Velasco y al de Borja servicios que requerían tacto, finura y capacidad de decisión.


Ya hemos explicado que en un matrimonio de esta alcurnia lo que no había era amor. O, al menos, esa visión romanticona y dulzona del “amor” tipo “Romeo y Julieta”. Se ajustaba más a lo que entendemos por un “contrato” y menos a lo de “Matrimonial”. Las familias aportaban recursos económicos para que los “tortolitos” tuvieran “un buen pasar” que se englobaban en las arras y la dote.

Las arras eran la donación que hacía el marido a la esposa. Estas, en el siglo XV, se fijaban para la alta nobleza generalmente en cerca de 1.300.000 maravedíes. La dote era el ajuar domestico que entregaba la familia de la mujer. Ya saben: ropas, joyas, mobiliario… desgraciadamente en esa época no eran parejos. Arras bajas y dotes altísimas.

En los acuerdos el duque de Gandía cede a su hijo el título de marqués de Lombay y los estados y rentas del marquesado y dona a la futura marquesa, como aumento de dote, 32.500 ducados como renta vitalicia. Don Francisco entrega a su prometida 500 libras en moneda valenciana para gastos de ayuda de cámara, que serán 1.000 en el momento de efectuarse el enlace. Lo hace según fuero de Valencia. Mucha generosidad, sí, pero no olvidemos que tanto dote como arras eran administradas por el marido (salvo muerte de este o disolución del vínculo).

Palacio Ducal de Gandía

Doña Juana de Velasco llevará de dote 65.000 ducados (unos 26.000.000 mrs.), de los cuales recibirá 6.000 en joyas, alhajas y muebles de uso de casa y 2.000 ducados en metálico, dentro de los ocho días inmediatos al de la boda; 4.000 en ajuar y vestidos, sin que puedan éstos exceder de tal cantidad y 53.000 de a 20.000 maravedíes el millar en juros y censo impuestos sobre bienes y hacienda de los estados del Condestable. Lo que sería una especie de deuda pública, vamos.

Esta liberalidad para mayor honor de la familia de la novia llevaba, en términos generales a convertirse en una deuda que avanzaba varias generaciones en la familia. Nos encontramos con pagos parciales y procesos judiciales para reclamar el pago de lo convenido en el contrato matrimonial.

Felipe II por Sofonisba  Anguissola (1565)

Y ese será el problema. El patrimonio de la casa de Haro, Frías y Condestable de Castilla residía en un mayorazgo que le prohibía enajenar o hipotecar la hacienda vinculada. También prohibía pedir, o suplicar, licencia al rey para poder hacerlo con lo que estaba en un apuro para dotar a su hija. Pero de algo debía servir la cercanía al rey y los servicios prestados. De alguna forma Felipe II se enteró de las obligaciones contraídas por su servidor para mejor casar a una hija y firma en Madrid, el 26 de junio de 1571, una cédula real concediendo la licencia para poder hipotecar por una vez y como excepción, imponiendo la obligación de levantar las cargas con la mayor celeridad posible. La firma también el secretario del rey, Juan Vázquez de Salazar, la escribe el doctor Velasco y es registrada por Jorge Olalde de Vergara. Don Juan, hijo y heredero de la casa de Velasco y hermano de la desposada autorizó con su firma estas hipotecas. Al fin y al cabo era el patrimonio de su herencia el que debería afrontar los pagos.


Se conserva la tasación hecha ante Diego de Bañuelos, natural de Briviesca, escribano y encargado de los negocios de su señoría el condestable, el 28 de abril de 1572, en Madrid. Son nombrados tasadores para los vestidos y hechuras de oro y plata, Juan Navarro, Gregorio López y Benito Sáez, sastres y para los bordados Diego Ramírez, que bordó el ajuar y vestido de doña Juana, Lucas de Burgos y Juan de Zaragoza, bordadores. En el inventario se anotan, entre otras: una saya de tela de oro encarnada bordada en canutillo de plata, es valorada en 300 ducados. Una saya, capote y ropa de raso pardo bordado en canutillo de plata, y prensado el canutillo, se tasa en 8.758 reales y medio. Una vasquiña de tela de plata bordada con dos rayas de terciopelo blanco con canutillo de oro 1.682 reales y medio. Dos jubones de telilla de oro y plata de Milán 616 Reales, ropa de damasco carmesí con pasamanos y alamares de oro por 780 Reales.

