Hay dos formas de alcanzar
el poder: la socialmente aceptada y la que obligas a la sociedad a aceptar.
Muchos en Castilla sabían que la acumulación de poder de Pedro y su camarilla
era peligrosa. Eso lo sabían aquellos castellanos y lo sabemos estos
castellanos.
El bastardo Enrique nació
en Sevilla el 13 de enero de 1333 y -cómo era el conde de Trastámara- su
dinastía se nombró Trastámara. Era el tercer hijo natural —tras Pedro y Sancho—
de Alfonso XI y de su amante Leonor de Guzmán. Pedro López de Ayala decía que “fue
pequeño de cuerpo, pero bien fecho, é blanco é rubio, é de buen seso é de
grande esfuerzo, é franco, é virtuoso, é muy buen rescebidor é honrador de las
gentes”. Su padre le concedió, en el año 1335, los señoríos de Cabrera y de
Ribera, situados en el norte de León. En su niñez, Enrique fue prohijado por el
magnate Rodrigo Álvarez de las Asturias. En ese mismo año Enrique recibió el
solar de Noreña y las pueblas de Chillón, Allende y Gijón, todas en Asturias.
En 1338 se le otorgó el infantazgo del valle del Torío. En 1345, Rodrigo
Álvarez de las Asturias otorga a Enrique el título de conde de Trastámara así
como de Lemos y de Sarriá.
En plena adolescencia
contrajo matrimonio (1350) con Juana Manuel, hija del famoso infante y escritor
Juan Manuel, que le dio a su sucesor Juan I; a la infanta Leonor, esposa de
Carlos III de Navarra; y a la infanta Juana, que falleció prematuramente.
Enrique II tuvo numerosos hijos naturales que enlazaron con los principales
linajes castellanos de la época. Incluso uno de sus bastardos, Alfonso Enríquez,
fue el tronco del linaje de los Enríquez y de los Noreña.
Enrique de Trastámara confabuló
desde joven contra su hermanastro Pedro I, rey de Castilla. Consiguió
afianzarse, definitivamente, en el trono en marzo del año 1369 en la localidad
manchega de Montiel cuando asesinó a Pedro I. López de Ayala lo contó así: “firiólo
con una daga por la cara; é dicen que amos á dos, el Rey Don Pedro é el Rey Don
Enrique, cayeron en tierra, é el Rey Don Enrique le firió estando en tierras de
otras feridas. E allí morió el Rey Don Pedro á veinte é tres de marzo deste
dicho año; é fue luego fecho grand ruido por el Real diciendo que se era ido el
Rey Don Pedro del castillo de Montiel, é luego otra vez en como era muerto”.
Enrique II debía justificar
el magnicidio y, para ello, puso en marcha su propia “máquina del fango” como
si fuese un gobernante del siglo XXI -nada nuevo bajo el sol-. El ejemplo más
extremo fue decir que Pedro I no era hijo de Alfonso XI y de María de Portugal
sino de un judío llamado Pero Gil, de donde deriva el término de “emperogilados”
con que se denominará a los partidarios de Pedro. El argumento se difundió, por
el país, con más ramificaciones diciendo que, cuando en el año 1334 dio a luz
la reina María de Portugal otra niña, se decidió cambiarla por un niño. Mentir
a favor del gobernante siempre es premiado… y es más seguro. Por si fuera poco,
se buscó dar más paladas de tierra a la memoria del muerto divulgándose la
falta de legitimidad de ejercicio de Pedro I. Esto podía leerse en un documento
de la cancillería trastamarista del año 1366: “Ca aquel malo destruydor de
los regnos e de nos por los sus pecados malos que el fizo con derecho perdió
los regnos”. Pedro es un tirano que actúa contra la Iglesia y apoya a
musulmanes y judíos. Que quede claro a todo el mundo.
