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domingo, 14 de septiembre de 2025

Enrique II, el fratricida, o el primer Trastámara que llamaron “el de las mercedes” (el de las cesiones).

  
Hay dos formas de alcanzar el poder: la socialmente aceptada y la que obligas a la sociedad a aceptar. Muchos en Castilla sabían que la acumulación de poder de Pedro y su camarilla era peligrosa. Eso lo sabían aquellos castellanos y lo sabemos estos castellanos.
 
El bastardo Enrique nació en Sevilla el 13 de enero de 1333 y -cómo era el conde de Trastámara- su dinastía se nombró Trastámara. Era el tercer hijo natural —tras Pedro y Sancho— de Alfonso XI y de su amante Leonor de Guzmán. Pedro López de Ayala decía que “fue pequeño de cuerpo, pero bien fecho, é blanco é rubio, é de buen seso é de grande esfuerzo, é franco, é virtuoso, é muy buen rescebidor é honrador de las gentes”. Su padre le concedió, en el año 1335, los señoríos de Cabrera y de Ribera, situados en el norte de León. En su niñez, Enrique fue prohijado por el magnate Rodrigo Álvarez de las Asturias. En ese mismo año Enrique recibió el solar de Noreña y las pueblas de Chillón, Allende y Gijón, todas en Asturias. En 1338 se le otorgó el infantazgo del valle del Torío. En 1345, Rodrigo Álvarez de las Asturias otorga a Enrique el título de conde de Trastámara así como de Lemos y de Sarriá.

 
En plena adolescencia contrajo matrimonio (1350) con Juana Manuel, hija del famoso infante y escritor Juan Manuel, que le dio a su sucesor Juan I; a la infanta Leonor, esposa de Carlos III de Navarra; y a la infanta Juana, que falleció prematuramente. Enrique II tuvo numerosos hijos naturales que enlazaron con los principales linajes castellanos de la época. Incluso uno de sus bastardos, Alfonso Enríquez, fue el tronco del linaje de los Enríquez y de los Noreña.
 
Enrique de Trastámara confabuló desde joven contra su hermanastro Pedro I, rey de Castilla. Consiguió afianzarse, definitivamente, en el trono en marzo del año 1369 en la localidad manchega de Montiel cuando asesinó a Pedro I. López de Ayala lo contó así: “firiólo con una daga por la cara; é dicen que amos á dos, el Rey Don Pedro é el Rey Don Enrique, cayeron en tierra, é el Rey Don Enrique le firió estando en tierras de otras feridas. E allí morió el Rey Don Pedro á veinte é tres de marzo deste dicho año; é fue luego fecho grand ruido por el Real diciendo que se era ido el Rey Don Pedro del castillo de Montiel, é luego otra vez en como era muerto”.
 
Enrique II debía justificar el magnicidio y, para ello, puso en marcha su propia “máquina del fango” como si fuese un gobernante del siglo XXI -nada nuevo bajo el sol-. El ejemplo más extremo fue decir que Pedro I no era hijo de Alfonso XI y de María de Portugal sino de un judío llamado Pero Gil, de donde deriva el término de “emperogilados” con que se denominará a los partidarios de Pedro. El argumento se difundió, por el país, con más ramificaciones diciendo que, cuando en el año 1334 dio a luz la reina María de Portugal otra niña, se decidió cambiarla por un niño. Mentir a favor del gobernante siempre es premiado… y es más seguro. Por si fuera poco, se buscó dar más paladas de tierra a la memoria del muerto divulgándose la falta de legitimidad de ejercicio de Pedro I. Esto podía leerse en un documento de la cancillería trastamarista del año 1366: “Ca aquel malo destruydor de los regnos e de nos por los sus pecados malos que el fizo con derecho perdió los regnos”. Pedro es un tirano que actúa contra la Iglesia y apoya a musulmanes y judíos. Que quede claro a todo el mundo.

 
Quizá hacía esto Enrique para mostrar que los judíos apoyaban a Pedro I; para convertirlos en chivo expiatorio de los daños que producía la guerra civil; o para ganar adeptos a su causa entre los perjudicados por los hebreos. En la primavera del año 1366 el Trastámara tomó duras medidas económicas contra las juderías de Burgos y de Toledo. Paralelamente, sus tropas cometieron numerosas tropelías contra los hebreos de las tierras burgalesas y palentinas. Demostrando que había sido una actitud populista y táctica, Enrique II cambió de opinión y designó a un hebreo, Yuçaf Pichon, almojarife mayor de su hacienda a pesar de que los judíos habían procurado una importante hueste a Pedro en la batalla de Montiel. Pero, cómo los políticos demagogos de la España del siglo XXI, la acción emprendida por el pretendiente Enrique cogió velocidad en las clases populares. Los procuradores del tercer estado en las Cortes de Toro, en el otoño del año 1371, pidieron que los judíos, entre otras cosas, “biviesen señalados e apartados de los cristianos [...] e que troxesen señales [...] e que non oviesen ofiçios ningunos [...] nin fuesen arrendadores de las nuestras rentas [...] nin troxiesen tan buenos paños [...] nin cabalgasen en mulas [...] et que pues ellos avían de bevir por dar fe e testimonio de la muerte de nuestro señor Jesu Cristo [que vivan como en otros reinos en que hay judíos] [...] e que ningunos [...] oviesen nombres de cristianos”.