La lista era larga. Terminaba con dos sombreros: uno encarruzado bordado de oro y plata de canutillo, 11.250 maravedíes, otro bordado de azabache con plumas negras, 6.000 maravedíes. Las joyas y objetos de plata son numerosas y ricas también: 60 puntas de cristal guarnecidas de oro, valorado en 155.662 maravedíes. Collar de diamantes y rubíes con una esmeralda grande y unas arracadas de oro con seis diamantes y dos pinzantes de perlas, 93.750 maravedíes. Sortijas, botones, cruces y cadenillas. Pero, sobre todo, una silla de montar en plata con sus gualdrapas para mula y otra para cuartago. Toda la plata y las joyas montan un cuento y 295.245 maravedíes.


El marqués de Lombay aceptó la tasación y son testigos don Sancho de Viedma y Carvajal, el doctor Pérez, alcalde mayor y el contador Gabriel de Godoy, Nicolás de Barrientos, criado del contestable, vecinos de Berlanga. Esta segunda tasación se hizo en Berlanga el 2 de mayo del mismo año.

Tras cuadrar los dineros se pasaba a un acto de trámite: la boda. Esta la celebró el patriarca de Antioquía y arzobispo de Valencia don Juan de Ribera. Desconozco cómo fue el acto pero podemos suponer que tuvo que ser fastuoso. La fiesta empezaría con la salida hacia templo de los novios acompañados de una orquestina. Al convite asistirían los familiares, invitados y criados de ambas partes además de muchos habitantes del lugar donde se celebrase la boda. Seguro que tuvieron músicos, espectáculos, justas, bailes y regalos, que era lo típico.

Y luego vino la vida. Los contrayentes fueron padres de:

  • Carlos Francisco de Borja y Centellas y de Velasco que heredaría los títulos.
  • Iñigo de Borja y de Velasco, que sirvió en los Países Bajos, donde casó con Elena de Hénín-Liétard o de Alsacia, llamada en su época Madame de Hénin, de la familia de los Condes de Hénin-Boussu.
  • Gaspar de Borja y Velasco, cardenal con el título de Santa Cruz de Jerusalén, obispo de Albano, arzobispo de Sevilla y Toledo y vicecanciller del Supremo Consejo de la Corona.
  • Baltasar de Borja y de Velasco. Obispo y Virrey de Mallorca.
  • Melchor Francisco Antonio de Borja y de Velasco (generalmente se le llamó Melchor Centellas de Borja), que fue General de las Galeras de Valencia y Sicilia.
  • Juan de Borja y de Velasco, nacido en Villalpando. Murió niño.
  • Magdalena de Borja y de Velasco. Estuvo casada con Iñigo Fernández de Velasco y de Tovar, octavo Conde de Haro, su primo hermano (hijo del quinto Duque de Frías y de su primera mujer, María Girón), y tuvo una sola hija, de cuyo parto murió.
  • Catalina de Borja y de Velasco. Monja.


Pues bien, siguiendo el hilo de nuestra narración, diremos que en 1576, a los cuatro años de casarse, para hacer frente a sus gastos, el apoderado de los marqueses de Lombay, Bernardo de Trincado, vecino de Miranda, pero residente en Briviesca, toma a censo del convento de Santa Clara de esta villa 4.000 ducados, con la hipoteca de la dote de la marquesa, que estaba garantizada por los 53.000 ducados que gravaban con facultad real el mayorazgo de Velasco y de manera particular el palacio de Burgos y los juros, égidos, pastos, tierras y alcabalas, pecho y derechos en Briviesca, Cerezo, Haro y Belorado. No se líen: es, simplemente, que no llega el asunto y hacen una nueva hipoteca sobre algunos bienes.

El poder para Trincado (nombre ajustado al oficio) está extendido en la casa palacio de los condestables de Villalpando, ante Francisco de Mayorga, escribano de la citada villa. Y lo firman don Francisco de Borja y doña Juana de Velasco. Los réditos, 810.294 maravedíes, se pagan en tercios: el primero en 1 de enero de cada año, el segundo el 1 de mayo y el tercero el 1 de septiembre. La escritura se firma en Briviesca ante Pedro de Aguirre, escribano y actúa en nombre de las clarisas Diego de Urna, donado del convento, que exhibe poder otorgado por la abadesa doña Mencía de Salazar.

Monasterio de Santa Clara de Medina de Pomar

Cuando los condestables redimieron el patrimonio hipotecado en las capitulaciones matrimoniales del primogénito del duque de Gandía con doña Juana de Velasco y Aragón, queda olvidada esta segunda hipoteca de los 4.000 ducados y sus réditos sin pagar.

