Que no te asusten ni la letra ni el sendero de palabras pues, amigo, para la sed de saber, largo trago.
Retorna tanto como quieras que aquí me tendrás manando recuerdos.


domingo, 1 de abril de 2018

Una mala elección.



Volvemos a las clases de historia de Castilla. Dejábamos a Almanzor tomando el poder en Córdoba. Un golpe palaciego para saltarse las normas y dominarlo todo. Hoy diríamos un “autogolpe”. Su dictadura militar daría muchos problemas a los cristianos norteños. Le apoyaron las masas populares y los alfaquíes, es decir, los doctores de la jurisprudencia islámica que otorgaban la legitimidad que Almanzor no tenía. ¿Problema? Para seducirlos fue cruel y bárbaro. O, tal vez, era así el muchacho.

Este perfil aterrador se comprobó en 979 cuando desbarató una conjura promovida por un grupo de militares, funcionarios y jueces para colocar a otro nieto del califa Abderramán III, llamado igualmente Abderramán en su lugar. Almanzor lo mandó asesinar. Después, hizo crucificar en público al principal cabecilla de la conjura, un tal Abd al-Malik. Y la misma suerte corrieron todos los que le pareció que andaban metidos en aquel fregado.

Hizo evidente su poder sobre sobre Hisham II cuando expurgó la biblioteca de Alhakén. Encargó a teólogos de su círculo íntimo entresacar los libros de ciencias antiguas que trataban de lógica y astronomía. Salvó los libros de medicina y aritmética. La destrucción de la biblioteca de Alhakén reportó a Almanzor no sólo el aprecio de los alfaquíes, sino también el de las masas de Córdoba, que veían estos gestos como manifestaciones de piedad religiosa.


¿Quedaba alguien que estorbara en el camino de Almanzor? Sí, ahora tocaba librarse también del general Galib, su suegro. ¡¿Y eso?! El veterano general eslavo tenía cerca de ochenta años. Popular pero anciano. Sin embargo, Galib representaba el viejo orden califal. Y, por eso, un hombre fiel al califa. Esa vieja aristocracia militar sabía que Almanzor era la ruptura del orden tradicional. Ante ello, el caudillo ascendente desactivó las resistencias militares: sustituyó a buena parte de los jefes árabes y eslavos por nuevos oficiales, en su mayoría bereberes que él mismo había traído del norte de África.

En algún momento entre los años 980 y 981, las relaciones entre Galib y Almanzor cascaron. Y entonces Galib pidió ayuda a... ¡los castellanos! A grandes males, grandes remedios. El anciano había visto cómo Almanzor eliminaba a sus rivales, incluso a aquellos que un día habían sido sus aliados. Entendió que corría peligro.

Medinaceli

Es así como el gobernador moro de Medinaceli contacta con García Fernández, conde de Castilla. ¿Qué pactaron? Ni idea, pero está clara la enorme importancia de aquel paso para la situación estratégica general. Medinaceli era clave en el dispositivo militar de Córdoba, aseguraba la comunicación entre la capital del califato y Zaragoza y taponaba la expansión castellana por el sur y el este. García Fernández entendía la trascendencia del negocio. El conde de Castilla había atacado sin cesar las posiciones moras en Deza, en Sigüenza, en Atienza, en Barahona… Las posiciones que Galib controlaba. Pero ahora podían convertirse en compañeros de cama y, para Castilla, era muy goloso.

Sabiendo que el asustado León no cedería tropas, García Fernández pidió ayuda a Pamplona. Así comparece también en el campo de batalla Ramiro Garcés, el hermano del rey Sancho Abarca. La coalición es fuerte. Su objetivo: empujar la frontera musulmana hacia el sur, más allá de Atienza. La posición de Atienza, en el norte de Guadalajara, era de gran importancia para Castilla. Plantar allí una fortaleza bien defendida permitiría asegurar una enorme extensión de terreno para la repoblación: desde el cauce del Duero en Gormaz hasta las sierras del Sistema Central. Desde mucho tiempo atrás, Atienza había conocido la visita de las armas cristianas. Si permanecía en manos musulmanas era, precisamente, por el buen dispositivo de defensa que había organizado Galib.

Castillo de Atienza.

Un cupón no: ¡Un cuponazo! Por su parte, a Almanzor la deserción le daba la oportunidad de machacar a Galib. Esta vez puso toda la carne en el asador. Movilizó a un ingente ejército y llevó consigo a sus mejores generales: Yafar ben Alí ben Hamdún, Abu Ahwas Man ben Abdelaziz, Hassán ben Ahmad ben Abdalwudud... Los moros salieron al encuentro de la coalición en el castillo de San Vicente, cerca de Atienza. Era el 10 de julio de 981.