Quizá hacía esto Enrique
para mostrar que los judíos apoyaban a Pedro I; para convertirlos en chivo
expiatorio de los daños que producía la guerra civil; o para ganar adeptos a su
causa entre los perjudicados por los hebreos. En la primavera del año 1366 el
Trastámara tomó duras medidas económicas contra las juderías de Burgos y de
Toledo. Paralelamente, sus tropas cometieron numerosas tropelías contra los
hebreos de las tierras burgalesas y palentinas. Demostrando que había sido una
actitud populista y táctica, Enrique II cambió de opinión y designó a un
hebreo, Yuçaf Pichon, almojarife mayor de su hacienda a pesar de que los judíos
habían procurado una importante hueste a Pedro en la batalla de Montiel. Pero,
cómo los políticos demagogos de la España del siglo XXI, la acción emprendida
por el pretendiente Enrique cogió velocidad en las clases populares. Los
procuradores del tercer estado en las Cortes de Toro, en el otoño del año 1371,
pidieron que los judíos, entre otras cosas, “biviesen señalados e apartados
de los cristianos [...] e que troxesen señales [...] e que non oviesen ofiçios
ningunos [...] nin fuesen arrendadores de las nuestras rentas [...] nin
troxiesen tan buenos paños [...] nin cabalgasen en mulas [...] et que pues
ellos avían de bevir por dar fe e testimonio de la muerte de nuestro señor Jesu
Cristo [que vivan como en otros reinos en que hay judíos] [...] e que ningunos
[...] oviesen nombres de cristianos”.
Enrique II de Castilla.
Enrique II ya era rey de
Castilla y León, aunque aún subsistían focos partidarios del rey Pedro I, como
los de Carmona y Zamora, así como algunas zonas de Galicia. También Ciudad
Rodrigo y Valencia de Alcántara. El primer éxito militar de Enrique II, después
de los sucesos de Montiel, fue la entrada en Toledo a finales de mayo de 1369. El
nuevo rey solo exigió que se le reconociera como tal. Paralelamente se puso en
marcha una coalición anticastellana por parte de los restantes reinos
hispánicos, a cuyo frente se situó el rey de Aragón Pedro IV, molesto porque
Enrique II no le entregó el reino de Murcia. Enrique II, no obstante, se centró
en acabar con los últimos fieles a Pedro I.
Pero lo gordo le vino al
rey por el oeste. Fernando I de Portugal, de 24 años, había subido al trono pocos
años atrás e intentó sacar tajada del caos castellano. Fernando era
descendiente directo del rey Sancho IV de Castilla y muerto Pedro, al que
Portugal había reconocido siempre como rey legítimo, reivindicó el trono. En la
primavera de 1370 invadió Galicia, tomó La Coruña y recibió el respaldo de
aquellas villas hostiles al Trastámara. Lo que hizo Fernando de Portugal fue
una temeridad, factor que apuntaló su sobrenombre de “el Inconsciente”.
Castilla acababa de terminar una guerra y sus experimentadas huestes estaban en
armas. Enrique llegó a tierras gallegas, cruzó a Portugal, tomó Braga, sitió
Guimaraes y volvió a Galicia asolándolo todo a su paso. Mientras tanto su
esposa, la reina Juana Manuel, dirigía personalmente el cerco de Zamora. En los
inicios de 1371 cayó Zamora, y en el mes de mayo se rindió Carmona. Siendo
ejecutados los dos cabecillas de los rebeldes, Martín López de Córdoba y Mateos
Fernández de Cáceres. Los últimos paladines de Pedro el Cruel, los caballeros
Fernando de Castro y Men Rodríguez de Sanabria, fueron derrotados en el Puerto
de los Bueyes, cerca de Lugo, en marzo de 1371. Castro y Rodríguez huyeron a
Portugal.