Ochenta y dos años después, Miguel de Yanguas, en nombre de la abadesa y monjas de Santa Clara, pide al alcalde mayor que obligue al condestable al pago de los intereses atrasados. Se origina así un largo pleito que fue fallado a favor de las clarisas por la Real Chancillería de Valladolid. Apela el condestable don Iñigo Melchor Fernández de Velasco y Tovar y nuevamente se ve la causa que va en última instancia al rey que definitivamente condena a don Iñigo Melchor al pago de los réditos.

Años después, finales del siglo XVII, la casa de Velasco salda esos 4.000 ducados concluyendo así un vergonzoso problema que nació con las dificultades económicas que pesaban sobre los Velasco y cuyas salpicaduras duraron casi un siglo.


Bibliografía:

“Una página olvidada de la historia de los condestables” de Jesusa de Irazola.
“Nobleza y matrimonio en la Marchena del siglo XV” Juan Luis Carriazo Rubio de la Universidad de Huelva.


lunes, 16 de mayo de 2016

Amania


“Amania” es la primera novela del autor menés Fernando Pérez Sañudo. Un joven bilbaíno de Villasana de Mena que, sorprendente en estos tiempos, desea expresarse volcando lo que le bulle en el papel, o en el impulso eléctrico.


En una edad en que todos huimos de la diferenciación, en que tenemos pánico a expresar lo que surge en nuestro interior, Fernando se atrevió -¡con 16 años!- a escribir una novela histórica, un relato corto, con el trasfondo de las guerras cántabras.

No nos debe extrañar esta precocidad porque desde los siete años nada en estos mares de las letras. En su haber nos encontramos el relato "El guardián del inframundo"; las obras de teatro “Encuentros en la tercera planta” y “396 años después”; participación en el cortometraje colectivo “No importa...” y en “El recuerdo” (¿Será tradición familiar?); hay incluso poesía. Algo meritorio en alguien que, en el momento de lanzar la obra que estudiamos, no había alcanzado la mayoría de edad.

Dejemos ya de lado al autor y centrémonos en el texto que traemos a la bitácora esta vez. La razón de su presencia no es solo que Fernando Pérez Sañudo sea de Las Merindades sino, también, que está ambientada a caballo de Pamplona y el Valle de Mena. La historia se sitúa en un corto periodo de tiempo del año 29 a.C. con la guerra civil entre Marco Antonio y Octaviano por la herencia de Cayo Julio Cesar finalizada.

Diversos guerreros hispanos (Ángel Pinto)

Es el inicio de las Guerras Cántabras y Octaviano ha destacado al legado (general) Tito Estatilio Tauro para eliminar la cuña que formaban Astures y cántabros cerca de las minas de oro del actual León. Además, los cántabros eran un pueblo cuya riqueza provenía de ganadería alimentada en los pastos montañeses y que necesitaba a otros pueblos, en este caso los autrigones (agricultores) para intercambiar sus mutuos excedentes alimentarios. Los autrigones controlaban parte de la llanura mesetaria, terreno agrícola, y al incorporarse a la estructura imperial su excedente se incorporó al eficiente mercado romano, calzadas romanas y rutas marítimas que llevaban alrededor del Mediterráneo, los bienes con diligencia. Lo cual vemos en las tareas que ejecuta el protagonista –narrador en primera persona- al inicio del libro.

Los romanos no tienen necesidad de intercambiar bienes con los cántabros porque ellos ya disponen de un consumo interno capaz de absorber y reorganizar los excedentes. Al ver cercenada su capacidad de adquisición de bienes fueron radicalizando su postura. Dicho de otra forma, si no lo podían comprar ni intercambiar lo tomarían por la fuerza. En esta situación de ataques y saqueos fronterizos, mientras se avanza por otros frentes, los Amanos, un grupo autrigón, solicita ayuda de su aliada Roma para hacer frente a las incursiones cántabras.

El protagonista es presentado levantándose de su camastro en el cuarto que ocupa en una ínsula de Pompaelo. Siento decir que esa ínsula, de varias plantas, resultaría poco probable en una ciudad nueva fundada por el perdedor de la guerra frente a Julio Cesar y, tal vez, solo tal vez, creada sobre un castro vascón con población autóctona romanizada y soldados veteranos. Las ínsulas surgen como solución a una alta densidad de población. Eso sí, le permite a Fernando desarrollar sus dotes para describir el paisaje humano.


