Volvemos a las clases de historia de Castilla. Dejábamos
a Almanzor tomando el poder en Córdoba. Un golpe palaciego para saltarse las
normas y dominarlo todo. Hoy diríamos un “autogolpe”. Su dictadura militar
daría muchos problemas a los cristianos norteños. Le apoyaron las masas
populares y los alfaquíes, es decir, los doctores de la jurisprudencia islámica
que otorgaban la legitimidad que Almanzor no tenía. ¿Problema? Para seducirlos fue
cruel y bárbaro. O, tal vez, era así el muchacho.
Este perfil aterrador se comprobó en 979 cuando desbarató
una conjura promovida por un grupo de militares, funcionarios y jueces para
colocar a otro nieto del califa Abderramán III, llamado igualmente Abderramán
en su lugar. Almanzor lo mandó asesinar. Después, hizo crucificar en público al
principal cabecilla de la conjura, un tal Abd al-Malik. Y la misma suerte
corrieron todos los que le pareció que andaban metidos en aquel fregado.
Hizo evidente su poder sobre sobre Hisham II cuando
expurgó la biblioteca de Alhakén. Encargó a teólogos de su círculo íntimo
entresacar los libros de ciencias antiguas que trataban de lógica y astronomía.
Salvó los libros de medicina y aritmética. La destrucción de la biblioteca de
Alhakén reportó a Almanzor no sólo el aprecio de los alfaquíes, sino también el
de las masas de Córdoba, que veían estos gestos como manifestaciones de piedad
religiosa.
¿Quedaba alguien que estorbara en el camino de
Almanzor? Sí, ahora tocaba librarse también del general Galib, su suegro. ¡¿Y
eso?! El veterano general eslavo tenía cerca de ochenta años. Popular pero
anciano. Sin embargo, Galib representaba el viejo orden califal. Y, por eso, un
hombre fiel al califa. Esa vieja aristocracia militar sabía que Almanzor era la
ruptura del orden tradicional. Ante ello, el caudillo ascendente desactivó las
resistencias militares: sustituyó a buena parte de los jefes árabes y eslavos
por nuevos oficiales, en su mayoría bereberes que él mismo había traído del
norte de África.
En algún momento entre los años 980 y 981, las
relaciones entre Galib y Almanzor cascaron. Y entonces Galib pidió ayuda a...
¡los castellanos! A grandes males, grandes remedios. El anciano había visto
cómo Almanzor eliminaba a sus rivales, incluso a aquellos que un día habían
sido sus aliados. Entendió que corría peligro.
Es así como el gobernador moro de Medinaceli
contacta con García Fernández, conde de Castilla. ¿Qué pactaron? Ni idea, pero
está clara la enorme importancia de aquel paso para la situación estratégica
general. Medinaceli era clave en el dispositivo militar de Córdoba, aseguraba
la comunicación entre la capital del califato y Zaragoza y taponaba la
expansión castellana por el sur y el este. García Fernández entendía la
trascendencia del negocio. El conde de Castilla había atacado sin cesar las
posiciones moras en Deza, en Sigüenza, en Atienza, en Barahona… Las posiciones
que Galib controlaba. Pero ahora podían convertirse en compañeros de cama y,
para Castilla, era muy goloso.
Sabiendo que el asustado León no cedería tropas,
García Fernández pidió ayuda a Pamplona. Así comparece también en el campo de
batalla Ramiro Garcés, el hermano del rey Sancho Abarca. La coalición es fuerte.
Su objetivo: empujar la frontera musulmana hacia el sur, más allá de Atienza.
La posición de Atienza, en el norte de Guadalajara, era de gran importancia
para Castilla. Plantar allí una fortaleza bien defendida permitiría asegurar
una enorme extensión de terreno para la repoblación: desde el cauce del Duero
en Gormaz hasta las sierras del Sistema Central. Desde mucho tiempo atrás,
Atienza había conocido la visita de las armas cristianas. Si permanecía en
manos musulmanas era, precisamente, por el buen dispositivo de defensa que
había organizado Galib.
Un cupón no: ¡Un cuponazo! Por su parte, a Almanzor
la deserción le daba la oportunidad de machacar a Galib. Esta vez puso toda la
carne en el asador. Movilizó a un ingente ejército y llevó consigo a sus
mejores generales: Yafar ben Alí ben Hamdún, Abu Ahwas Man ben Abdelaziz,
Hassán ben Ahmad ben Abdalwudud... Los moros salieron al encuentro de la
coalición en el castillo de San Vicente, cerca de Atienza. Era el 10 de julio
de 981.
