Se
acercan las festividades de “Todos los Santos” y “Los fieles difuntos” que
durante muchos años eran celebradas mediante la visita a los cementerios y la
asistencia a una de las muchísimas representaciones de “Don Juan Tenorio” de
Zorrilla que se representaban ya por profesionales ya por aficionados. Y seguro
que alguna vez en Las Merindades.
Cementerio de la Orden de San Juan de Jerusalén (Redondo) |
Es
por ello que, recobrando la tradición, les invito a cenar tras recorrer el
cementerio. Junto a nosotros estarán el capitán Centellas (amigo de don Juan), Rafael
de Avellaneda (Amigo de Luis Mejia, rival de Tenorio), Gonzalo de Ulloa
(comendador de calatrava) y, por supuesto, Juan Tenorio.
Todos
sabemos que la acción se produce en Sevilla hacia 1545. Los cuatro primeros
actos pasan en una sola noche y los tres restantes, cinco años después, y en
otra noche. Es en esa segunda noche donde nos situamos.
Es
el cementerio situado donde estaba el antiguo palacio de la familia de los
Tenorio. Allí están enterrados don Luis, el Comendador y el resto de las
víctimas de Don Juan. Pero también el sepulcro de doña Inés (que había muerto
de pena al comprender que don Juan y ella jamás podrán estar juntos a pesar de
amarse profundamente).
Todos,
de una forma u otra, se encuentran en el camposanto: (Escena VI)
CENTELLAS.
(Dentro.)
¿Don
Juan Tenorio?
D.
JUAN. (Volviendo en sí.)
¿Qué es
eso?
¿Quién
me repite mi nombre?
AVELLANEDA.
(Saliendo.)
¿Veis a
alguien? (A CENTELLAS.)
CENTELLAS.
(Ídem.)
Sí,
allí hay un hombre.
D.
JUAN.
¿Quién
va?
AVELLANEDA.
Él es.
CENTELLAS.
(Yéndose a DON JUAN.)
Yo
pierdo el seso
con la
alegría. ¡Don Juan!
AVELLANEDA.
Señor
Tenorio!
D.
JUAN.
¡Apartaos,
vanas
sombras!
CENTELLAS.
Reportaos,
señor
don Juan... Los que están
en
vuestra presencia ahora,
no son
sombras, hombres son,
y
hombres cuyo corazón
vuestra
amistad atesora.
A la
luz de las estrellas
os
hemos reconocido,
y un
abrazo hemos venido
a
daros.
D.
JUAN.
Gracias,
Centellas.
Mas
¿qué tenéis? ¡Por mi vida
que os
tiembla el brazo, y está
vuestra
faz descolorida!
D.
JUAN. (Recobrando su aplomo.)
La luna
tal vez lo hará.
AVELLANEDA.
Mas,
don Juan, ¿qué hacéis aquí?
¿Este
sitio conocéis?
D.
JUAN.
¿No es
un panteón?
CENTELLAS.
¿Y
sabéis
a quién
pertenece?
D.
JUAN.
A mí
mirad a
mi alrededor,
y no
veréis más que amigos
de mi
niñez, o testigos
de mi
audacia y mi valor.
CENTELLAS.
Pero os
oímos hablar:
¿con
quién estabais?
D.
JUAN.
Con
ellos.
CENTELLAS.
¿Venís
aún a escarnecellos?
D.
JUAN.
No, los
vengo a visitar.
Mas un
vértigo insensato
que la
mente me asaltó,
un
momento me turbó;
y a fe
que me dio mal rato.
Esos
fantasmas de piedra
me
amenazaban tan fieros,
que a
mí acercado a no haberos
pronto...
CENTELLAS.
¡Ja!,
¡ja!, ¡ja! ¿Os arredra,
don
Juan, como a los villanos
el
temor de los difuntos?
No a
fe; contra todos juntos
tengo
aliento y tengo manos.