De hecho, subraya la pobre economía de la ciudad y su falta de oportunidades cuando Eidan Acha, Albius, el liberto protagonista que malvive en Pompaelo, se queja de su falta de liquidez y de que trabaja como “viajante” de un curtidor. Por lo demás, derrocha imaginación describiendo una ciudad de la que no se sabe mucho pero si pensamos que no fue una urbe romana importante no es de suponer que fuera muy grande. Podremos aventurar, dada la topografía del terreno, que su perímetro fuese el de la Navarrería durante la Edad Media. Sobre esto recomiendo el trabajo de María Ángeles Mezquiriz del Museo de Navarra.

Por otro lado, las gotas de vida social que se deja caer pintan de manera efectiva los colores de la existencia romana de las clases bajas.

La vida de Albio cambia cuando un prefecto del ejército romano se presenta en su casa ofreciéndole trabajo como traductor. Aceptará y acompañará a un pequeño contingente romano hasta el Valle de Amania, Valle de Mena. Me hubiera gustado que las descripciones del terreno (el viaje y los lugares de Mena) hubieran sido más vívidas. Me ha resultado lacónica la simple mención de la peña Angulo para situar la escena.

El ejército romano y sus tácticas están bien presentados, incluido el problema de cómo enfrentarse a los cántabros. Otra cosa es la referencia al equipo legionario donde se recurre a la lorica segmentata para diferenciarles frente a los auxiliares. Pero es comúnmente aceptado que los legionarios de las guerras cántabras no la llevaban porque esta se introdujo, de forma general, con Tiberio.

El relato identifica, no sé si involuntariamente, a los vascones de hace 2000 años –beneficiarios de Roma que recibieron tierras fuera de su área norpirenaica- con un idioma quizá íbero o quizá galo, con los vascos de hoy en día: ¿Vasco o lengua vascona?

Guerreros Astures emboscados

Afortunadamente la trama de la obra no se ve forzada por estas licencias y camina -dentro de sus limitaciones- hasta el ingenioso desenlace cuya subtrama surge sin previo aviso.

Una interesante opción que se lee del tirón, con un protagonista suficientemente esbozado, con una historia que gotea a lo largo de la novela y la perceptible sensación de que continúa sintiéndose un esclavo desarraigado.

El ejemplar que tengo luce la pegatina de quinta edición y ¡eso significa algo! Por 12 € en papel y por cerca de 3 € en formato electrónico es una interesante formula con la que pasar una tarde entretenida y pensar en las personas que habitaron estos valles antes que nosotros.




lunes, 9 de mayo de 2016

Nos visita Óscar Ruiz Pereda

Hoy cedo este espacio a Oscar Ruiz Pereda, un estudioso de los bolos descendiente de Quintanilla del Rebollar en la Merindad de Sotoscueva y de Ahedo de las Pueblas en la de Valdeporres. Licenciado en Historia Antigua por la Universidad Complutense de Madrid, arqueólogo en Atapuerca y Canterbury  es,  a su vez,  un jugador de  bolos de gran afición que preside el Club Bolera Merindades, en Madrid y que lucha porque las escuelas del norte de la provincia de Burgos tomen conciencia de la importancia de no dejar perder este rico Patrimonio Cultural Inmaterial. Ha accedido a participar en la sección de “Firmas Invitadas” de esta bitácora rememorando e instruyéndonos sobre el arte, las artes de los bolos en el Valle de Mena.

Les dejo con sus palabras:

El Valle de Mena está situado en la comarca de las Merindades y en Villasana de Mena, su capital, y en sus numerosas sus localidades menores se jugaba a los bolos hasta no hace muchos años.




En cada pueblo había una o varias boleras, no sólo de adultos sino también infantiles, lo cual es un claro testimonio de que el juego de bolos tenía una gran transcendencia lúdico-cultural para sus habitantes. La situación actual es, sin embargo, descorazonadora y en el Valle de Mena hemos pasado de jugar tanto al Pasabolo Tablón como a los Bolos Tres Tablones, a no jugarse prácticamente a ninguna de las dos modalidades; sin embargo, inculcar la afición a los niños por sus juegos tradicionales, desde la educación primaria, es muy importante, no sólo desde el punto de vista deportivo sino cultural. No en vano es una recomendación explícita de la UNESCO y tanto la escuela como la corporación municipal pueden y deben llevar a cabo esa esperada recuperación de una parte esencial de nuestro patrimonio.

