Que no te asusten ni la letra ni el sendero de palabras pues, amigo, para la sed de saber, largo trago.
Retorna tanto como quieras que aquí me tendrás manando recuerdos.


lunes, 12 de enero de 2015

Gumersindo Gil y Gil: El cacique de Las Merindades.

Cuando la gente joven escucha la palabra cacique la unen, indefectiblemente, a esta otra: Ron. Pero la RAE tiene más acepciones que una mera marca comercial:

1. Señor de vasallos en alguna provincia o pueblo de indios.
2. Persona que en una colectividad o grupo ejerce un poder abusivo.
3. (coloquial) Persona que en un pueblo o comarca ejerce excesiva influencia en asuntos políticos.
4. Mujer del cacique.


Descartemos la primera, segunda y la última que no viene al caso y veamos la vertiente de poder territorial de la tercera. No diré que hoy ya no existan estos caciques pero, intuyo, que no se les llama ya así. Este era un término de finales del XIX y principios del siglo XX para definir la realidad política en España e Iberoamérica.

El caciquismo es una forma de gobernar donde un líder político tiene un dominio total de una sociedad, generalmente rural, expresada como un clientelismo político. Los caciques controlan el voto con lo que pueden negociar y ser la cara del partido afín. Aquí su vida se extendió desde Alfonso XII hasta la dictadura de Primo de Rivera e, incluso, la II República, el franquismo y, tal vez, la democracia de 1978. Además, permitía una alternancia política que la Restauración demandaba.

Cánovas del Castillo y Sagasta 
Debemos comprender que la Constitución de 1876 establecía que la soberanía residía en la nación y, también, en el Rey. Este nombraba al presidente del gobierno pero previamente a las elecciones, que se convocaban tras el nombramiento. Así el papel político de la Corona es fundamental porque es el Rey quien decide el gobierno y no la Nación. Además, esta participación regia será una constante fuente de problemas políticos.

El turnismo culminó con el Pacto de El Pardo (1885) que permitió el acceso al gobierno de los liberales de Sagasta y garantizaba que los cambios de gobierno no alterarían, sustancialmente, lo realizado por los anteriores. Se consiguió estabilidad política hasta la década de 1910 cuando la desaparición de sus principales líderes y intromisión creciente del Rey Alfonso XIII bloquearon el sistema. Evidentemente era un sistema "ligeramente" alejado de la democracia al implicar falsear sistemáticamente las elecciones lo que potenció la desmovilización política del electorado y la separación entre la España oficial y la real (primero se establecía el gobierno y después se celebraban las elecciones). Y, corolariamente, la expulsión del sistema del resto de fuerzas políticas.

Los métodos de manipulación de elecciones fueron múltiples y aplicados según las necesidades. Hasta 1890 el voto era censitario y sólo votaban hombres mayores de edad que pagaran más de 25 pesetas por contribución territorial o más de 50 por la industrial y aquellos que habían obtenido el título de bachiller. Don Gumersindo Gil y Gil, en Las Merindades, lo tenía fácil porque era una zona con bajo número de electores censitarios... ¡Lástima que se presentó a partir de 1891! En este periodo el fraude era menor al no ser necesario corregir los resultados. Con el sufragio universal masculino aumentó la relevancia de los caciques para asegurar el resultado electoral que convenía. Vamos, que se volvieron más poderosos.

Todo empezaba con una crisis del gobierno. Entonces el rey nombraba un nuevo presidente de gobierno, que, a continuación, convocaba la elecciones para ganarlas por una amplia mayoría.

Fase uno: “Encasillado”. El ministro de Gobernación decidía que diputados y de qué partido iban a ser elegidos en cada distrito electoral. Era fuente de fuertes tensiones entre las diferentes facciones de los partidos y los caciques regionales. Se distinguían entre los distritos difíciles o “indóciles”, donde los jefes de los partidos a nivel provincial o local imponían a su candidato al Ministro y los distritos dóciles o “mostrencos”, donde el cacique no tenía peso y en los que el ministro situaba a los “cuneros” (hoy "paracaidistas"). Nuestro Gumersindo siempre se presentó por Villarcayo.