Ese año 1371, Enrique II
rompió la alianza formada entre los otros núcleos hispánicos, al firmar con
Portugal la Paz de Santarém. En 1375, firmaba con Pedro IV de Aragón la Paz de
Almazán. El Monarca aragonés no sólo devolvió a Castilla la plaza de Molina,
sino que renunció a sus aspiraciones sobre el Reino de Murcia, al tiempo que acordaba
que su hija Leonor casase con el príncipe Juan, heredero del Trono castellano. Y,
en 1379, se firmó con Navarra la Paz de Santo Domingo de la Calzada.
Enrique II mantuvo una
alianza con Francia desde el Tratado de Toledo (1368). Castilla estaba
interesada en ella para enfrentarse a Inglaterra por razones económicas: los
barcos de los puertos cantábricos competían con la marina inglesa en el
Atlántico y la lana de la Mesta rivalizaba en los mercados europeos con la lana
inglesa. Para ello, Enrique cedió al rey francés una veintena de barcos entre
galeras y naos, al mando del almirante genovés Ambrosio Bocanegra, secundado
por los capitanes Fernán Ruiz Cabeza de Vaca, Fernando de Peón y Ruy Díaz de
Rojas. Llegándose a la victoria de La Rochela (1372). Cuando el conde de
Pembroke, dirigente de la flota inglesa, se acercó con sus naves a La Rochela “las
doce galeras de Castilla pelearon con él e le desbarataron e prendiéronle a él
e a todos los caballeros e omes de armas que con él venían, e tomaron todos los
tesoros e navíos que traían”, según Pedro López de Ayala. El 21 de junio
los barcos castellanos avistaron a los ingleses. Hubo un cruce de fuego sin
consecuencias. Bocanegra decidió retirarse de la bahía. Los ingleses asumieron la
cobardía castellana sin darse cuenta que las naos inglesas eran más pesadas y
de mayor calado que las galeras castellanas. Así, en la bajamar sólo los
castellanos pudieron moverse e imponerse a pesar de su inferioridad numérica.
El jefe inglés, Pembroke, no había previsto ese detalle elemental. Fue una
escabechina: las lombardas castellanas destrozaron a los inmóviles buques
enemigos, que en ese preciso instante descubrieron su trágico error. Todos los
barcos ingleses fueron quemados, hundidos o apresados. Pembroke cayó preso
junto a medio millar de caballeros y 8.000 soldados.
Enrique II pagaba con esta
victoria su deuda con el rey de Francia. Ambrosio Bocanegra tuvo un gesto poco
frecuente en aquel tiempo: perdonó la vida a los cautivos. Al conde de Pembroke
y a setenta de sus caballeros los envió a Burgos, donde el rey esperaba
noticias. Acabaron en manos de Bertrand Duguesclin, condestable de Francia, que
cobraría el rescate. ¡Otra deuda pagada! La Rochela abrió a los franceses la
puerta de La Guyena, donde la posición inglesa se hizo ya insostenible. En 1375
Eduardo III de Inglaterra tenía que firmar el tratado de Brujas por el que
renunciaba a casi todas sus posesiones francesas. Mantendría los solares de
Calais, Burdeos y Bayona. Castilla demostraba su superioridad naval en el
Atlántico y conseguía que los puertos cantábricos florecieran con el comercio
de lanas hacia Flandes, hasta el punto de que los mercaderes castellanos
instalaron un consulado en Brujas.
A Enrique de Trastámara le
quedaba un problema por resolver: Juan de Gante, duque de Lancaster, cuarto
hijo varón del rey Eduardo III de Inglaterra. Este hombre aspiraba al trono
castellano, porque en 1371 había desposado a Constanza de Castilla, hija de
Pedro I “el Cruel” y María de Padilla. En 1373 el inglés se dejó caer por
Portugal. Al fin y al cabo, Enrique ya era un declarado enemigo de Inglaterra,
y más después de la batalla de La Rochela. A las huestes del duque de Lancaster
se las verá junto a las del portugués Fernando en su segundo ataque contra
Castilla, ya entrado el año 1373. Pero esta tentativa tuvo tan mal fin como la
primera.
