Que no te asusten ni la letra ni el sendero de palabras pues, amigo, para la sed de saber, largo trago.
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domingo, 4 de noviembre de 2018

Las tapias del cementerio.



“Es indubitable que en muchas de las Iglesias de nuestra Diócesis se hace insufrible el mal olor que despiden los cadáveres, lo que retrae á muchas gentes de la concurrencia á sus Parroquias, y les precisa irse á otros templos, en los que no son tan freqüentes los entierros”. Fray .Joaquín Company, Arzobispo de Valencia, 1806.

En la época prerromana los enterramientos de los que vivían en Las Merindades eran fuera de los templos. En algunos casos en necrópolis situadas a media distancia de los castros. Los romanos también disponían los enterramientos fuera de las poblaciones. Recordemos la vía Apia y sus tumbas o las de Pompeya. Pero, con el paso de los siglos, las inhumaciones en las iglesias, o zonas sacras en general, primaron tanto para las élites como para el vulgo en Castilla y demás reinos cristianos de la península.

Necrópolis prerromana en Manzanedo

En las Siete Partidas del Rey Alfonso X se estableció que los cementerios estarían cerca de las iglesias y lugares de culto pero que no convenía permitirse la inhumación de fieles en el interior… Salvo para los VIP: “… los reyes et las reynas et sus fijos, et los obispos, et los abades, et los priores, et los maestres et los comendadores que son perlados de las órdenes et de las eglesias conventuales, et los ricos homes, et los hombres honrados que ficiesen eglesias de nuevo o monasterios…”. Bueno, también si el difunto era “santo”.

¿Por qué esta limitación? Porque –y nunca se insiste los suficiente- nuestros antepasados no eran tontos y conocían los efectos de acumular cadáveres bajo las tablas de la iglesia. Pero la inteligencia se enfrentó a la superstición (sola o en compañía de la avaricia) y nada se pudo hacer. El deseo de ser enterrado era empujado por la creencia en la protección que brindaban las reliquias de los santos a los fieles difuntos que reposaban en su entorno (sepulturas Ad sanctus) y que serían complementadas por los discursos relacionados con la intermediación benefactora que podían hacer las imágenes sagradas a favor de los vivos -y de los muertos- así como los rituales cotidianos que tenían lugar en templos y conventos. Urbanos y rurales.

Necrópolis de San Andrés.

Dada la autorización real no nos sorprende que el clero tuviese su propio osario cerca del presbítero o el altar mayor. Cada familia aspiraba a tener su tumba propia y su ubicación estaba relacionada con su posición social y capacidad económica. Tras el clero eran las clases nobles, caballeros y ciudadanos generosos quienes acaparaban los mejores puestos para el despertar del Juicio Final. El resto donde quedase hueco.

Convivían aquellas gentes con cadáveres en descomposición –ya no les digo en caso de epidemia- y demás inmundicias del mundo medieval y renacentista. En las iglesias, en su entorno y en los conventos y sus claustros brotaban huesos humanos y restos a medio descomponer bien aliñados con las materias fecales y otros desechos de la vida. ¿El premio? Padecer enfermedades respiratorias, fiebre y diarrea.

Iglesia de Escaño.

¿La solución? La concepción religiosa: morir de enfermedad larga y penosa era un fin digno y deseable. Algo así como santificarse en vida y purgar los pecados para conseguir la salvación del alma. Pensemos que, incluso hasta bien entrado el siglo XVIII, los desastres naturales, el hambre, los accidentes, la guerra y las epidemias continuaron siendo interpretados como “castigos divinos” desde el poder civil y eclesiástico y frente a ellos se empleaban principalmente rogativas y procesiones ¡¿Para qué pensar en algo práctico?! Claro que, como en todo, había otras visiones. ¿Su argumento? Que las epidemias mataban igual a gente religiosa y a descreídos.

Iglesia de Cadiñanos.

Este sordo rumor se convertirá en un clamor intelectual con la llegada de la Ilustración. Las nuevas concepciones y los descubrimientos científicos realizados en esta época comenzaron a ver en la descomposición de los cadáveres un elemento perjudicial para la salud humana. Especialmente cuando la putrefacción se presentaba en recintos cerrados, con escasas o inexistentes corrientes de aire “purificador” y a los que eran convocados por centenares los vivos con el fin de participar en los servicios religiosos.