Fase dos. Órdenes. Con la lista de nombres elegidos se transmitían las órdenes al Gobernador de la Provincia y se ponía en marcha la maquinaria de la administración para conseguir ese resultado. Para facilitar la cosa La ley electoral de 1907 permitió, gracias al artículo 29, proclamar diputado sin celebrar elecciones. ¿Para qué molestar a los electores si no pintaban nada en este asunto? Todos sabían que sufragio universal masculino y democracia no eran coincidentes, era el turnismo.

Fase tres. Caciques. Dependiendo de la filiación política del candidato oficial (conservador o liberal) tocaba dar el poder local a los caciques locales correspondientes (si el candidato era conservador tocaba destituir a los alcaldes liberales y sustituirlos por conservadores). se convocaba en la capital a los caciques para darles instrucciones porque era necesario, al menos, un cacique por distrito para el éxito de la mentira.

Fase cuatro. Magia. Los trucos para "ganar las elecciones" eran variados y tenían su puntito de coacción y ceguera del gobierno. Se empezaba con el control del censo electoral (“votaban hasta los muertos”) o la elección del colegio electoral y terminaba con el control directo del proceso de la votación. Se votaba con las papeletas a la vista en urnas o pucheros fácilmente rompibles (origen del término “pucherazos”); escrutinios a puerta cerrada con su falseamiento de actas. En las poblaciones más pequeñas, ámbito rural, donde el poder del cacique era evidente bastaba la presión económica. Muchos electores dependían económicamente del cacique y la compra directa del voto por dinero, comida o pequeños favores a través del ayuntamiento bajo el principio de “al amigo el favor, al enemigo la ley” eran la norma. Claro que en las ciudades grandes y zonas industriales con partidos "extrasistémicos" la presión caciquil era coacción y violencia.


La crisis de la pérdida de las colonias, las críticas continuas del regeneracionismo y la dificultad de implementar el sistema en las cada vez mayores ciudades agotaron el sistema.

A los caciques, realmente señores feudales del cambio de siglo (XIX al XX) nos los imaginamos como grandes terratenientes, que los había, pero también teníamos industriales -pocos-, médicos (Azaña: "los más de los caciques son médicos"), abogados como Gumersindo Gil y Gil, agentes de seguros, tenderos, veterinarios, secretarios de Ayuntamiento, notarios y registradores... Actuaban por sí o como hombres de paja. ¿Qué tenían en común? eran miembros del grupo superior, con posibles, no necesariamente los más ricos aunque, como hoy, si eran espabilados.


En el siglo XIX para dedicarse a la política se necesitaba algo más que dinero: cualificación. La formación y la cultura no eran accesibles a la mayoría en un país de analfabetos pero sí a las capas superiores de la clase media que aprovechaban las oportunidades que ponía a su alcance el Estado. Los profesionales, especialmente los abogados estaban más preparados que los meros rentistas para ejercer influencia y constituirse en patronos sirviéndose de los recursos de la administración.

Y a Las Merindades les tocó uno: Don Gumersindo Gil y Gil-Maltrana (Gumersindo Gil y Gil), abogado. Nació en Vivanco de Mena en 1857, lugar donde permaneció su casa solariega, y cursó estudios de derecho en la Universidad Central de Madrid. Tras su formación ejerció brevísimamente la abogacía y afinó sus objetivos.

Se afilió al partido conservador y representó al distrito de Villarcayo en la diputación provincial de Burgos durante ocho años. Pasado ese tiempo obtendrá su acta de diputado por la circunscripción de Villarcayo desde 1891 hasta su muerte en 1918. También es cierto que algún de esas veces fue elegido gracias al artículo 29.


Fue el típico lobbista del siglo XIX -cómo hemos comentado-, centrándose en estos oficios hasta que fue nombrado director general de Comercio, Industria y Navegación en el año de 1911 bajo las órdenes del gobierno del señor Dato y el apoyo de Sánchez de Toca. Fue dimitido a causa de los acuerdos, ¡tan propios de la restauración! entre los dirigentes políticos. Se le sustituyó por el exdiputado D. Nicanor de las Alas Pumariño, maurista.

Nuestro hombre dejó caer que había sido obligado a dimitir, para atender a otras combinaciones políticas. Claro que, en aquellos tiempos, eso no podía aducirse dada la preclara entrega de los representantes políticos. Por ello, se comentó que, a pesar del apoyo del Sr. Dato, Gil y Gil "hubo de renunciar, a los pocos meses de ocupar el cargo, por haber sido atacado de una gravísima enfermedad que le tuvo al borde del sepulcro" (La Correspondencia de España).