Las noticias escritas sobre los bolos en las Merindades son muy antiguas y se remontan al siglo XVI pero son referencias muy escuetas sobre gastos por renovar el juego de bolos, multas, juicios, etc. Hay, sin embargo, un libro escrito por Ángel Nuño García, “El Valle de Mena y sus pueblos” (1925) que nos da una descripción muy interesante de cómo se jugaba en el valle a fines del siglo XIX. Este libro nos constata lo que ya habíamos apreciado en los testimonios orales recogidos a octogenarios en diversos pueblos del tercio norte de la provincia de Burgos: a fines del siglo XIX, los bolos era un juego mixto de derribo (se cuentan los que caen) y de pasabolos (se cuentan los que caen según la distancia a la que lleguen) que con el tiempo daría lugar a dos modalidades deportivas denominadas Pasabolo Tablón y Bolos Tres Tablones.


Nuño señala que hasta 1880 o1890, este juego se componía de tres cureñas con tres bolos de madera cada una. Conviene aclarar que muchos pueblos del norte de Burgos no tenían tres cureñas (tablones) sino una sola; dependía de que el pueblo quisiera o pudiera mantenerlas porque, si bien es cierto que con tres cureñas el abanico de jugadas posibles aumenta, con una sola cureña basta para desarrollar lo esencial del juego.

“(...) los jugadores soltaban la bola desde el tire (en otro sitio Nuño lo llama mano), con intención de derribar el mayor número de bolos, y luego venía el birle, que consistía en coger la misma bola que el jugador había lanzado, y, desde el mismo sitio en que aquella había quedado, volvía a tirarla sobre los bolos”. El nombre de tire o mano es el sitio común fijo desde donde se lanza la bola en la tirada de subida, hoy conocido comúnmente como cas (tanto para "subir" como para "bajar"). La tirada de "bajada" o "birle" es la que se sigue practicando en la modalidad deportiva actual de Bolos Tres Tablones; no así en la del moderno Pasabolo Tablón que carece de "birle".




La descripción que hace Nuño del "birle" en el valle de Mena recuerda no obstante al Bolo Palma cántabro puesto que en los Bolos Tres Tablones actuales la tirada de bajada no se hace desde donde queda la bola, sino desde la misma distancia que la de subida, es decir, desde diez metros hasta el primer bolo. En los testimonios que hemos recogido no nos consta que hubiera otra zona de las Merindades con una tirada de bajada semejante. Las conexiones con la Cantabria oriental parecen, en consecuencia, evidentes pues a fines del siglo XIX se jugaba al bolo palma en Ampuero.

“El que tiraba en segundo lugar ponía las condiciones del juego; esto es, designaba los tantos que valía cada bolo que se tiraba y lo que valía la jugada cuando la bola daba en los bolos y los echaba a la madera, es decir, al extremo del juego. Algunas veces se ponía a un lado del juego un bolito más pequeño que los nueve de las cureñas, que se llamaba cuatro, con el fin de derribarle con uno o más bolos... y si la bola no llegaba al extremo del juego, se llamaba morra, como en la actualidad”. (Ángel Nuño)

Aquí vemos condensada tanto la esencia del pasabolo como la de los bolos sobre tres cureñas, denominado Bolos Tres Tablones actualmente, en la que el cuatro (mico) es fundamental. El hecho de que se derribase el cuatro con los bolos nos indica, por una parte, lo aventurado que era intentar dar el mico con la bola en un terreno de tierra irregular y por otra, la necesidad de lanzar con fuerza para llegar a la viga final, porque si no la jugada quedaría invalidada (morra). Esta era en esencia una práctica común en todo el norte de Burgos y encontramos rastros de la misma en puntos tan alejados del valle de Mena como Ahedo de las Pueblas, al extremo occidental de Las Merindades, en donde los chavales jugaban al pasabolo y cuando crecían jugaban a bolos con el cuatro (mico); o en Silanes, al sur de las Merindades en los Montes Obarenes, en donde se jugaba indistintamente a bolos y a pasabolo, en la misma cureña y con reglas semejantes. Esta manera de jugar acrisolaba jugadores de tirar elegante, de los que echaban la bola atrás.




Hay una jugada que indica Nuño que desconocemos actualmente y que muestra tal vez un préstamo del Bolo Palma o simplemente que cayó en desuso en el Valle de Mena: Cuando la bola pasaba, después de tirar bolos, por el hueco o espacio que había entre el cuatro y el costado del juego, se llamaba emboque.