Los coaligados -Castilla, Pamplona y Medinaceli- hicieron frente a la acometida musulmana. Pero, de pronto, las huestes de Galib flaquearon y abandonaron la lucha. Castellanos y pamploneses quedaron solos ante la ola berebere de Almanzor. Un desastre. A Ramiro, el navarro, las fuentes moras le dan por muerto aquí (las fuentes cristianas, no). El propio García Fernández resultó herido. ¿Qué había pasado? ¡A Galib se le había ocurrido morirse! El caballo se encabritó, el anciano no pudo dominarlo; y se golpeó la cabeza contra el arzón de la silla. Cayó desplomado. Y sus soldados se largaron.


Almanzor decapitó en cadáver del anciano y envió la cabeza a su esposa Asmá, la hija del general. Después mandó que la cabeza de Galib fuera expuesta en el palacio de Córdoba. Había eliminado a Galib y el viejo orden califal.

¿Y León? Si creen que el rey de León miraba tranquilo los toros desde la barrera…Un ejército moro, por supuesto siguiendo órdenes de Abu Amir, avanzaba por el oeste en tierras de León al mando del general Abdalá con la caballería de Toledo, los jinetes de Córdoba y un cuerpo de infantería.

Ramiro III de León.

Su objetivo: Zamora. Los moros llegaron hasta sus murallas. Asediaron la ciudad. Sucumbió. Fue saqueada con todas las aldeas de los alrededores y todas las iglesias y monasterios que fueron incendiados. Abdalá volvió a Córdoba con cuatro mil cautivos para el mercado de esclavos de la capital. La destrucción de Zamora era más de lo que el Reino de León podía tolerar. Y así la corte de Ramiro III, que muy pocos meses antes había negado refuerzos a García Fernández por miedo de provocar a Córdoba, cambió súbitamente de política. García Fernández tenía razón: había que darla batalla. Habría alianza contra Almanzor.

Zamora.

Ese verano de 981 Ramiro III, el conde de Castilla y el rey Sancho de Navarra se alían. Y Almanzor lanzará a su ejército. El escenario: Rueda, en Valladolid, al sur de Tordesillas. Otros autores dicen que la Roda de las crónicas no es la Rueda vallisoletana, sino Roa, en Burgos. Tengamos en cuenta que las campañas de Almanzor nos han llegado como escuetas menciones sin orden cronológico.

El dictador de Córdoba buscaba desmantelar la línea de repoblación cristiana en el Duero. Después de destruir Salamanca, Cuéllar, Ledesma y Zamora, nada más lógico que buscar a los cristianos en el núcleo mismo de su línea fundamental, en el Duero medio. Y nada más natural que emplear para ello al grueso de su enorme ejército, muy bien pertrechado y generosamente pagado. Unos setenta mil hombres.

Del curso de la batalla de Rueda sólo conocemos su resultado. Las líneas cristianas quedaron desarboladas por la superioridad numérica sarracena. Las huestes de Ramiro III de León, Sancho Abarca de Navarra y el conde García Fernández de Castilla no tuvieron la menor oportunidad. Tan quebrantadas quedaron las tropas cristianas que Almanzor, una vez deshecho el frente enemigo, se aplicó a explotar el éxito con un objetivo estratégico de primera magnitud: Simancas, la gran vigía de la repoblación hacia los campos de Valladolid y Salamanca, la guardiana del camino hacia León.


Aun dentro de la bruma cronológica y geográfica de estos hechos, conocemos algunos datos del asedio de Simancas. Dice la crónica mora que Almanzor conquistó Simancas por la fuerza el mismo día que acampó ante ella. Arrasó sus murallas y destruyó la ciudad tomando cautivos a sus habitantes y regresando con diecisiete mil cautivas. Aquí realizó tan gran matanza entre los cristianos que las aguas del río se tiñeron de rojo por la sangre vertida. Gran matanza, en fin. ¿Tanto? Seguramente, no. Es inimaginable que en Simancas y alrededores hubiera 17.000 mujeres a las que poder capturar.

Téngase en cuenta que una ciudad como Zamora, que era una gran ciudad, no acogería en la época a más de mil habitantes. Pero que hubo batalla en Simancas, y con victoria de Almanzor, eso es indudable. Un documento de Santiago de Compostela describe la toma de Simancas con acentos muy semejantes a los de la crónica sarracena. La defensa de Simancas pudo ser tenaz, pero estaba condenada de antemano al fracaso. El jefe de la plaza era un noble llamado Nepociano Díaz que murió en la defensa. Otro de los defensores, un zamorano llamado Sarracino lohannis, fue capturado vivo. Conducido a Córdoba, estuvo en prisión dos años y después fue decapitado junto a los demás cautivos de Simancas. La vieja plaza que había visto la gran victoria de 939 cayó ahora sin remedio ante un enemigo imbatible. Parece que Almanzor consideró incluso la posibilidad de seguir camino hasta la mismísima ciudad de León, pero una tormenta de viento y nieve frustró el proyecto.