Aun así, o como maledicente coincidencia, Gumersindo padeció una "cruel dolencia" que le fue apartando de la vida pública (que no de sus cargos). Fue presidente de la Cámara de la Propiedad Urbana de Madrid y del centro burgalés de Madrid hasta sus muerte.

Y mantuvo, como no podía ser menos, a sus enemigos por causas políticas. En este sentido destacamos a don Estanislao María de Aguirre que, en 1916, fundó "Amania" creada para atacar a Gumersindo. Esta publicación llevó a juicio a Estanislao María que fue condenado a pagar una multa considerable por las denuncias que le interpuso Gil y Gil debido a los artículos injuriosos aparecidos en ella. Finalmente se cerró la revista que reapareció como "Amania Nueva", dirigida por Pérez Piñar a partir del 1 de noviembre de 1916.


Aunque "la auñamendi" dice que Estanislao María "funda y dirige "Amania", otro panfleto creado por encargo, en este caso "para defensa de los intereses del distrito de Villarcayo contra el cacique del Valle de Mena don Gumersindo Gil. ¿Quién es Sánchez?, se dice el libelista.Sánchez es algo más que un fantasma, es la sombra de la realidad, delatora del malhechor, guardia y guía de la honradez. Pero poco después Gil compra a Sánchez por cinco mil pesetas, que es el precio que Estanislao María de Aguirre pone a la cabecera del panfleto". En esta versión no hay rastro de proceso judicial ni de multa.

Pero también recibió untuosos halagos como reflejaba el periódico EL GLOBO en su edición del 1 de septiembre de 1808:

Errata de LA CRUZ

"Nuestro distinguido amigo el diputado á Cortes por Villarcayo, don Gumersindo Gil y Gil, está siendo objeto de grandes manifestaciones de afecto por parte de sus electores, como muestra de agradecimiento á los trabajos que realiza en bien da su distrito y de la provincia de Burgos en general. Recientemente ha sido declarado «hijo adoptivo» de Medina de Pomar, cuyos vecinos le han hecho un valioso regalo, consistente en magnífica placa de plata con letra ó incrustaciones de oro, en la cual se lee la siguiente inscripción: «Al Ilmo. Sr. Don Gumersindo Gil y Gil, diputado á Cortes por este distrito de Villarcayo, la ciudad de Medina de Pomar, agradecida á la importantísima concesión de la carretera de Horca de Poveda (¿?) á esta localidad, que por su valiosísima influencia acaba de conseguir, tiene el alto honor de declararle Hijo adoptivo de esta población y dedicarle este humilde y expresivo recuerdo de gratitud, por aclamación del Ayuntamiento en sesión ordinaria celebrada el día 11 de Julio de 1908. El alcalde presidente, Francisco Angulo".

Por cierto este párrafo nos permite ver todos los males del caciquismo y que comentamos en esta entrada.

Tras fallecer en su casa de Madrid el 25 de septiembre de 1918 por una afección de hígado (¿la enfermedad que le apartó de la política?) la prensa se prodigará en condolencias a su hermano lo que nos lleva a pensar que Gumersindo permaneció soltero o viudo sin hijos.


¿Y después? Tras la muerte del cacique el distrito de Villarcayo cayó en manos de la oligarquía vizcaína y del marqués de Arriluce Ibarra, don Fernando Ibarra de la Revilla que fue el elegido en las tres últimas elecciones de la Restauración.

Bibliografía:

(Caciquismo y política de clientelas en la España de la restauración) Javier Moreno Luzón
Periódico EL LIBERAL
Periódico EL GLOBO
El Año Político, 1914.
"Estanislao María de Aguirre: crítico de arte y defensor del arte moderno". Andere Larrinaga Cuadra
Periódico EL DEFENSOR DE CORDOBA
"Historia de España" de Salvat
Enciclopedia Auñamendi
Periódico EL IMPARCIAL
Periódico LA CORRESPONDENCIA DE ESPAÑA
"El poder de la influencia: geografía del caciquismo en España (1875-1923)" José Varela Ortega.
Fotos antiguas de Mena.
Periódico LA CRUZ

Anexos:

Los órganos de poder en la España de la restauración.