Enrique vio que una alianza
entre Portugal e Inglaterra era mala cosa. En los años anteriores, los
ingleses, aún fuertes en sus posiciones del sur de Francia, habían podido
entrar en Castilla sin mayor obstáculo. A su favor tenían la amistad del rey de
Navarra, que les brindaba un estupendo pasillo para pasar tropas desde Francia
a La Rioja. ¡Había que neutralizar Navarra! Enrique II concertó el matrimonio
de su hija Leonor con el heredero de la corona navarra, llamado Carlos como su
padre. El matrimonio se verificó en 1375. Y eso dejó a los ingleses sin pasillo
navarro hacia Castilla. Ya ha quedado dicho, sin embargo, que al rey Carlos de
Navarra le llamaban “el Malo” por intrigante. El rey de Francia advirtió a
Enrique de que Carlos trataría de invadir la ciudad de Logroño. ¿Era cierto? No
lo sabremos nunca. El hecho es que Enrique II de Castilla atacó Navarra. Y
ganó, porque en aquel momento no había quien detuviera a los castellanos.
Carlos “el Malo” tuvo que ceder una buena colección de plazas para obtener la
paz de Briones (1379) que consagraba la hegemonía castellana y obligaba
formalmente a Navarra a cerrar su espacio a cualquier enemigo de Castilla.
En política interior Enrique
II necesitó ser generoso con los nobles que le habían ayudado a conquistar el trono.
De ahí el apelativo de “el de las Mercedes” que lo que nos muestra es la
debilidad del rey. Casi podemos hacer odiosas comparaciones con la España del
siglo XXI: cuanto más débil es el gobierno más transferencias hay hacia las
oligarquías autonómicas. En ambos casos las concesiones permitieron a la alta
nobleza -de entonces y de hoy- hacer frente a sus dificultades. Y, a su vez, las
cesiones supusieron merma del patrimonio regio. Enrique II otorgaba, a sus
partidarios, señoríos en los que los beneficiarios percibían rentas y
ostentaban derechos jurisdiccionales.
El rey reformó las
estructuras del estado de la Corona de Castilla. En las cortes de Toro de 1369 se
aprobó un ordenamiento de la Cancillería que regulaban las tasas que debían de
abonarse en el futuro por la expedición de los documentos. Al final de su
reinado creó una Casa de Cuentas para controlar la Hacienda y favoreció el
Honrado Concejo de la Mesta entre otras reformas. En el año 1371, quedó
establecida la Audiencia -el Tribunal Superior del Reino- que estaba
constituida por siete oidores, los cuales se reunirían tres días a la semana.
Fortaleció, dentro del Consejo Real, a expertos jurídicos que mostraban el
deseo de Enrique de profesionalizar la administración regia.
Pragmáticamente, estabilizada
la situación tras la guerra civil, se acercaron los nobles y los grupos
dirigentes de villas y ciudades, unidos por el común interés en la explotación
ganadera. Adelantaremos que a finales de siglo Castilla tenía una densa red de
señoríos nobiliarios, lo cual significa que la alta nobleza compensaba las
pérdidas infligidas en la renta feudal por la crisis a base de apoderarse de las
rentas de la monarquía y el campesinado. Los sucesivos reyes de la dinastía Trastámara
pudieron sostener esta sangría porque ellos desplazaron hacia abajo la factura
de la crisis: lo que perdieron con concesiones a los grandes lo compensaron,
merced al apoyo que éstos les dieron, incrementando el tributo de la alcabala,
el servicio y el montazgo y obtener de las Cortes la concesión de subsidios
extraordinarios.