Ángel Nuño publica que “el juego típico y más extendido actualmente (1925) es el de los bolos llamado pasa-bolo. El campo en que se juega suele ser un rectángulo cercado, de seis metros de ancho, aproximadamente y de quince a veinte metros de largo; a un extremo está la mano, o sea el tire, que es donde los jugadores afianzan los pies para soltar la  bola, y, al otro extremo, hay una viga, tabla o tronco de árbol, que se llama madera. Las bolas con que se juega pesan, aproximadamente, cuatro libras, aunque algunas son más ligeras, y tienen un agarradero, consistente en cinco agujeros dispuestos de modo que pueda meterse fácilmente los dedos de la mano.

Ahora se juega, también, al pasa-bolo, al que hay gran afición, y se juega en un campo como el descrito, con la diferencia de que no hay más que una cureña de madera, bien enterrada y fija en el suelo, casi en el centro del juego, que está provista de tres cases, de hierro equidistantes, sobre los cuales se colocan los tres bolos, que vienen a tener 1,5 pulgadas de grueso por 16 de alto. Los jugadores tiran la bola como los antiguos, desde el tire; pero no hay birle, ni cuatro, ni emboque, y también pone las condiciones el que tira en segundo lugar, al que llaman postre”.

Ángel Nuño nos explica cómo el pasabolo consigue adquirir preponderancia sobre el juego con mico y tres cureñas. Comprobamos como Nuño denomina “cas” también al sitio donde se plantan los bolos al igual que hoy en día, y es asombroso el pequeño peso de las bolas: la libra castellana equivale a cuatrocientos sesenta gramos. Sabíamos que antiguamente en todas Las Merindades, las bolas eran mucho más pequeñas que las actuales, con diámetros inferiores a veinticinco centímetros pero no que fueran tan pequeñas como en el Valle de Mena.




También nos llama poderosamente la atención, que tuvieran la pericia para hacer cinco agujeros, uno para cada dedo de la mano, lo que nos habla de un nivel muy alto de especialización que hoy en día se ha perdido. Actualmente en las modalidades de bolas con “agarradera” de la cornisa cantábrica (Bolos Tres Tablones, Pasabolo Tablón, Bolo Pasiego, Bolo Llano, Remonte Ayalés, etc.) solo se hacen dos agujeros, uno para el pulgar y otra abertura más grande para el resto de los dedos. En cuanto a los bolos son parecidos, un poco más pequeños que los actuales de Bolos Tres Tablones (una pulgada castellana = 23,22 mm.), aproximadamente 3,5cm de gruesos por 37,2 cm de alto.

De estas afirmaciones es fácil deducir que hasta la década de 1880-90 se jugaba con tres tablones o cureñas, y a partir de ese momento empieza a toma autonomía propia el pasabolo al suprimir tanto la tirada de bajada (birle) como las dos cureñas laterales y el mico (cuatro), con tanta fortuna que en la segunda década del siglo XX, cuando escribe Nuño, ya predominaba incluso sobre el juego primitivo aunque coexistía con él.


Exactamente lo mismo debió ocurrir tanto en la Merindad de Montija como en Espinosa de los Monteros y así nos lo corroboran las reducidas dimensiones de sus boleras de "pasabolo” más antiguas como la de San Pelayo, Agüera - reconvertida en almacén - o la de Noceco; en esta última al carecer de espacio y cerramiento cenital, los bolos se contaban según a la altura a la que impactaban sobre una malla ingeniosamente colocada al final del juego. Es una prueba más que nos indica que, al menos hasta el primer tercio del siglo XX, se jugaba a los bolos en su concepción mixta primitiva: derribo en una o tres cureñas con cuatro y pasabolo.

(Fuente: Bolos3tablones.com)

Sea como fuera, el pasabolo - ya independiente - se extendió como la pólvora por las Encartaciones de Vizcaya y por la Cantabria oriental hacia Laredo y hacia Soba llegándose a jugar, al menos, en una de las villas pasiegas: San Roque de Riomiera (Ralph Penny. El habla pasiega: ensayo de dialectología montañesa. 1969). Sin embargo, las otras villas pasiegas en donde se mantenían vínculos con la Merindad de Valdeporres, Merindad de Sotoscueva y Espinosa de los Monteros (villa de la que dependieron hasta fines del siglo XVII) no perdieron el primitivo juego de bolos con el cuatro (mico).