El ayuntamiento caciquil.
Imprescindible para el poder del cacique. Durante la Restauración, el alcalde desempeñaba la doble función de representante del Estado en el municipio y de órgano ejecutivo del Gobierno local. Elegido, como hoy, por los concejales y entre los concejales, por lo que era esencial vencer en las elecciones municipales, pero a la vez estaba sometido a las órdenes del Gobernador Civil, que se encargaba de organizar los comicios en la provincia y utilizaba como un arma política la destitución de concejales y alcaldes y su sustitución por elementos adictos al Gobierno. El alcalde desempeñó un papel fundamental en las elecciones hasta 1907, ya que presidía la Junta municipal del censo y la mesa electoral. Además, los ex-alcaldes eran vocales natos de junta del Censo.

El arbitrario e inmenso poder que ejercía el ayuntamiento se ve en sus competencias: redacción del padrón y los amillaramientos; la recaudación de los impuestos; elaboración de la lista de quintos de acuerdo con el cupo correspondiente y designando a los exentos; funciones de policía y guardería rural; obras de interés general; supervisión de los servicios sanitarios, de instrucción pública y de beneficencia (en especial el Pósito); reparto del uso de bienes comunales; y supervisión de los contratos y las actividades comerciales y productivas.


No olvidemos al secretario municipal quien gobernaba los arcanos burocráticos Toda la administración pasaba por sus manos. Era secretario de la Junta Municipal del Censo, y el encargado en la práctica de renovar y custodiar las listas. Pero las ventajas que le daba su competencia estaban amenazadas por la política, ya que su puesto pendía de la voluntad del municipio. Hasta 1916, tras asambleas y protestas, los secretarios no consiguieron un reglamento que los organizara como un cuerpo profesional.

Por último convenía a la facción política controlar a jueces y fiscales municipales. El Juzgado Municipal tenía competencias sobre incumplimiento de las ordenanzas, faltas de orden público, de imprenta y contra la propiedad. En lo civil, poseía jurisdicción sobre litigios entre arrendadores y arrendatarios, prestamistas y prestatarios, e intervenía en actos como hipotecas, desahucios y embargos. Celebraba juicios de conciliación e iniciaba los trámites para contenciosos que se resolvieran en instancias superiores. Con respecto a las elecciones, se ocupaba de actualizar el registro civil y por tanto de informar sobre altas y bajas en el censo. Desde la Ley electoral de 1907, en ausencia de una Junta Local de Reformas Sociales, sólo constituida en las poblaciones mayores, el juez presidía la Junta Municipal del Censo Electoral. La manera de designar a los ocupantes de estos puestos daba pábulo a manipulaciones políticas sistemáticas. El nombre definitivo era elegido por la Audiencia Territorial de entre una terna propuesta por el juzgado de partido. Y esa terna estaba formada por componentes de la clientela del político que dominaba la mayoría de los pueblos, siempre que contase en esa ocasión con el beneplácito gubernamental.

Las Diputaciones Provinciales:
La estructura del Estado le otorgaba amplias facultades de control sobre los Ayuntamientos: de acuerdo con el Gobernador, aprobaba las detenciones de alcaldes y entendía de recursos sobre los padrones; podía enviar delegados a inspeccionar los servicios y las cuentas de los municipios, que necesitaban su aprobación y si incumplían las condiciones exigidas eran objeto de multa. En su seno, la Comisión Provincial, constituida en sesión permanente, asesoraba al Gobernador y conocía de los contenciosos provocados por las elecciones municipales, que podían desembocar en la incapacitación de concejales. El arma más poderosa con que contaba la Diputación era el cobro del contingente provincial, su más substanciosa fuente de ingresos, repartida entre todos los pueblos en función de sus cuotas impositivas. Este se convirtió en la principal causa de queja por parte de las autoridades locales. Los problemas para hacerlo efectivo eran crónicos, y, a menudo, el único punto en el programa electoral de los diputados provinciales cuando iban de campaña era su reducción. Si el contingente era arrendado, las amenazas de efectividad alertaban a los alcaldes y la protesta hacía peligrar la estabilidad del gobierno provincial y de sus ocupantes.