En 1745 conoceremos la obra del abad francés Charles Gabriel Porée “Cartas sobre la sepultura dentro de las iglesias”, que se convirtió en un referente. El abad argumentaba acerca de la necesidad de distanciar a los muertos de los vivos, permitiendo disfrutar de unas iglesias en las que predominara el olor a incienso, sin que por esto se dejara de lado la necesidad de que los vivos acompañaran a los difuntos en los camposantos. Según él, los deudos debían congregarse en torno a sus muertos, pues consideraba a los sepulcros como “Escuelas de Sabiduría”.

Iglesia de Quintana de Valdivielso.

Estos argumentos se cruzaban con los de la llamada “Teoría Miasmática”, formulada a finales del siglo XVII, a través de la cual se comenzó a presentir la existencia de factores diferentes al contacto físico, que podían propiciar el contagio de las enfermedades. Es a partir de esta cuando los miasmas -entendidos como los vapores fétidos que despedían los cuerpos, las aguas y el suelo- pasaron a ser tenidos como elementos sospechosos, en el momento de la propagación de las enfermedades.

Esta relación entre los malos olores que emitían los cadáveres y la propagación de las epidemias ya había sido explicada en 1737 –antes que por el francés- por el médico español José de Aranda y Marzo, quien en su libro “Descripción Tripartita” afirmó: “Los humores venenosos pueden engendrarse dentro de nuestro cuerpo, como de facto se engendran por la corrupción de dichos humores, y pueden producir los mismos efectos producidos por venenos. Consta por la experiencia que la generación de la peste nace de la corrupción de cadáveres, o putrefacción intensa fetidíssima de algunos estanques que quanto por el efecto de ventilación se elevan vapores venenosos, corruptivos y quitan del medio al viviente”.

Iglesia de La Cerca.

Estas teorías llevaron a los médicos a sugerir que se sepultura a los cadáveres en tumbas individuales y con distancias mínimas entre ellos, para que no se mezclaran los rayos que emitía cada cuerpo en descomposición. Esa idea me hace pensar en los fuegos fatuos. Pero, de todas formas, señalaban el problema médico asociado a la acumulación de cadáveres.

Es en ese siglo XVIII cuando, quizá escuchando a los científicos, el estado inicia políticas higienistas como intentar llevar todos los enterramientos fuera de los templos, control del tráfico portuario, utilización del alcantarillado y la recogida de basuras de la calle… Los cementerios estarían fuera de las poblaciones, en sitios ventilados y cercanos a las parroquias pero distantes de las casas de los vecinos. Así, se aprovecharon como capillas de estos cementerios las ermitas que existían fuera de los pueblos.

Cementerio de Villarías (junto a la iglesia)

En España la aplicación legal de estos preceptos vino en 1787 cuando Carlos III mandó restablecer lo dispuesto en el Ritual romano e instó a que, gradualmente, se construyesen cementerios rurales y a que se aplicase el reglamento del cementerio de Real Sitio de San Ildefonso creado en 1783. Será el cementerio civil más antiguo de España. No se tendría que enterrar dentro de las iglesias pero no eliminaba los cementerios parroquiales anexos. Los cementerios se ubicarán en lugares alejados de la población, suficientemente ventilados y sobre terrenos permeables, teniendo en cuenta los problemas de aglomeración humana en las ciudades, la salubridad pública y el urbanismo incipiente. En esa Real Cédula se recordaba la epidemia de peste de Pasajes (Guipúzcoa) en 1781, causada por el “hedor intolerable que se sentía en la Iglesia Parroquial de multitud de cadáveres enterrados en ella”.