Los coaligados -Castilla, Pamplona y Medinaceli-
hicieron frente a la acometida musulmana. Pero, de pronto, las huestes de Galib
flaquearon y abandonaron la lucha. Castellanos y pamploneses quedaron solos
ante la ola berebere de Almanzor. Un desastre. A Ramiro, el navarro, las
fuentes moras le dan por muerto aquí (las fuentes cristianas, no). El propio
García Fernández resultó herido. ¿Qué había pasado? ¡A Galib se le había
ocurrido morirse! El caballo se encabritó, el anciano no pudo dominarlo; y se
golpeó la cabeza contra el arzón de la silla. Cayó desplomado. Y sus soldados
se largaron.
Almanzor decapitó en cadáver del anciano y envió
la cabeza a su esposa Asmá, la hija del general. Después mandó que la cabeza de
Galib fuera expuesta en el palacio de Córdoba. Había eliminado a Galib y el
viejo orden califal.
¿Y León? Si creen que el rey de León miraba tranquilo
los toros desde la barrera…Un ejército moro, por supuesto siguiendo órdenes de
Abu Amir, avanzaba por el oeste en tierras de León al mando del general Abdalá
con la caballería de Toledo, los jinetes de Córdoba y un cuerpo de infantería.
Su objetivo: Zamora. Los moros llegaron hasta
sus murallas. Asediaron la ciudad. Sucumbió. Fue saqueada con todas las aldeas
de los alrededores y todas las iglesias y monasterios que fueron incendiados.
Abdalá volvió a Córdoba con cuatro mil cautivos para el mercado de esclavos de
la capital. La destrucción de Zamora era más de lo que el Reino de León podía
tolerar. Y así la corte de Ramiro III, que muy pocos meses antes había negado
refuerzos a García Fernández por miedo de provocar a Córdoba, cambió
súbitamente de política. García Fernández tenía razón: había que darla batalla.
Habría alianza contra Almanzor.
Ese verano de 981 Ramiro III, el conde de
Castilla y el rey Sancho de Navarra se alían. Y Almanzor lanzará a su ejército.
El escenario: Rueda, en Valladolid, al sur de Tordesillas. Otros autores dicen
que la Roda de las crónicas no es la Rueda vallisoletana, sino Roa, en Burgos. Tengamos
en cuenta que las campañas de Almanzor nos han llegado como escuetas menciones sin
orden cronológico.
El dictador de Córdoba buscaba desmantelar la
línea de repoblación cristiana en el Duero. Después de destruir Salamanca,
Cuéllar, Ledesma y Zamora, nada más lógico que buscar a los cristianos en el
núcleo mismo de su línea fundamental, en el Duero medio. Y nada más natural que
emplear para ello al grueso de su enorme ejército, muy bien pertrechado y
generosamente pagado. Unos setenta mil hombres.
Del curso de la batalla de Rueda sólo conocemos
su resultado. Las líneas cristianas quedaron desarboladas por la superioridad
numérica sarracena. Las huestes de Ramiro III de León, Sancho Abarca de Navarra
y el conde García Fernández de Castilla no tuvieron la menor oportunidad. Tan
quebrantadas quedaron las tropas cristianas que Almanzor, una vez deshecho el
frente enemigo, se aplicó a explotar el éxito con un objetivo estratégico de
primera magnitud: Simancas, la gran vigía de la repoblación hacia los campos de
Valladolid y Salamanca, la guardiana del camino hacia León.
Aun dentro de la bruma cronológica y geográfica
de estos hechos, conocemos algunos datos del asedio de Simancas. Dice la
crónica mora que Almanzor conquistó Simancas por la fuerza el mismo día que
acampó ante ella. Arrasó sus murallas y destruyó la ciudad tomando cautivos a
sus habitantes y regresando con diecisiete mil cautivas. Aquí realizó tan gran
matanza entre los cristianos que las aguas del río se tiñeron de rojo por la
sangre vertida. Gran matanza, en fin. ¿Tanto? Seguramente, no. Es inimaginable
que en Simancas y alrededores hubiera 17.000 mujeres a las que poder capturar.
Téngase en cuenta que una ciudad como Zamora,
que era una gran ciudad, no acogería en la época a más de mil habitantes. Pero
que hubo batalla en Simancas, y con victoria de Almanzor, eso es indudable. Un
documento de Santiago de Compostela describe la toma de Simancas con acentos
muy semejantes a los de la crónica sarracena. La defensa de Simancas pudo ser
tenaz, pero estaba condenada de antemano al fracaso. El jefe de la plaza era un
noble llamado Nepociano Díaz que murió en la defensa. Otro de los defensores,
un zamorano llamado Sarracino lohannis, fue capturado vivo. Conducido a
Córdoba, estuvo en prisión dos años y después fue decapitado junto a los demás
cautivos de Simancas. La vieja plaza que había visto la gran victoria de 939
cayó ahora sin remedio ante un enemigo imbatible. Parece que Almanzor consideró
incluso la posibilidad de seguir camino hasta la mismísima ciudad de León, pero
una tormenta de viento y nieve frustró el proyecto.