El reparto de favores políticos desde la Diputación tenía otros campos predilectos, que afectaban a toda la provincia. El empleo en primer lugar: las oficinas del organismo y los servicios dependientes (como los de construcción de caminos vecinales, la imprenta o los establecimientos de beneficencia) proporcionaban a los patronos la capacidad para distribuir algunos trabajos, desde oficial de la Secretaría hasta capataz de obra. La Comisión Mixta de Reclutamiento y Reemplazo, compuesta por diputados y militares desde 1896, revisaba los expedientes de exclusión del servicio, una de las solicitudes más frecuentes de los caciques rurales. La beneficencia provincial, que se llevaba una gran parte del presupuesto de la Diputación, repartía socorros de lactancia, un arma política de primera magnitud. No resultaba extraño que los programas anticaciquiles incluyeran entre sus demandas la desaparición de las Diputaciones

Los Gobernadores Civiles.
El Gobernador Civil ha sido señalado, ya desde los escritos de Joaquín Costa, como la pieza maestra del engranaje caciquil. En el siglo XIX, con el significativo nombre de jefe político, este delegado del Gobierno en las provincias fue encargado de servir de gozne entre Madrid y la periferia, dentro de la estructura centralizada del Estado liberal. Encabezaba las delegaciones estatales, presidía la Diputación y supervisaba la gestión de los Ayuntamientos. Una de sus tareas básicas era la organización de las elecciones, a las órdenes del Ministro de la Gobernación, que a través suyo adaptaba la voluntad gubernamental a la realidad del poder local. Disponía para ello del poder para imponer multas y suspender a los Ayuntamientos por haber cometido irregularidades Dado el caos que presidía la Administración en los pueblos pequeños, siempre había alguna excusa para actuar en caso de rebeldía política.

De cualquier modo, tenía la facultad de enviar delegados a los municipios cuando detectaba problemas, y durante las elecciones lo hacía, en teoría para velar por el orden público y la pureza del proceso, pero en la práctica para actuar a favor del candidato que contaba con el apoyo oficial. Sus poderes podían convertir a esta figura en un enemigo temible de las clientelas políticas.

En lugar de un funcionario de carrera, como en Francia o en Italia, se trataba de un hombre del partido gobernante, reclutado siguiendo criterios de fidelidad política. Además, el desarrollo de las redes caciquiles hacía que su nombramiento dependiera del beneplácito de los mandarines provinciales más poderosos, y que, si se atrevía a enfrentarse con los caciques de la zona, fuera despedido.

El Parlamento.
Las Cortes sufrieron el predominio de la representación de los intereses privados de los caciques y sus clientes, mezclados con los intereses localistas, en detrimento de los generales. Un mundo que hoy denominaríamos como exclusivamente lobbista. Los cronistas parlamentarios dejaron comentarios sobre sesiones en las que se sucedían interminables preguntas de diputados interesados por asuntos exclusivamente locales. Pero el diputado, tras preguntar por lo suyo, permanecía mudo en el hemiciclo y se dedicaba a recorrer ministerios para "dar la lata" con sus expedientes o los de los clientes del distrito, recogiendo las credenciales que le corresponden en el reparto del Presupuesto, gestionando nombramientos de alcaldes, traslados de jueces, sobreseimientos de causas, indultos de penados,...

Canalejas

El papel del Parlamento como centro de negociación de demandas clientelistas dificultaba enormemente su función legislativa. Las partidas presupuestarias y las subvenciones resultaban de difícil aprobación. La relevancia de este problema puede ser ejemplificada por las famosas "carreteras parlamentarias", que ocupaban el tiempo de comisiones sin cuento y formaban el grueso de los proyectos de ley aprobados en cada legislatura, gracias a constituir un recurso fácilmente accesible para la concesión de favores.

Una de las consecuencias más graves que tuvo la influencia caciquil en las Cámaras fue la obstaculización de las reformas fiscales, un elemento imprescindible, y aplazado eternamente, para avanzar hacia la modernización del Estado español. A propósito de ello, puede decirse que "la pervivencia del caciquismo impedía el establecimiento de un sistema tributario más técnico, centrado en un impuesto sobre la renta, o la formación de un catastro de la riqueza rústica. Ambos restringirían la manipulación de las contribuciones, lo que reduciría el margen de acción de los caciques y, además, les obligaría a pagar más impuestos. No es de extrañar, por tanto, la oposición a los proyectos de renovación fiscal, que impidió que España contase con un sistema impositivo moderno en las primeras décadas del siglo XX.