Si
volvieran a salir
de las
tumbas en que están,
a las
manos de don Juan
volverían
a morir.
Y desde
aquí en adelante
sabed,
señor capitán,
que yo
soy siempre don Juan,
y no
hay cosa que me espante.
Un
vapor calenturiento
un
punto me fascinó,
Centellas,
mas ya pasó
cualquiera
duda un momento.
AVELLANEDA
y CENTELLAS.
Es
verdad.
D.
JUAN.
Vamos
de aquí.
CENTELLAS.
Vamos,
y nos contaréis
cómo a
Sevilla volvéis
tercera
vez.
D.
JUAN.
Lo haré
así,
si mi
historia os interesa
y a fe
que oírse merece,
aunque
mejor me parece
que la
oigáis de sobremesa.
¿No
opináis...?
AVELLANEDA
y CENTELLAS.
Como
gustéis.
D.
JUAN.
Pues
bien cenaréis conmigo
y en mi
casa.
CENTELLAS.
Pero
digo,
¿es
cosa de que dejéis
algún
huésped por nosotros?
¿No
tenéis gato encerrado?
D.
JUAN.
¡Bah!
Si apenas he llegado:
no
habrá allí más que vosotros
esta
noche.
CENTELLAS.
¿Y no
hay tapada
a quien
algún plantón demos?
Los
tres solos cenaremos.
Digo,
si de esta jornada
no
quiere igualmente ser
alguno
de éstos.
(Señalando
a las estatuas de los sepulcros.)
CENTELLAS.
Don
Juan,
dejad
tranquilos yacer
a los
que con Dios están.
D.
JUAN.
¡Hola!
¿Parece que vos
sois
ahora el que teméis,
y mala
cara ponéis
a los
muertos? Mas, ¡por Dios
que ya
que de mí os burlasteis
cuando
me visteis así,
en lo
que penda de mí
os
mostraré cuánto errasteis!
Por mí,
pues, no ha de quedar
y a
poder ser, estad ciertos
que
cenaréis con los muertos,
y os
los voy a convidar.
AVELLANEDA.
Dejaos
de esas quimeras.
D.
JUAN.
¿Duda
en mi valor ponerme,
cuando
hombre soy para hacerme
platos
de sus calaveras?
Yo, a
nada tengo pavor.
(Dirigiéndose
a la estatua de DON GONZALO, que es la que tiene más cerca.)
Tú eres
el más ofendido;
mas si
quieres, te convido
a cenar
comendador.
Que no
lo puedas hacer
creo, y
es lo que me pesa;
mas,
por mi parte, en la mesa
te haré
un cubierto poner.
Y a fe
que favor me harás,
pues
podré saber de ti
si hay
más mundo que el de aquí,
y otra
vida, en que jamás,
a decir
verdad, creí.
CENTELLAS.
Don
Juan, eso no es valor;
locura,
delirio es.
D.
JUAN.
Como lo
juzguéis mejor:
yo
cumplo así. Vamos, pues.
Lo
dicho, comendador.
Vamos
ahora al Acto segundo donde se nos une Marcos Ciutti (criado de don Juan). El
fragmento que reproducimos se produce en el aposento de Tenorio. Están sentados
los tres amigos ante una mesa ricamente servida. Pero hay cuatro servicios de
mesa. Uno libre, a la espera de un cuarto comensal: la estatua del comendador.
Cementerio de Villarcayo |
D.
JUAN.
Tal es
mi historia, señores
pagado
de mi valor,
quiso
el mismo emperador
dispensarme
sus favores.
Y
aunque oyó mi historia entera,
dijo
«Hombre de tanto brío
merece
el amparo mío;
vuelva
a España cuando quiera.»
Y heme
aquí en Sevilla ya.
CENTELLAS.
¡Y con
qué lujo y riqueza!
D.
JUAN.
Siempre
vive con grandeza
quien
hecho a grandeza está.