Enrique II de Castilla.
 
Enrique II ya era rey de Castilla y León, aunque aún subsistían focos partidarios del rey Pedro I, como los de Carmona y Zamora, así como algunas zonas de Galicia. También Ciudad Rodrigo y Valencia de Alcántara. El primer éxito militar de Enrique II, después de los sucesos de Montiel, fue la entrada en Toledo a finales de mayo de 1369. El nuevo rey solo exigió que se le reconociera como tal. Paralelamente se puso en marcha una coalición anticastellana por parte de los restantes reinos hispánicos, a cuyo frente se situó el rey de Aragón Pedro IV, molesto porque Enrique II no le entregó el reino de Murcia. Enrique II, no obstante, se centró en acabar con los últimos fieles a Pedro I.
 
Pero lo gordo le vino al rey por el oeste. Fernando I de Portugal, de 24 años, había subido al trono pocos años atrás e intentó sacar tajada del caos castellano. Fernando era descendiente directo del rey Sancho IV de Castilla y muerto Pedro, al que Portugal había reconocido siempre como rey legítimo, reivindicó el trono. En la primavera de 1370 invadió Galicia, tomó La Coruña y recibió el respaldo de aquellas villas hostiles al Trastámara. Lo que hizo Fernando de Portugal fue una temeridad, factor que apuntaló su sobrenombre de “el Inconsciente”. Castilla acababa de terminar una guerra y sus experimentadas huestes estaban en armas. Enrique llegó a tierras gallegas, cruzó a Portugal, tomó Braga, sitió Guimaraes y volvió a Galicia asolándolo todo a su paso. Mientras tanto su esposa, la reina Juana Manuel, dirigía personalmente el cerco de Zamora. En los inicios de 1371 cayó Zamora, y en el mes de mayo se rindió Carmona. Siendo ejecutados los dos cabecillas de los rebeldes, Martín López de Córdoba y Mateos Fernández de Cáceres. Los últimos paladines de Pedro el Cruel, los caballeros Fernando de Castro y Men Rodríguez de Sanabria, fueron derrotados en el Puerto de los Bueyes, cerca de Lugo, en marzo de 1371. Castro y Rodríguez huyeron a Portugal.

 
Ese año 1371, Enrique II rompió la alianza formada entre los otros núcleos hispánicos, al firmar con Portugal la Paz de Santarém. En 1375, firmaba con Pedro IV de Aragón la Paz de Almazán. El Monarca aragonés no sólo devolvió a Castilla la plaza de Molina, sino que renunció a sus aspiraciones sobre el Reino de Murcia, al tiempo que acordaba que su hija Leonor casase con el príncipe Juan, heredero del Trono castellano. Y, en 1379, se firmó con Navarra la Paz de Santo Domingo de la Calzada.
 
Enrique II mantuvo una alianza con Francia desde el Tratado de Toledo (1368). Castilla estaba interesada en ella para enfrentarse a Inglaterra por razones económicas: los barcos de los puertos cantábricos competían con la marina inglesa en el Atlántico y la lana de la Mesta rivalizaba en los mercados europeos con la lana inglesa. Para ello, Enrique cedió al rey francés una veintena de barcos entre galeras y naos, al mando del almirante genovés Ambrosio Bocanegra, secundado por los capitanes Fernán Ruiz Cabeza de Vaca, Fernando de Peón y Ruy Díaz de Rojas. Llegándose a la victoria de La Rochela (1372). Cuando el conde de Pembroke, dirigente de la flota inglesa, se acercó con sus naves a La Rochela “las doce galeras de Castilla pelearon con él e le desbarataron e prendiéronle a él e a todos los caballeros e omes de armas que con él venían, e tomaron todos los tesoros e navíos que traían”, según Pedro López de Ayala. El 21 de junio los barcos castellanos avistaron a los ingleses. Hubo un cruce de fuego sin consecuencias. Bocanegra decidió retirarse de la bahía. Los ingleses asumieron la cobardía castellana sin darse cuenta que las naos inglesas eran más pesadas y de mayor calado que las galeras castellanas. Así, en la bajamar sólo los castellanos pudieron moverse e imponerse a pesar de su inferioridad numérica. El jefe inglés, Pembroke, no había previsto ese detalle elemental. Fue una escabechina: las lombardas castellanas destrozaron a los inmóviles buques enemigos, que en ese preciso instante descubrieron su trágico error. Todos los barcos ingleses fueron quemados, hundidos o apresados. Pembroke cayó preso junto a medio millar de caballeros y 8.000 soldados.