Las iniciativas parlamentarias que tenían una lectura exclusivamente localista dominaron apartados enteros de la actividad de los representantes en Cortes, como las preguntas y ruegos al Gobierno. Los proyectos presentados por el ejecutivo, de carácter general, contrastaban con las propuestas de los diputados, referidas en su mayoría a asuntos particulares. Parte de las intervenciones respondía a un trasfondo de intereses privados, del diputado o de alguno de sus amigos políticos. Las concesiones de pensiones, o de la explotación de un ferrocarril secundario, tenían destinatarios concretos. Junto a los temas locales, aparecían con frecuencia los relacionados con la profesión o la especialidad de los elegidos. El cariz de la actuación de cada uno estaba relacionado con su ambición y sus cualidades, pero también con su posición en el partido, las exigencias de su jefe político y el carácter, más o menos movilizado, de la zona que representaba.

La falta de eficacia en la toma de decisiones, dificultada por las rivalidades políticas, se completaba con la falta de efectividad en su puesta en práctica. Los burócratas encargados de ello eran reclutados por medio de criterios particularistas y no exclusivamente por la valoración de los méritos y capacidad para desempeñar su trabajo. El final de las cesantías, que habían marcado la imagen de la Administración durante el siglo XIX, supuso sin duda un avance considerable en la modernización del Estado durante este período, pero los gobernantes siguieron disponiendo de un amplio margen de acción para colocar a sus seguidores. Por otro lado, la mediatización clientelista de los actos administrativos, sobre todo de los que dependían de los Ayuntamientos y Diputaciones, hacía que estuvieran caracterizados por la corrupción, la ineficiencia y el despilfarro de los recursos públicos.


La unión de la ilegitimidad de origen que implicaba el falseamiento electoral con la relativa ineficacia del Parlamento coadyuvaron a la pérdida de credibilidad del régimen parlamentario. A pesar de las distinciones que hacían los intelectuales reformistas entre democracia y caciquismo, términos en lo esencial contradictorios, la desconfianza generalizada en las instituciones y en quienes las dirigían acabaron socavando el sistema liberal, en el que parecían no creer ni sus protagonistas. El propio Maura afirmaba dolido tras el golpe de Estado de 1923 que "la hediondez de la putrefacción política infestaba de tal modo la atmósfera gubernamental, en ciudades, pueblos y aldeas, que pese a la grande, inmensa, estupenda indiferencia pública, y tal vez merced a esta circunstancia negativa, pudo caer sin trastornos un edificio con los cimientos destrozados".

Ley electoral 8 de Agosto de 1907
Art 29: "En los distritos donde no resultaren proclamados candidatos en mayor número de los llamados á ser elegidos, la proclamación de candidatos equivale á su elección y les releva de la necesidad de someterse á ella. La Junta provincial ó municipal, en sus respectivos casos, una vez terminada la proclamación de candidatos en toda la provincia, ó del término municipal, si se tratase de elegir Concejales, declarará, por órgano del Presidente, que no habiendo mayor número de candidatos que el de elegibles en tal distrito, se proclaman definitivamente elegidos los candidatos.

Por virtud de esta declaración se expedirá á los interesados las oportunas credenciales, sin perjuicio de extender y firmar todos los miembros de la Junta por duplicado un acta de la sesión. Se remitirá á la Junta Central del Censo un ejemplar, y el otro se archivará en la Junta provincial, en las elecciones de Diputados á Cortes. En las municipales, un ejemplar se remitirá á la Junta provincial y el otro se archivará en la municipal.

En el caso de que el número de candidatos fuese menor que el de vacantes, se reputarán electos los proclamados y se cubrirán los restantes puestos votando los electores en los términos prescritos en el art. 21.

La proclamación como elegidos en la forma á que se refiere el presente artículo, se publicará en todo caso y sin demora en el Boletín Oficial de la provincia ó en la parte exterior de los colegios electorales cuando se trate de Concejales, á fin de que los electores y las Mesas sepan que no habrá votación en el distrito respectivo.

La circunstancia de no ser candidato proclamado no obsta á la posibilidad de ser elegido si se verificara la elección".

En Las Merindades se aplicó los años 1910, 1914, 1916 y 1920.



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