Las consecuencias políticas de la doble derrota
de Rueda y Simancas fueron enormes. En Castilla: los colonos abandonaron las
avanzadillas de Atienza y Sepúlveda y se replegaron hacia la línea del Duero. Quedaba
deshecho el trabajo de más de medio siglo de reconquista. Permanecieron, según
parece, numerosos colonos desperdigados por la zona, e incluso algunos núcleos
de población estable, pero el condado de Castilla perdió cualquier control
político sobre la región.
También hubo consecuencias políticas
-evidentemente, de signo contrario- para Córdoba. Para empezar, es en este
momento cuando Abu Amir adopta el título de al-Mansur, Almanzor, “el victorioso”.
Quedó dispuesto que el nombre de Almanzor se pronunciara después de la mención
al califa en todas las oraciones de Al-Ándalus.
Pero donde mayores y más graves resultaron las
consecuencias políticas de la doble derrota fue en el Reino de León. Con
Simancas desmantelada y Zamora arruinada, los grandes condes del reino -que
eran los que cortaban el bacalao- quedaron en manos de Córdoba. Los de Monzón y
Cea, los de Luna y Saldaña, todos ellos veían ahora sus tierras expuestas a la
invasión mora. El joven rey, Ramiro III, de veinte años, que ya se había ganado
la enemistad de los nobles por sus intentos de atarles corto, veía ahora
perdida cualquier autoridad después de las derrotas militares. ¿Dónde buscar
apoyos? ¿En Galicia? No, porque allí precisamente era donde más se conspiraba
contra Ramiro. La corona estaba perdida. Así fue como, inevitablemente, las
derrotas en el campo de batalla condujeron a una convulsión política. En
diciembre de 981, poco después de la pérdida de Simancas, los magnates de
Galicia y Portugal proclamaban rey a Bermudo II, hijo de Ordoño III y de la
castellana Urraca Fernández, que en el oeste del reino había estado esperando
su oportunidad. Comenzaba en el Reino de León una nueva guerra civil.
Bermudo II era huérfano desde los ocho años. Se
supone que había nacido en El Bierzo en torno a 948, y se crió en tierras
bercianas. Marginado de las luchas por el trono entre Sancho el Gordo y Ordoño
el Malo, y con su madre casada de nuevo con este último, Bermudo quedó bajo la
protección de los nobles gallegos y portugueses, que veían en él una baza para
el futuro.
Quienes promueven su ascenso al trono son los
condes Gonzalo Núñez y Gonzalo Menéndez (uno de ellos, recordemos, fue el que
envenenó a Sancho el Craso con una manzana). Junto a los condes gallegos
comparecen además los obispos de Coímbra, Viseo y Lamego. El movimiento pro
Bermudo surge en el sur de Galicia, es decir, en lo que hoy es Portugal. Cuando
los bermudistas han controlado ese territorio, se dirigen hacia el norte,
cruzan el Miño y aparecen en Santiago de Compostela, en cuya catedral coronan
rey a Bermudo el 15 de octubre de 982.
En principio, Ramiro III, desde León, podía
hacer frente a su rival. El joven rey contaba con el respaldo de los condes
leoneses -Saldaña, Cea, Monzón, Luna- y también con la alianza del conde de
Castilla. No obstante, esos aliados no eran de fiar. Para empezar, el rey se
había ganado la enemistad de los nobles de su reino al tratar de aplicar una
política de autoridad: era una política imprescindible para enderezar el rumbo
del reino pero para ejecutarla con éxito hubiera hecho falta la voluntad y la
fuerza de un Ordoño III, y esas cualidades estaban muy lejos del joven Ramiro.
Además, el rey tuvo la desdicha de fallar el primer golpe contra su rival
Bermudo. A partir de ese momento, todo fue cabeza abajo.
Falló el primer golpe, sí. Fue en Portela de
Arenas, en Lugo. Ramiro III llevó a sus huestes a Galicia para acabar con su
rival. Éste aguantó. Nadie ganó la batalla, pero la victoria táctica había sido
de Bermudo, el atacado, pues Ramiro no consiguió doblegarle. A partir de ahí,
el crédito de Ramiro empezó a disolverse a toda velocidad. Poco a poco, todos
los nobles le van abandonando. Nadie discute su legitimidad de origen, pues es
rey con todas las de la ley, pero la sucesión de derrotas militares y la
incapacidad para reponer el orden político terminan quebrando su legitimidad de
ejercicio. Sencillamente, este joven de veintiún años no estaba a la altura de
la corona. Ramiro se encierra en León. Allí trata de resistir durante un par de
años, pero su bandera ya no interesa a nadie. Después de los condes leoneses,
ve también cómo se marchan de su lado los Banu Gómez, condes de Carrión. Al
final, incluso el conde de Castilla, García Fernández, desiste de sostener su
causa. Ramiro termina perdiendo León. Se recluye en Astorga, pero no tiene nada
que hacer; ya no es más que un rey fantasma. La suerte está echada. Ramiro III
muere el 26 de junio de 985 en Astorga, con sólo veinticuatro años.