Enrique colocó a sus fieles
en los puestos cercanos. Nada que discutir en la tierra donde el presidente del
gobierno ha llegado a tener 1.000 asesores puestos a dedo. Esta situación llevó
a la desaparición de linajes viejos como los Lara, Haro y Castro; la
supervivencia de otros como los Manuel, Cerda, Girón, Guzmán, Mendoza y
Manrique; y la aparición de nuevas familias aristocráticas como los Velasco, Álvarez
de Toledo, Ayala, Sarmiento, Pacheco y Pimentel. Estos nuevos magnates recibieron
inmensas donaciones: villas, tierras, rentas y jurisdicciones a expensas del
patrimonio regio, lo cual coincide con el eclipse del antiguo sistema de las
behetrías que era un feudalismo socialmente mitigado. Por ejemplo, el arzobispo
de Toledo, Gómez Manrique, fue el canciller mayor del Rey; Pedro Fernández de
Velasco el mayordomo mayor; Juan Núñez de Villazán el encargado de la justicia
mayor de la casa del Rey; y Fernán Sánchez de Tovar el guarda mayor. Destacamos
que a los Velasco se les concedió las villas de Briviesca y Medina de Pomar. El
rey procuró frenar el daño a la hacienda regia estableciendo normas
restrictivas en la sucesión de los mayorazgos. Difícil equilibrio porque las
ciudades de mayor empuje económico, que estaban en la meseta y en el valle del
Guadalquivir, se manifestaron a favor de la causa de Enrique II.
La muestra de la necesidad
de apoyos de Enrique II fue la frecuente convocatoria de Cortes. Pedro I sólo las
reunió en una ocasión. O no necesitaba su apoyo, o no aguantaba las opiniones
diferentes. En eso los “pedros” de la política de hoy son iguales. Las
principales sesiones de Cortes del reinado de Enrique II fueron las de Toro de
los años 1369, donde se aprobó un ordenamiento de precios y de salarios, y
1371. Posteriormente Burgos fue sede de las Cortes reunidas en los años 1373,
1374 y 1377. Así las cosas, puede afirmarse que en tiempos de Enrique II se
dieron importantes pasos en orden al establecimiento en la Corona de Castilla
del denominado “estado moderno”.
Sepulcro de Enrique II
Enrique II murió, según
todos los indicios, el 29 de mayo del año 1379, en Santo Domingo de la Calzada
(La Rioja). Tenía cuarenta y seis años y acababa de firmar la paz con Navarra.
Dice la tradición que Enrique murió envenenado al calzarse unos borceguíes que
le había enviado el rey moro de Granada. Probablemente, la dolencia que hinchó
sus pies hasta la muerte fue la gota. La última voluntad de Enrique fue que a
su muerte no quedara en Castilla ningún cristiano en cautividad. Eso era tanto
como cerrar todas las heridas de los años anteriores. Su defunción, de acuerdo
con Pedro López de Ayala, fue “muy plañida de todos los suyos”. Su
cuerpo fue trasladado a Burgos, si bien finalmente fue enterrado en una capilla
de la catedral de Toledo. El cronista aragonés Jerónimo Zurita dijo de Enrique
II de Castilla lo siguiente: “Fue uno de los más señalados príncipes que
hubo antes y después, pues por su valor y gran constancia y prudencia conquistó
aquel reino; y lo que fue de tener en más, los ánimos y voluntades de sus
súbditos, que le amaron y sirvieron como si lo hubiera heredado por legítima
sucesión”.
Llegaba ahora al trono su
hijo mayor, Juan. Pero Castilla ya era otra muy distinta a la que el primer
Trastámara recibió.
Bibliografía:
“¡Santiago y cierra,
España!” José Javier Esparza.
“Historia de castilla de
Atapuerca a Fuensaldaña”. Juan José García González y otros autores.
“Atlas de Historia de
España”. Fernando García de Cortázar.
“Historia de España. La
crisis del siglo XIV. El declive de la civilización medieval y el triunfo de
los Trastámara”. Salvat.
www.reyesmedievales.esy.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por favor, tenga usted buena educación. Los comentarios irrespetuosos o insultantes serán eliminados.