Conde García Fernández.

Las consecuencias políticas de la doble derrota de Rueda y Simancas fueron enormes. En Castilla: los colonos abandonaron las avanzadillas de Atienza y Sepúlveda y se replegaron hacia la línea del Duero. Quedaba deshecho el trabajo de más de medio siglo de reconquista. Permanecieron, según parece, numerosos colonos desperdigados por la zona, e incluso algunos núcleos de población estable, pero el condado de Castilla perdió cualquier control político sobre la región.

También hubo consecuencias políticas -evidentemente, de signo contrario- para Córdoba. Para empezar, es en este momento cuando Abu Amir adopta el título de al-Mansur, Almanzor, “el victorioso”. Quedó dispuesto que el nombre de Almanzor se pronunciara después de la mención al califa en todas las oraciones de Al-Ándalus.

Simancas.

Pero donde mayores y más graves resultaron las consecuencias políticas de la doble derrota fue en el Reino de León. Con Simancas desmantelada y Zamora arruinada, los grandes condes del reino -que eran los que cortaban el bacalao- quedaron en manos de Córdoba. Los de Monzón y Cea, los de Luna y Saldaña, todos ellos veían ahora sus tierras expuestas a la invasión mora. El joven rey, Ramiro III, de veinte años, que ya se había ganado la enemistad de los nobles por sus intentos de atarles corto, veía ahora perdida cualquier autoridad después de las derrotas militares. ¿Dónde buscar apoyos? ¿En Galicia? No, porque allí precisamente era donde más se conspiraba contra Ramiro. La corona estaba perdida. Así fue como, inevitablemente, las derrotas en el campo de batalla condujeron a una convulsión política. En diciembre de 981, poco después de la pérdida de Simancas, los magnates de Galicia y Portugal proclamaban rey a Bermudo II, hijo de Ordoño III y de la castellana Urraca Fernández, que en el oeste del reino había estado esperando su oportunidad. Comenzaba en el Reino de León una nueva guerra civil.

Bermudo II

Bermudo II era huérfano desde los ocho años. Se supone que había nacido en El Bierzo en torno a 948, y se crió en tierras bercianas. Marginado de las luchas por el trono entre Sancho el Gordo y Ordoño el Malo, y con su madre casada de nuevo con este último, Bermudo quedó bajo la protección de los nobles gallegos y portugueses, que veían en él una baza para el futuro.

Quienes promueven su ascenso al trono son los condes Gonzalo Núñez y Gonzalo Menéndez (uno de ellos, recordemos, fue el que envenenó a Sancho el Craso con una manzana). Junto a los condes gallegos comparecen además los obispos de Coímbra, Viseo y Lamego. El movimiento pro Bermudo surge en el sur de Galicia, es decir, en lo que hoy es Portugal. Cuando los bermudistas han controlado ese territorio, se dirigen hacia el norte, cruzan el Miño y aparecen en Santiago de Compostela, en cuya catedral coronan rey a Bermudo el 15 de octubre de 982.

En principio, Ramiro III, desde León, podía hacer frente a su rival. El joven rey contaba con el respaldo de los condes leoneses -Saldaña, Cea, Monzón, Luna- y también con la alianza del conde de Castilla. No obstante, esos aliados no eran de fiar. Para empezar, el rey se había ganado la enemistad de los nobles de su reino al tratar de aplicar una política de autoridad: era una política imprescindible para enderezar el rumbo del reino pero para ejecutarla con éxito hubiera hecho falta la voluntad y la fuerza de un Ordoño III, y esas cualidades estaban muy lejos del joven Ramiro. Además, el rey tuvo la desdicha de fallar el primer golpe contra su rival Bermudo. A partir de ese momento, todo fue cabeza abajo.


Falló el primer golpe, sí. Fue en Portela de Arenas, en Lugo. Ramiro III llevó a sus huestes a Galicia para acabar con su rival. Éste aguantó. Nadie ganó la batalla, pero la victoria táctica había sido de Bermudo, el atacado, pues Ramiro no consiguió doblegarle. A partir de ahí, el crédito de Ramiro empezó a disolverse a toda velocidad. Poco a poco, todos los nobles le van abandonando. Nadie discute su legitimidad de origen, pues es rey con todas las de la ley, pero la sucesión de derrotas militares y la incapacidad para reponer el orden político terminan quebrando su legitimidad de ejercicio. Sencillamente, este joven de veintiún años no estaba a la altura de la corona. Ramiro se encierra en León. Allí trata de resistir durante un par de años, pero su bandera ya no interesa a nadie. Después de los condes leoneses, ve también cómo se marchan de su lado los Banu Gómez, condes de Carrión. Al final, incluso el conde de Castilla, García Fernández, desiste de sostener su causa. Ramiro termina perdiendo León. Se recluye en Astorga, pero no tiene nada que hacer; ya no es más que un rey fantasma. La suerte está echada. Ramiro III muere el 26 de junio de 985 en Astorga, con sólo veinticuatro años.