 
Enrique II pagaba con esta victoria su deuda con el rey de Francia. Ambrosio Bocanegra tuvo un gesto poco frecuente en aquel tiempo: perdonó la vida a los cautivos. Al conde de Pembroke y a setenta de sus caballeros los envió a Burgos, donde el rey esperaba noticias. Acabaron en manos de Bertrand Duguesclin, condestable de Francia, que cobraría el rescate. ¡Otra deuda pagada! La Rochela abrió a los franceses la puerta de La Guyena, donde la posición inglesa se hizo ya insostenible. En 1375 Eduardo III de Inglaterra tenía que firmar el tratado de Brujas por el que renunciaba a casi todas sus posesiones francesas. Mantendría los solares de Calais, Burdeos y Bayona. Castilla demostraba su superioridad naval en el Atlántico y conseguía que los puertos cantábricos florecieran con el comercio de lanas hacia Flandes, hasta el punto de que los mercaderes castellanos instalaron un consulado en Brujas.
 
A Enrique de Trastámara le quedaba un problema por resolver: Juan de Gante, duque de Lancaster, cuarto hijo varón del rey Eduardo III de Inglaterra. Este hombre aspiraba al trono castellano, porque en 1371 había desposado a Constanza de Castilla, hija de Pedro I “el Cruel” y María de Padilla. En 1373 el inglés se dejó caer por Portugal. Al fin y al cabo, Enrique ya era un declarado enemigo de Inglaterra, y más después de la batalla de La Rochela. A las huestes del duque de Lancaster se las verá junto a las del portugués Fernando en su segundo ataque contra Castilla, ya entrado el año 1373. Pero esta tentativa tuvo tan mal fin como la primera.

 
Enrique vio que una alianza entre Portugal e Inglaterra era mala cosa. En los años anteriores, los ingleses, aún fuertes en sus posiciones del sur de Francia, habían podido entrar en Castilla sin mayor obstáculo. A su favor tenían la amistad del rey de Navarra, que les brindaba un estupendo pasillo para pasar tropas desde Francia a La Rioja. ¡Había que neutralizar Navarra! Enrique II concertó el matrimonio de su hija Leonor con el heredero de la corona navarra, llamado Carlos como su padre. El matrimonio se verificó en 1375. Y eso dejó a los ingleses sin pasillo navarro hacia Castilla. Ya ha quedado dicho, sin embargo, que al rey Carlos de Navarra le llamaban “el Malo” por intrigante. El rey de Francia advirtió a Enrique de que Carlos trataría de invadir la ciudad de Logroño. ¿Era cierto? No lo sabremos nunca. El hecho es que Enrique II de Castilla atacó Navarra. Y ganó, porque en aquel momento no había quien detuviera a los castellanos. Carlos “el Malo” tuvo que ceder una buena colección de plazas para obtener la paz de Briones (1379) que consagraba la hegemonía castellana y obligaba formalmente a Navarra a cerrar su espacio a cualquier enemigo de Castilla.
 
En política interior Enrique II necesitó ser generoso con los nobles que le habían ayudado a conquistar el trono. De ahí el apelativo de “el de las Mercedes” que lo que nos muestra es la debilidad del rey. Casi podemos hacer odiosas comparaciones con la España del siglo XXI: cuanto más débil es el gobierno más transferencias hay hacia las oligarquías autonómicas. En ambos casos las concesiones permitieron a la alta nobleza -de entonces y de hoy- hacer frente a sus dificultades. Y, a su vez, las cesiones supusieron merma del patrimonio regio. Enrique II otorgaba, a sus partidarios, señoríos en los que los beneficiarios percibían rentas y ostentaban derechos jurisdiccionales.

 
El rey reformó las estructuras del estado de la Corona de Castilla. En las cortes de Toro de 1369 se aprobó un ordenamiento de la Cancillería que regulaban las tasas que debían de abonarse en el futuro por la expedición de los documentos. Al final de su reinado creó una Casa de Cuentas para controlar la Hacienda y favoreció el Honrado Concejo de la Mesta entre otras reformas. En el año 1371, quedó establecida la Audiencia -el Tribunal Superior del Reino- que estaba constituida por siete oidores, los cuales se reunirían tres días a la semana. Fortaleció, dentro del Consejo Real, a expertos jurídicos que mostraban el deseo de Enrique de profesionalizar la administración regia.
 