CENTELLAS.
A
vuestra vuelta.
D.
JUAN.
Bebamos.
Lo que
no acierto a creer
es
cómo, llegando ayer,
ya
establecido os hallamos.
D.
JUAN.
Fue el
adquirirme, señores,
tal
casa con tal boato,
porque
se vendió a barato
para
pago de acreedores.
Y como
al llegar aquí
desheredado
me hallé,
tal
como está la compré.
CENTELLAS.
¿Amueblada
y todo?
D.
JUAN.
Sí. Un
necio que se arruinó
por una
mujer vendióla.
CENTELLAS.
¿Y
vendió la hacienda sola?
D.
JUAN.
Y el
alma al diablo.
CENTELLAS.
¿Murió?
D.
JUAN.
De
repente: y la justicia,
que iba
a hacer de cualquier modo
pronto
despacho de todo,
viendo
que yo su codicia
saciaba,
pues los dineros
ofrecía
dar al punto,
cedióme
el caudal por junto
y
estafó a los usureros.
CENTELLAS.
Y la
mujer, ¿qué fue de ella?
D.
JUAN.
Un
escribano la pista
la
siguió, pero fue lista
y
escapó.
CENTELLAS.
¿Moza?
D.
JUAN.
Y muy
bella.
CENTELLAS.
Entrar
hubiera debido
en los
muebles de la casa.
D.
JUAN.
Don
Juan Tenorio no pasa
moneda
que se ha perdido.
Casa y
bodega he comprado,
dos
cosas que, no os asombre,
pueden
bien hacer a un hombre
vivir
siempre acompañado;
como lo
puede mostrar
vuestra
agradable presencia,
que
espero que con frecuencia
me
hagáis ambos disfrutar.
CENTELLAS.
Y nos
haréis honra inmensa.
Y a mí
vos. ¡Ciutti!
CIUTTI.
¿Señor?
D.
JUAN.
Pon
vino al Comendador. (Señalando el vaso del puesto vacío.)
AVELLANEDA.
Don Juan,
¿aún en eso piensa
vuestra
locura?
D.
JUAN.
¡Sí, a
fe!
Que si
él no puede venir,
de mí
no podréis decir
que en
ausencia no le honré.
CENTELLAS.
¡Ja,
ja, ja! Señor Tenorio,
creo
que vuestra cabeza
va
menguando en fortaleza.
D.
JUAN.
Fuera
en mí contradictorio,
y ajeno
de mi hidalguía,
a un
amigo convidar
y no
guardarle el lugar
mientras
que llegar podría.
Tal ha
sido mi costumbre
siempre,
y siempre ha de ser ésa;
y el
mirar sin él la mesa
me da,
en verdad, pesadumbre.
Porque
si el Comendador
es,
difunto, tan tenaz
como
vivo, es muy capaz
de
seguirnos el humor.
CENTELLAS.
Brindemos
a su memoria,
y más
en él no pensemos.
D.
JUAN.
Sea.
CENTELLAS.
Brindemos.
Brindemos.
CENTELLAS.
A que
Dios le dé su gloria.
D.
JUAN.
Mas yo,
que no creo que haya
más
gloria que esta mortal,
no hago
mucho en brindis tal;
mas por
complaceros, ¡vaya!
Y
brindo a Dios que te dé
la
gloria Comendador.
(Mientras
beben se oye lejos un aldabonazo, que se supone dado en la puerta de la calle.)
Mas
¿llamaron?
CIUTTI.
Sí,
señor.
D.
JUAN.
Ve
quién.
CIUTTI.
(Asomando por la ventana.)
A nadie
se ve.
¿Quién
va allá? Nadie responde,
CENTELLAS.
Algún
chusco.
AVELLANEDA.
Algún
menguado
que al
pasar habrá llamado
sin
mirar siquiera dónde.
D.