Los contactos de los pasiegos con jugadores de Sotoscueva y Valdeporres se producían a través de las fiestas y en los montes del Somo, en donde los pastores jugaban a los bolos. También tuvieron contacto los pasiegos de San Pedro del Romeral con la antigua Merindad de Aguilar Campoo que incluía un amplio territorio: norte de Palencia, sur de Cantabria y extremo este de Las Merindades (Valle de Valdebezana,  Alfoz de Bricia, etc.) por lo que tal vez por ese motivo los pasiegos, hasta no hace tantos años, jugaban directamente sobre tierra sin cureñas como el Bolo Llano de la montaña palentina. Ha sido modernamente cuando el Bolo Pasiego ha dejado de jugar sobre tierra y ha adaptado los tres tablones (cureñas); de hecho, el único pueblo que tenía cureña era Resconorio (Luena), pueblo muy cercano a Ahedo de las Pueblas (Merindad de Valdeporres) en donde antiguamente se jugaba con una sola cureña como en tantos otros pueblos de Las Merindades.

Cabe plantearse dónde se produjo esta “independencia” del pasabolo pero a ciencia cierta no se sabe. Lo que sí parece fuera de todas dudas es que fue a fines del siglo XIX y que bien pudo ser en cualquiera de los pueblos del norte de Burgos, del sur u oriente de Cantabria o de las Encartaciones de Vizcaya. Es interesante escuchar el relato de Manuel Secunza, artesano bolero de Ampuero, de cómo su abuelo “importó” el juego de los tres tablones de Burgos, y desde allí se extendió a Laredo, etc.



Trespaderne. Bolera Enromar (1969)
(Fuente: www.bolos3tablones.com)

A la larga se impuso en el pasabolo la especialidad a rayas - en donde como consecuencia de la carrera y el acercamiento del tiro impera más la potencia - sobre el ancestral pasabolo a la viga que se tiraba afianzando los pies para soltar la bola.

Modernamente, y ya como modalidad deportiva, el Pasabolo Tablón se desarrolló con gran éxito en Cantabria y en Vizcaya - destino fundamental de la emigración - mientras que en el norte de Burgos, debido simplemente a la despoblación de los pueblos en los años 50 y 60 con la consiguiente pérdida de brazos jóvenes, casi desapareció a pesar de ligeros repuntes posteriores.

Si se ve el mapa de donde se practicaba el pasabolo en el efímero “renacer” de los años 70 y 80 - los municipios de Las Merindades aparecen silueteados en azul - no deja de chocarnos que se juegue en dos zonas. Al norte: Cantabria oriental, Encartaciones vizcaínas, Espinosa de los Monteros, Merindad de Montija y Valle de Mena, y al sur: Las Loras, La Bureba, Alfoz de Bricia, Valle de Zamanzas, Valderredible, etc., separadas ambas zonas por una amplia franja en la que se juega a los Bolos Tres Tablones: del Valle de Valdebezana al Valle de Tobalina, y de las Merindades de Valdeporres y Sotoscueva a los Valles de Losa y Valdegovía, este último ya perteneciente a la provincia de Álava.




La explicación no parece compleja porque el paso de “juego” a “deporte rural” hizo que muchos pueblos que aún mantenían la dualidad primitiva, se vieran obligados a decantarse por una u otra modalidad federada al verse sometidos a la “tiranía” de la subvención que les facilitaba el arreglo de sus boleras siempre que se decantasen por una u otra modalidad federada. Esta realidad está documentada en diversos pueblos de La Bureba, en donde se perdió de esta manera, parte de la riqueza de que gozaba el juego de bolos antes de los años 50.

Volviendo a Nuño, más adelante señala que “es un juego sano e higiénico, en el que hay ocasiones que juegan ocho jugadores contra otros ocho y en algunas fiestas, desde hace pocos años, va entrando la costumbre de celebrar concurso de bolos, en el que se da un premio en metálico al mejor jugador. Lo que sí es común en toda fiesta popular es que, de entre los espectadores, siempre salen jugadores que desafíen a los gananciosos del último partido. Raro es el pueblo, por pequeño que sea, que no tenga su juego de bolos, cuyo campo, en los días festivos, es el sitio de reunión donde los hombres y mozos del pueblo pasan la tarde. (…) Costumbre es esta que va perdiéndose, porque actualmente suelen reunirse los vecinos de varios pueblos en un centro no lejano, en el que hay establecimiento público, como sucede en Casetas, El Prado, Paradores, Villasana, Nava, Mercadillo, etc. La ley de Lanestosa (Vizcaya) no permitía traviesas de dinero en este juego y sólo consentía jugar el vino o merienda de que participaban todos los jugadores, y pagaban, como es natural, los que perdían. Hoy suele jugarse vino, limonada o cerveza, y de ello disfrutan, frecuentemente, los espectadores”.