Pero quienes debían aplicar la Real Cédula no estaban interesados. La disposición establecía el modo de sufragar los gastos de construcción del camposanto e insistía en que fuesen económicos y sin excesos ornamentales. Estos costes debían cargarse sobre los fondos de las parroquias, el Fondo Pío de Pobres, y fondos públicos. Solamente podrían enterrarse intramuros aquellas personas que tuvieran comprada una sepultura dentro de una iglesia. En realidad salvaba de ir al cementerio a toda la gente de alcurnia. La falta de presupuesto de las parroquias que debían construirlo, la merma de ingresos para ellas que conllevaría y la resistencia de los feligreses retrasaban el plan. Expliquémonos mejor: el sentido religiosos dado al cadáver del feligrés asociado al simbolismo del templo que creaba una protección sobrenatural y el prestigio asociado a los entierros en el templo resaltado por la autorización a que algunos privilegiados pudiesen yacer bajo la iglesia sirvieron para incrementar su. ¡Pensaban que la proximidad al centro sagrado incrementaba las posibilidades de salvación!

Cementerio de Villamor

En este punto podemos llegar a ver en esta medida un primer paso en el camino de la secularización de los enterramientos al desacralizar los cementerios. Se separaba muertos y vivos en su comunión ritual.

En 1799 Carlos IV volvió a impulsar la ley de su padre, aduciendo además que los templos debían ser lugares limpios y puros por respeto y veneración a Dios, por lo que su uso como osarios los convertían en depósitos de podredumbre. Se insistió con la Real Orden el 28 de junio de 1804. El culto hacia los muertos debía quedar garantizado por el gobierno, por lo que se erigieron capillas anexas a los cementerios para celebrar las misas, la ubicación de las sepulturas al lado de estas capillas, y respecto a los nobles, se les permitieron construir panteones para que sus huesos no se mezclaran con los de la plebe. Y que se plantaran árboles para dar algo de vida. Otrosí –e importantísimo-: que los enterramientos estuviesen a dos metros bajo tierra (o más) para que los miasmas no saliesen a la superficie. El área destinada a los enterramientos deberá estar descubierta, y tendrá que ser medida para que asuma las necesidades de un año -tomando una serie estadística de cinco como media-, calculando dos cadáveres por sepultura, y un período de consunción de restos de tres años. Pasado este plazo se podían extraer los restos. Se dejaba constancia, previsoramente, de que debía existir un espacio para circunstancias extraordinarias

Se señala la diferenciación de subáreas en su interior -concebidas como zonas estancas- y la obligatoriedad de circunvalar el recinto con un muro lo suficientemente alto como para impedir la entrada de animales o personas que pudieran causar profanaciones. Más aún, el muro evitaba la cercanía y el posible contagio de enfermedades, al impedir acercarse a los cadáveres. Sin olvidarnos de la asociación del cementerio con la boca del infierno y que el mal y el demonio rondaban alrededor de las tumbas (¿la tapia les frenaba dentro?). ¿Y lo de entrar? Culpa de la ciencia. La medicina necesitaba cadáveres frescos para realizar investigaciones y los canales legales no abastecían la demanda.

Cementerio de Nofuentes.

Y es cuando nos encontramos con la principal, a mi entender, necesidad de las tapias: para los ladrones de cadáveres. No quiero decir que en Las Merindades se produjese el caso y si se produjo seguro que no nos dimos ni cuenta. Era más interesante robar donde había facultades de medicina cerca. Por lo de la corrupción de los cuerpos. El muerto debía ser fresco. A esos ladrones se les llamó resurreccionistas.

Fueron un gran problema durante el siglo XIX a pesar de que su materia prima era abundante gracias a las epidemias, la malnutrición y las condenas. Además el entierro era somero por si, en algunos casos, el “difunto” era cataléptico o, seguramente, por dejadez de los enterradores. En previsión del primer caso se llegaba a poner una campana fuera de la tumba conectada con una mano del fallecido. Para el segundo no había remedio dada la peculiaridad del trabajo.

Pero se necesitaban cadáveres para despiezar por los alumnos y donde hay una demanda social surge el negocio. Imagínense una noche lluviosa (o clara y con luna pero esta es menos efectista) en la que dos personas saltan la tapia del cementerio, se dirigen a una tumba reciente y, con palas de madera para no hacer ruido, descubren el ataúd y extraen el cuerpo. Silencio. El vigilante no ha oído nada. Escapan con el premio. ¿Tópico? Sí pero, es que, se llegaba incluso a hacer túneles y acceder al cadáver mediante un butrón cual joyería actual.