La suerte estaba echada, en efecto. ¿Y cuál era
esa suerte? Someterse a Almanzor. Es lo que se apresura a hacer Bermudo II, que
no ve otra manera de asegurarse la corona y mantener la paz en el reino. Los
ejércitos de Córdoba penetran en las fronteras leonesas y liquidan los últimos
reductos de resistencia de los partidarios de Ramiro III. La madre de Ramiro,
Teresa Ansúrez, tiene que refugiarse en Oviedo. Ahora bien, la manera que tenía
Almanzor de entender los acuerdos de paz no era exactamente piadosa. En la
mentalidad de Almanzor, una petición de paz era una declaración de sumisión, y
una declaración de sumisión significaba que el vencedor, o sea, él, tenía
derecho a aplicar sobre el sumiso la mano más dura imaginable. De esta forma,
Almanzor castiga a los cristianos con una cadena incesante de nuevas
expediciones de rapiña: Sacramenia, Simancas y Salamanca en 983, Sepúlveda y
Zamora en 984, Alba y Salamanca en 985... Los golpes son siempre en los mismos
lugares, la línea sur de la repoblación. Allí llegan las huestes moras, asolan
los campos, aniquilan las aldeas, capturan a los campesinos y se los llevan
como esclavos para venderlos en el mercado cordobés. La corona está en paz con
Córdoba, sí, pero a costa de que el reino se vea una y otra vez ensangrentado
por su nuevo amo, el dictador andalusí.
¿Y qué se había hecho del talante combativo y
guerrero que había caracterizado a los linajes castellanos y leoneses? ¿Acaso
había desaparecido? No, no había desaparecido, pero ahora se dirigía contra el
propio interior. La guerra civil había levantado rivalidades enconadas que el
nuevo rey, Bermudo, no supo detener. Los condes gallegos fueron los más
favorecidos por el vuelco de poder, pero, en ese mismo movimiento, cayeron en
desgracia poderosas familias, como los Banu Gómez y, por supuesto, los Ansúrez,
que ya habían perdido su influencia después de la derrota de Rueda y Simancas.
En ese paisaje, los odios entre linajes se desatan y siembran el Reino de León
de dolor y de muerte. Sólo el castellano, García Fernández, parece resistirse a
la descomposición general. De hecho, la supervivencia misma de Castilla depende
de que los cristianos hagan frente común contra Córdoba.
Pero nadie escucha sus llamamientos a la
alianza. Con el reino de León descompuesto, los nobles empiezan a comportarse
como caudillos de facción que sacuden sin piedad sobre el territorio del
vecino. El obispo de León acusa al conde de Saldaña y Carrión, Gómez Díaz: “Los condes y sus hombres, sin tener derecho
ninguno, entraron por la fuerza en estas villas y usurparon el derecho sobre
ellas y sobre sus habitantes”. La guerra civil ha terminado, pero no la
violencia ni la inseguridad generalizada, tanto en las villas como en los
campos. Más aún, los nobles conspiran abiertamente contra el nuevo rey. Todos
se ven en posición de afirmar su propio poder. Para ello no dudan en enviar
mensajes de sumisión al único hombre que en España puede imponer su voluntad,
Almanzor. Y ya hemos visto lo que la protección de Almanzor llevaba consigo:
una pesada carga en tributos, en cautivos, en humillación.
También en Navarra estaban experimentando el
amargo sabor de la paz de Abu Amir. Desde 983, el rey de Pamplona, Sancho
Abarca, intenta salvar los muebles. Acude a Córdoba para ponerse a los pies del
dictador. Sancho entrega a Almanzor a su propia hija, llamada en árabe Abda.
Esta Abda concebirá de Almanzor a su hijo Abderramán ibn Sanchul, llamado
Sanchuelo. A la altura del año 985, Almanzor tenía a toda la Península en su
puño. Sus ojos se dirigirán hacia los condados catalanes que dirigía Borrell II
desde Barcelona. Y en ellos puso sus ojos ahora Almanzor. Mientras atacaba
Barcelona dejaba tranquila Castilla.
Bibliografía:
“Moros y Cristianos” de José Javier Esparza.
“Atlas de Historia de España” Fernando García de
Cortázar.
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