JUAN. (A CIUTTI.)
Pues
cierra y sirve licor.
(Llaman
otra vez más recio.)
Mas
¿llamaron otra vez?
CIUTTI.
Sí.
D.
JUAN.
Vuelve
a mirar.
CIUTTI.
¡Pardiez!
A nadie
veo, señor.
D.
JUAN.
¡Pues,
por Dios, que del bromazo
quien
es no se ha de alabar!
Ciutti,
si vuelve a llamar
suéltale
un pistoletazo.
(Llaman
otra vez, y se oye un poco más cerca.)
¿Otra
vez?
CIUTTI.
¡Cielos!
AVELLANEDA
y CENTELLAS.
¿Qué
pasa?
Que esa
aldabada postrera
ha
sonado en la escalera,
no en
la puerta de la casa.
AVELLANEDA
y CENTELLAS.
¿Qué
dices?
(Levantándose
asombrados.)
CIUTTI.
Digo lo
cierto
nada
más: dentro han llamado
de la
casa.
D.
JUAN.
¿Qué os
ha dado?
¿Pensáis
ya que sea el muerto?
Mis
armas cargué con bala
Ciutti,
sal a ver quién es.
(Vuelven
a llamar más cerca.)
AVELLANEDA.
¿Oísteis?
CIUTTI.
¡Por
San Ginés,
que eso
ha sido en la antesala!
D.
JUAN.
¡Ah! Ya
lo entiendo; me habéis
vosotros
mismos dispuesto
esta
comedia, supuesto
que lo
del muerto sabéis.
AVELLANEDA.
Yo os
juro, don Juan...
CENTELLAS.
Y Yo.
D.
JUAN.
¡Bah!
Diera en ello el más topo,
y
apuesto a que ese galopo
los
medios para ello os dio.
AVELLANEDA.
Señor
don Juan, escondido
algún
misterio hay aquí.
(Vuelven
a llamar más cerca.)
¡Llamaron
otra vez!
CIUTTI.
Sí;
y ya en
el salón ha sido.
D.
JUAN.
¡Ya!
Mis llaves en manojo
habréis
dado a la fantasma,
y que
entre así no me pasma;
mas no
saldrá a vuestro antojo,
ni me
han de impedir cenar
vuestras
farsas desdichadas.
(Se
levanta, y corre los cerrojos de las puertas del fondo,
volviendo
a su lugar.)
Ya
están las puertas cerradas
ahora
el coco, para entrar,
tendrá
que echarlas al suelo,
y en el
punto que lo intente,
que con
los muertos se cuente,
y apele
después al cielo.
CENTELLAS.
¡Qué
diablos! Tenéis razón.
D.
JUAN.
¿Pues
no temblabais?
CENTELLAS.
Confieso
que en
tanto que no di en eso,
tuve un
poco de aprensión.
D.
JUAN.
¿Declaráis,
pues, vuestro enredo?
AVELLANEDA.
Por mi
parte, nada sé.
CENTELLAS.
Ni yo.
D.
JUAN.
Pues yo
volveré
contra
el inventor el miedo.
Mas
sigamos con la cena;
vuelva
cada uno a su puesto,
que
luego sabremos de esto.
AVELLANEDA.
Tenéis
razón.
D.
JUAN. (Sirviendo a CENTELLAS.)
Cariñena
sé que
os gusta, capitán.
CENTELLAS.
Como
que somos paisanos.
D.
JUAN. (A AVELLANEDA, sirviéndole de otra botella.)
Jerez a
los sevillanos,
don
Rafael.
AVELLANEDA.
Habéis,
don Juan,
dado a
entrambos por el gusto;
¿mas
con cuál brindaréis vos?
D.
JUAN.
Yo haré
justicia a los dos.
CENTELLAS.
Vos
siempre estáis en lo justo.
D.
JUAN.
Sí, a
fe; bebamos.
Bebamos.