La suerte estaba echada, en efecto. ¿Y cuál era esa suerte? Someterse a Almanzor. Es lo que se apresura a hacer Bermudo II, que no ve otra manera de asegurarse la corona y mantener la paz en el reino. Los ejércitos de Córdoba penetran en las fronteras leonesas y liquidan los últimos reductos de resistencia de los partidarios de Ramiro III. La madre de Ramiro, Teresa Ansúrez, tiene que refugiarse en Oviedo. Ahora bien, la manera que tenía Almanzor de entender los acuerdos de paz no era exactamente piadosa. En la mentalidad de Almanzor, una petición de paz era una declaración de sumisión, y una declaración de sumisión significaba que el vencedor, o sea, él, tenía derecho a aplicar sobre el sumiso la mano más dura imaginable. De esta forma, Almanzor castiga a los cristianos con una cadena incesante de nuevas expediciones de rapiña: Sacramenia, Simancas y Salamanca en 983, Sepúlveda y Zamora en 984, Alba y Salamanca en 985... Los golpes son siempre en los mismos lugares, la línea sur de la repoblación. Allí llegan las huestes moras, asolan los campos, aniquilan las aldeas, capturan a los campesinos y se los llevan como esclavos para venderlos en el mercado cordobés. La corona está en paz con Córdoba, sí, pero a costa de que el reino se vea una y otra vez ensangrentado por su nuevo amo, el dictador andalusí.

Córdoba.

¿Y qué se había hecho del talante combativo y guerrero que había caracterizado a los linajes castellanos y leoneses? ¿Acaso había desaparecido? No, no había desaparecido, pero ahora se dirigía contra el propio interior. La guerra civil había levantado rivalidades enconadas que el nuevo rey, Bermudo, no supo detener. Los condes gallegos fueron los más favorecidos por el vuelco de poder, pero, en ese mismo movimiento, cayeron en desgracia poderosas familias, como los Banu Gómez y, por supuesto, los Ansúrez, que ya habían perdido su influencia después de la derrota de Rueda y Simancas. En ese paisaje, los odios entre linajes se desatan y siembran el Reino de León de dolor y de muerte. Sólo el castellano, García Fernández, parece resistirse a la descomposición general. De hecho, la supervivencia misma de Castilla depende de que los cristianos hagan frente común contra Córdoba.

Pero nadie escucha sus llamamientos a la alianza. Con el reino de León descompuesto, los nobles empiezan a comportarse como caudillos de facción que sacuden sin piedad sobre el territorio del vecino. El obispo de León acusa al conde de Saldaña y Carrión, Gómez Díaz: “Los condes y sus hombres, sin tener derecho ninguno, entraron por la fuerza en estas villas y usurparon el derecho sobre ellas y sobre sus habitantes”. La guerra civil ha terminado, pero no la violencia ni la inseguridad generalizada, tanto en las villas como en los campos. Más aún, los nobles conspiran abiertamente contra el nuevo rey. Todos se ven en posición de afirmar su propio poder. Para ello no dudan en enviar mensajes de sumisión al único hombre que en España puede imponer su voluntad, Almanzor. Y ya hemos visto lo que la protección de Almanzor llevaba consigo: una pesada carga en tributos, en cautivos, en humillación.


También en Navarra estaban experimentando el amargo sabor de la paz de Abu Amir. Desde 983, el rey de Pamplona, Sancho Abarca, intenta salvar los muebles. Acude a Córdoba para ponerse a los pies del dictador. Sancho entrega a Almanzor a su propia hija, llamada en árabe Abda. Esta Abda concebirá de Almanzor a su hijo Abderramán ibn Sanchul, llamado Sanchuelo. A la altura del año 985, Almanzor tenía a toda la Península en su puño. Sus ojos se dirigirán hacia los condados catalanes que dirigía Borrell II desde Barcelona. Y en ellos puso sus ojos ahora Almanzor. Mientras atacaba Barcelona dejaba tranquila Castilla.

Bibliografía:

“Moros y Cristianos” de José Javier Esparza.
“Atlas de Historia de España” Fernando García de Cortázar.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Por favor, tenga usted buena educación. Los comentarios irrespetuosos o insultantes serán eliminados.