Nos llama la atención que llegasen a organizar partidas de tantos jugadores pero parece una consecuencia lógica de la abundancia de personas dispuestas a jugar; en cuanto a la prohibición de las traviesas (apuesta que quien no juega hace a favor de un jugador) nos indica lo conflictivas que podían llegar a ser, de lo que tenemos constancia en la prensa con noticias luctuosas como consecuencia de disputas en el juego de bolos.

Otro libro interesante, publicado casi cincuenta años después del de Nuño, para obtener datos sobre los bolos es el de José Bustamante Bricio (1931-2013), “La tierra y los valles de Mena. Biografía de un municipio”(1971) en donde dice que “(...) los bolos, en trance de desaparecer, vuelven a practicarse en la especialidad de rayas. Tres bolos plantados sobre la cureña han de ser lanzados lo más lejos posible para obtener una máxima puntuación en la tirada, que es de veintiún tantos. La otra especialidad, llamada pique, feneció con la caída de la última bolera cerrada; exigía un grado de destreza superior, más que de fuerza, pues consistí en tirar juntos los tres bolos contra la pared frontal”.



Trespaderne. Bolera Enromar
(fuente: www.bolos3tablones.com)

A fines de los 60 con la mejora de la economía y cuando la gente empieza a poder volver a los pueblos en las vacaciones veraniegas, se impone la especialidad “oficial”, la de rayas, relegando la otra que había en el valle: pique. Muy interesante es esta referencia que nos hace Bustamante a esta especialidad desaparecida y heredera de la manera más antigua de jugar al pasabolo, en el siglo XIX, cuando los bolos se proyectaban sobre la viga final; sin duda, para mandar los tres bolos juntos habría que tener un gran pulso y precisión.

“Había en Mena bastantes boleras cerradas llamadas carrejos. El que narra llegó a conocer nada menos que tres en Villasana (la de Casa Rosa Roldán, la del Casino Viejo y la del Sindicato Agrícola) y en el Valle, las de Las Casetas, Paradores, El Berrón, etc., prueba evidente de que este deporte era el pasatiempo favorito de la generación anterior a la mía. Boleras a campo raso, en mejor o peor estado, las hay en casi todos los lugares donde se celebran romerías y hasta en la misma cima de la Peña del Cuerno existió una, donde barruntamos que habría festejo con ocasión de las Juntas del Partido que se celebraban en Era Lope”.

Como podemos comprobar Bustamante se centra en el pasabolo y nada alude a los tres tablones lo que es un claro indicativo se su predominio; no obstante, tenemos constancia de jugadores provenientes del valle de Mena que jugaban a los bolos sobre tres cureñas en Chile en los años 50 o incluso en Madrid en los años 80. No se había perdido aún pero el pasabolo acaparaba, sin duda, las boleras del valle.



Bolera de Prádanos del Tozo (Fuente: Pedro Miguel Barriuso)

Bustamante nos esboza una ligera pincelada llena de acertadas apreciaciones:“(...) en todo caso, se tratara de carrejos o boleras abiertas, existía uno o más bancos rústicos; alacena abierta en una pared, para guarecer fresco el jarro de vino que se ventilaba en la partida; un pocillo excavado en la tierra para mojar las bolas y humedecer, sin encharcar la cureña, operación ésta que se realizaba con una escoba de brezos y un recipiente donde hubiese barro arcilloso con el fin de untar el pie del bolo y hacer un plante ajustado a la técnica.

Sobre el banco las discusiones y apreciaciones de los entendidos: éste es de brazo corto o de tiro largo.(...) Porque los bolos es deporte que exige temple, destreza, fuerza y una técnica depurada que sólo los iniciados conocen y reconocen, y en su sencillez radica fundamentalmente su emoción.(...) En los últimos años se observa algún resurgir en los bolos, singularmente en Villasuso, Santiago Torres Manterola y otros aficionados acuden a los concursos de Quintana de los Prados, Ampuero, etc”.

Nos llama la atención en el empleo del término carrejo (Del lat. curricŭlum, carrera) que Bustamante lo relaciona con boleras cerradas y que en origen, seguramente, haría referencia a un  corredor, un pasillo entre una y otra casa, lugares habituales donde antiguamente se jugaba.

El pasabolo, que como indica Bustamante estaban “en trance desaparecer”, tuvo por los motivos ya comentados un renacer a fines de los 60. En 1968 se celebró en Villasuso de Mena el Campeonato de España Individual de segunda categoría y años después, en 1975 y 1985, se celebró en Villasana de Mena el campeonato de España juvenil de Pasabolo Tablón. A la larga, sin embargo, la decadencia ha sido total.

Óscar Ruiz Pereda.