Pragmáticamente, estabilizada la situación tras la guerra civil, se acercaron los nobles y los grupos dirigentes de villas y ciudades, unidos por el común interés en la explotación ganadera. Adelantaremos que a finales de siglo Castilla tenía una densa red de señoríos nobiliarios, lo cual significa que la alta nobleza compensaba las pérdidas infligidas en la renta feudal por la crisis a base de apoderarse de las rentas de la monarquía y el campesinado. Los sucesivos reyes de la dinastía Trastámara pudieron sostener esta sangría porque ellos desplazaron hacia abajo la factura de la crisis: lo que perdieron con concesiones a los grandes lo compensaron, merced al apoyo que éstos les dieron, incrementando el tributo de la alcabala, el servicio y el montazgo y obtener de las Cortes la concesión de subsidios extraordinarios.

 
Enrique colocó a sus fieles en los puestos cercanos. Nada que discutir en la tierra donde el presidente del gobierno ha llegado a tener 1.000 asesores puestos a dedo. Esta situación llevó a la desaparición de linajes viejos como los Lara, Haro y Castro; la supervivencia de otros como los Manuel, Cerda, Girón, Guzmán, Mendoza y Manrique; y la aparición de nuevas familias aristocráticas como los Velasco, Álvarez de Toledo, Ayala, Sarmiento, Pacheco y Pimentel. Estos nuevos magnates recibieron inmensas donaciones: villas, tierras, rentas y jurisdicciones a expensas del patrimonio regio, lo cual coincide con el eclipse del antiguo sistema de las behetrías que era un feudalismo socialmente mitigado. Por ejemplo, el arzobispo de Toledo, Gómez Manrique, fue el canciller mayor del Rey; Pedro Fernández de Velasco el mayordomo mayor; Juan Núñez de Villazán el encargado de la justicia mayor de la casa del Rey; y Fernán Sánchez de Tovar el guarda mayor. Destacamos que a los Velasco se les concedió las villas de Briviesca y Medina de Pomar. El rey procuró frenar el daño a la hacienda regia estableciendo normas restrictivas en la sucesión de los mayorazgos. Difícil equilibrio porque las ciudades de mayor empuje económico, que estaban en la meseta y en el valle del Guadalquivir, se manifestaron a favor de la causa de Enrique II.
 
La muestra de la necesidad de apoyos de Enrique II fue la frecuente convocatoria de Cortes. Pedro I sólo las reunió en una ocasión. O no necesitaba su apoyo, o no aguantaba las opiniones diferentes. En eso los “pedros” de la política de hoy son iguales. Las principales sesiones de Cortes del reinado de Enrique II fueron las de Toro de los años 1369, donde se aprobó un ordenamiento de precios y de salarios, y 1371. Posteriormente Burgos fue sede de las Cortes reunidas en los años 1373, 1374 y 1377. Así las cosas, puede afirmarse que en tiempos de Enrique II se dieron importantes pasos en orden al establecimiento en la Corona de Castilla del denominado “estado moderno”.

Sepulcro de Enrique II
 
Enrique II murió, según todos los indicios, el 29 de mayo del año 1379, en Santo Domingo de la Calzada (La Rioja). Tenía cuarenta y seis años y acababa de firmar la paz con Navarra. Dice la tradición que Enrique murió envenenado al calzarse unos borceguíes que le había enviado el rey moro de Granada. Probablemente, la dolencia que hinchó sus pies hasta la muerte fue la gota. La última voluntad de Enrique fue que a su muerte no quedara en Castilla ningún cristiano en cautividad. Eso era tanto como cerrar todas las heridas de los años anteriores. Su defunción, de acuerdo con Pedro López de Ayala, fue “muy plañida de todos los suyos”. Su cuerpo fue trasladado a Burgos, si bien finalmente fue enterrado en una capilla de la catedral de Toledo. El cronista aragonés Jerónimo Zurita dijo de Enrique II de Castilla lo siguiente: “Fue uno de los más señalados príncipes que hubo antes y después, pues por su valor y gran constancia y prudencia conquistó aquel reino; y lo que fue de tener en más, los ánimos y voluntades de sus súbditos, que le amaron y sirvieron como si lo hubiera heredado por legítima sucesión”.
 
Llegaba ahora al trono su hijo mayor, Juan. Pero Castilla ya era otra muy distinta a la que el primer Trastámara recibió.
 
 
 
Bibliografía:
 
“¡Santiago y cierra, España!” José Javier Esparza.
“Historia de castilla de Atapuerca a Fuensaldaña”. Juan José García González y otros autores.
“Atlas de Historia de España”. Fernando García de Cortázar.
“Historia de España. La crisis del siglo XIV. El declive de la civilización medieval y el triunfo de los Trastámara”. Salvat.
www.reyesmedievales.esy.es
 
 

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