Mortsafe

Había que evitarlo y, por ello, los camposantos empezaron a tener guardas que lo patrullaban toda la noche, recrecimiento de los muros, torres que vigilaban el perímetro, podíamos ver a los familiares de los muertos custodiando la tumba hasta que el cadáver no fuese viable médicamente, ataúdes de hierro, el empleo de “mortsafe” (un enrejado que se disponía encima de la tumba y que se retiraba a los seis meses), mausoleos familiares con recias puertas de hierro, cementerios bunquerizados como el de West Norwood… En Gran Bretaña fue una epidemia y se llegó al punto de “fabricar” muertos recientes que, preferiblemente, eran asfixiados para no deteriorar el género. El aumento de la oferta legal de cadáveres eliminó el problema.



Aunque la existencia de muros no impidió al doctor Frankenstein (pronúnciese fronkostín) que, en múltiples películas, consiguiese ese fresco fiambre con el que trabajar. Sin olvidarnos del cerebro.

Por apuntar algunas fechas más: la obligación de que la construcción recayese sobre los párrocos mediante el dinero de las fábricas de las iglesias debió modificarse en 1806, 1833, 1834 y 1840, auspiciando a los Ayuntamientos a su construcción y dándoles facilidades financieras. En el Reglamento de 8 de abril de 1833 se determinaba que “los cementerios sean construidos con fondos municipales aunque su custodia seguirá correspondiendo a las autoridades eclesiásticas”.

Estudiantes de medicina.

Por cierto, nuestros cementerios no tendrán esa imagen de jardín de los centroeuropeos y los ingleses. Quizá por nuestro clima más seco que los podría convertir en sembrados. De hecho, es tradicional ir a arrancar las malas yerbas de las tumbas.

La Real Orden de 19 de mayo de 1882 especifica que los cementerios han de emplazarse en lugar elevado, contrario a la dirección de los vientos dominantes, en terrenos mantillosos o calizos, al menos a medio kilómetro de distancia de cualquier elemento urbanizado, por ser "establecimientos de nefitismo pútrico permanente", con un declive y grado de humedad adecuados, lejos de fuentes de agua. El recinto deberá servir para cinco años de enterramientos -período mínimo de exhumación de restos-, con tierra removible separados por 30-50 centímetros o una pared.

Cementerio de Berberana.

Estas cuestiones físicas deberán acompañarse de vigilancia y cercado por medio de una muralla de dos metros de alto, con puertas de hierro cerradas con candado, y de salas específicamente dedicadas a autopsias y embalsamamientos, velorios, capilla y habitaciones para capellán y sepulturero.

La Ley de Cementerios de 1938 insistirá en las tapias, llamemos las religiosas, al decir que "Las autoridades municipales restablecerán en el plazo de dos meses, a contar desde la vigencia de esta Ley, las antiguas tapias, que siempre separaron los cementerios civiles de los católicos”.

Cementerio de Cigüenza.

En fin, tapias. Y eso que no hemos hablado de su uso como fondo de fusilamientos en las diversas guerras acaecidas desde el siglo XIX.


Bibliografía:

Blog “Entre piedras y cipreses.”
“Antiguos cementerios salmantinos” por José María Hernández Pérez.
Cultopía.es
Periódico “ABC”.
Nuevatribuna.es
“Legislación funeraria y cementerial española: una visión espacial” Mikel Nistal
“Tumbas y cementerios en el siglo XIX mexicano”. Alma Victoria Valdés Dávila.
“La construcción de cementerios extramuros: un aspecto de la lucha contra la mortalidad en el antiguo régimen”. José Luis Santonja.
“La Real Cédula de Carlos III y la construcción de los primeros cementerios en el Virreinato del Nuevo Reino de Granada (1786-1808)”. Diego A. Bernal Botero.
“La reforma de los cementerios y el conflicto civil-eclesiástico por su administración: Yucatán, 1787-1825”. José E. Serrano Catzim y Jorge I. Castillo Canché.
“Cementerios murcianos: arte y arquitectura” Ana María Moreno Atance.
B.O.E.
Periódico "El Comercio".


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