(Llaman a la misma puerta de la escena, fondo
derecha.)
D.
JUAN.
Pesada
me es ya la broma,
mas
veremos quién asoma
mientras
en la mesa estamos.
(A
CIUTTI, que se manifiesta asombrado.)
¿Y qué
haces tú ahí, bergante?
¡Listo!
Trae otro manjar: (Vase CIUTTI.)
mas me
ocurre en este instante
que nos
podemos mofar
de los
de afuera, invitándoles
a
probar su sutileza,
entrándose
hasta esta pieza
y sus
puertas no franqueándoles.
AVELLANEDA.
Bien
dicho.
CENTELLAS.
Idea
brillante,
(Llaman
fuerte, fondo derecha.)
D.
JUAN.
¡Señores!
¿A qué llamar?
Los
muertos se han de filtrar
por la
pared; adelante.
(La
estatua de DON GONZALO pasa por la puerta sin abrirla, y sin hacer ruido.)
Escena
II
CENTELLAS.
¡Jesús!
AVELLANEDA.
¡Dios
mío!
D.
JUAN.
¡Qué es
esto!
AVELLANEDA.
Yo
desfallezco. (Cae desvanecido.)
CENTELLAS.
Yo
expiro. (Cae lo mismo.)
D.
JUAN.
¡Es
realidad, o deliro!
Es su
figura...., su gesto.
ESTATUA.
¿Por
qué te causa pavor
quien
convidado a tu mesa
viene
por ti?
D.
JUAN.
¡Dios!
¿No es ésa
la voz
del comendador?
ESTATUA.
Siempre
supuse que aquí
no me
habías de esperar.
D.
JUAN.
Mientes,
porque hice arrimar
esa
silla para ti.
Llega,
pues, para que veas
que
aunque dudé en un extremo
de
sorpresa, no te temo,
aunque
el mismo Ulloa seas.
ESTATUA.
¿Aún lo
dudas?
D.
JUAN.
No lo
sé.
Pon, si
quieres, hombre impío,
tu mano
en el mármol frío
de mi
estatua.
D.
JUAN.
¿Para
qué?
Me
basta oírlo de ti:
cenemos,
pues; mas te advierto...
ESTATUA.
¿Qué?
D.
JUAN.
Que si
no eres el muerto,
no vas
a salir de aquí.
¡Eh!
Alzad. (A CENTELLAS y AVELLANEDA.)
ESTATUA.
No
pienses, no,
que se
levanten, don Juan;
porque
en sí no volverán
hasta
que me ausente yo.
Que la
divina clemencia
del
Señor para contigo,
no
requiere más testigo
que tu
juicio y tu conciencia.
Al
sacrílego convite
que me
has hecho en el panteón,
para
alumbrar tu razón
Dios
asistir me permite.
Y heme
que vengo en su nombre
a
enseñarte la verdad;
y es:
que hay una eternidad
tras de
la vida del hombre.
Que
numerados están
los
días que has de vivir,
y que
tienes que morir
mañana
mismo, don Juan.
Mas
como esto que a tus ojos
está
pasando, supones
ser del
alma aberraciones
y de la
aprensión antojos,
Dios,
en su santa clemencia,
te
concede todavía,
don
Juan, hasta el nuevo día
para
ordenar tu conciencia.
Y su
justicia infinita
porque
conozcas mejor,
espero
de tu valor
que me
pagues la visita.
¿Irás,
don Juan?
D.
JUAN.
Iré,
sí;
mas me
quiero convencer
de lo
vago de tu ser
antes
que salgas de aquí.
(Coge
una pistola.)
ESTATUA.
Tu
necio orgullo delira,
don
Juan los hierros más gruesos
y los
muros más espesos
se
abren a mi paso mira.
(Desaparece
LA ESTATUA sumiéndose por la pared.)
Bibliografía:
“Don
Juan Tenorio” de José Zorrilla.
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